Hace ya mucho tiempo que llegó el momento de reconocer alto y claro que no todo el pensamiento crítico y la cultura vinieron de Europa o de los Estados Unidos, que cuando casi todos en el Norte estábamos tratando bien de recuperarnos de la caída del Muro de Berlín bien celebrando el final de la […]
Hace ya mucho tiempo que llegó el momento de reconocer alto y claro que no todo el pensamiento crítico y la cultura vinieron de Europa o de los Estados Unidos, que cuando casi todos en el Norte estábamos tratando bien de recuperarnos de la caída del Muro de Berlín bien celebrando el final de la historia, tuvo que ser un grupo de indígenas chiapanecos en el Sureste de México el que nos enseñara otra vez el sentido de la dignidad rebelde, la fuerza de los corazones que laten abajo y a la izquierda [1]. El 1 de enero de 1994, el mismo día que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de las Américas (NAFTA), todo el planeta pudo escuchar el grito de «ya basta» de los zapatistas en la Selva Lacandona. Pero los zapatistas no sólo resistieron heroicamente las políticas neoliberales acordadas con nocturnidad, premeditación y alevosía por las élites financieras de México, Estados Unidos y Canadá, también y sobre todo, crearon una nueva forma de hacer y pensar la política: fueron la primera guerrilla en América Latina que disparó más palabras que balas, porque son soldados «para que un día no haya soldados»; en lugar de tratar de tomar el Estado para transformar la sociedad como habían hecho otras guerrillas trataron de forzar al mal gobierno para que «mandara obedeciendo a los de abajo»; frente al narcisismo e individualismo que impulsaban las políticas consumistas neoliberales gritaron «para nosotros nada, para todos todo»; frente a las políticas racistas del estado mexicano mostraron e hicieron visible su invisibilidad con el pasamontañas y le dijeron a la sociedad civil, «detrás de nosotros estamos ustedes»; renovaron el lenguaje y la forma de hacer política, se acercaron a todos los oprimidos -gays, lesbianas, transexuales, estudiantes, trabajadores, mujeres, campesinos, los jodidos, los de abajo-unieron distintas resistencias desde su indigenismo y desde la Lacandona dijeron muchas veces, «en este mundo caben muchos mundos, somos iguales, porque somos diferentes»
Es inevitable escuchar ecos de la Lacandona en los intentos de Tahir por hacer que la democracia sea democrática y no un significante vacío, es inevitable escuchar en el lenguaje no sexista o en el horizontalismo de las decisiones de la Puerta del Sol o de la Plaza Zucotti la misma dignidad rebelde que hizo a los zapatistas decir «ya basta» y es que los primeros indignados no fueron blancos europeos con Facebook y Twiter, fueron hombres y mujeres indígenas que en muchos casos ni siquiera hablaban una de las lenguas imperiales, sus sueños se decían y se dicen en tojolabal, en quiché o en tzotzil. A partir del año 2004 y tras el fiasco de los Acuerdos de San Andrés y otros intentos de negociación con el gobierno mexicano, los zapatistas se replegaron y se dedicaron a desarrollar formas de autonomía política en los «caracoles», como llamaron a estas unidades de autogobierno. Este repliegue y la victoria de los gobiernos bolivarianos en el subcontinente hizo a algunos analistas superficiales, como el filósofo Slavoj Zizek, contraponer el modelo indigenista de la Bolivia de Evo Morales con el de los zapatistas y tildar al subcomandante Marcos de superficial e ingenuo por no decidirse a tomar el Estado en buena lógica leninista. No es este el lugar de entrar en esta discusión, pero sí el sitio de decir que ha llegado la hora de dejar de aplicar plantillas y modelos europeos a una realidad que siempre es mucho más compleja que estos modelos, que en el zapatismo hay no sólo mucho que aprender, sino también mucho futuro.
En Junio del 2005 los Zapatistas sacan a la luz la «Sexta declaración de la Selva Lacandona», al año siguiente y coincidiendo con las elecciones generales del 2006, lanzan «La otra campaña». En línea con el modelo de organización horizontal y apartidista, «La otra campaña» no se proponía ganar las elecciones, sino más bien ser un espejo de ese México invisible que vive abajo y a la izquierda ignorado por el México de arriba y por los gestores del capitalismo. «¡Viva México!» es un documental que se enfoca justamente en una parte importante del viaje que hace Marcos «el delegado Zero» para unir distintas resistencias al modelo capitalista neoliberal a lo largo de todo el territorio mexicano. No obstante, la función del «Delegado Zero» no era imponer el modelo zapatista a otras comunidades en lucha, sino actuar de espejo y amplificador de esas luchas, acumular suficiente fuerza, rabia y conocimiento para no tener que depender del sistema electoral y de los políticos corruptos para hacer justicia. Al nivel más básico, la cámara de Nicolas Défossé no es más que el espejo de ese espejo, el amplificador de ese amplificador que es el «Delegado Zero», para que se escuchen y se vean las luchas y los sueños de ese otro México olvidado y despreciado. Y justamente porque la cámara es amplificador solidario, contenedor de sueños y no deseo fálico de saber patriarcal, la película no recurre a la voz en off ni a la narración omnisciente, no da una interpretación final, pero por supuesto toma partido a través del montaje y sobre todo a través de las voces e imágenes múltiples que conforman esta «anti-road movie» que ya no trata, como en el formato Hollywood, de solucionar una crisis de identidad individual, sino que más bien busca una poética visual colectiva, rebelde y Zapatista.
Tal vez sorprenda a quienes vean el documental que el viaje empiece en Los Ángeles, pareciera como si empezáramos por el final, pero en realidad Défossé no podría haber escogido un mejor comienzo y ello no sólo por hacer un gesto hacia el México que vive del otro lado de la frontera, sino porque la historia que cuenta el documental es la historia de la «acumulación primitiva», la historia de un colonialismo que no deja de reiniciarse con cada ciclo de acumulación de capital. En la historia de la acumulación primitiva, Marx explica como el capitalismo opera despojando a los campesinos de la tierra, cercando las tierras comunes, desposeyendo a los trabajadores de sus medios de producción, «liberándoles» del yugo del feudalismo, para transformarles en trabajadores libres, es decir, en cuerpos cuyo único poder es vender su fuerza de trabajo al mejor postor legalizando así distintas intensidades de explotación que van desde la esclavitud al trabajo asalariado y precario. Aún a riesgo de decir lo más obvio, hay que recordar que la inmigración no es un fenómeno atmosférico, no depende de la ira de los dioses o de la buena o mala fortuna de los migrantes, sino que es el producto de la acumulación primitiva, del despojo colonial. y la explotación. Nadie ejemplifica mejor esta dinámica que un señor que el documental encuentra en un parque de Los Ángeles tocando la guitarra. Tras terminar una de sus canciones el señor explica como llegó al país como parte del Programa Bracero y cuándo le preguntan si viaja de vuelta a México explica que le devolvieron a Tijuana más de 120 veces y siguió volviendo al Norte, porque el coyote y los inmigrantes «ilegales» los creó JFK cuando decidió cerrar la frontera.
La historia de este señor no es en absoluto independiente del resto de las historias que refleja el espejo caminante del «Delegado Zero». Sorprenderá a quiénes vean el documental comprobar hasta que punto la historia del México neoliberal que inauguró la firma de NAFTA es la historia de la intensificación de la acumulación por desposesión, un violento y creciente proceso de saqueo neo-colonial que continúa desplazando a miles de mexicanos que, sin embargo, se resisten a ser simplemente apartados por la mano blanca y criolla del mercado. De este modo, la película muestra, por ejemplo, a un grupo de pobladores pobres en Isla Mujeres, al lado de Cancún, que formaron una comunidad autogestionada y a quienes las autoridades están tratando de desalojar para venderle la tierra a las cadenas hoteleras norteamericanas y españolas, un grupo de pescadores de Nayarit que no pueden seguir subsistiendo a quienes el gobierno quiere desplazar para desarrollar complejos hoteleros, un grupo de vendedoras indígenas ambulantes de Chichén Itzá que el gobierno quiere desplazar para construir un centro comercial, un grupo de ganaderos de Zacatecas que se niegan a instalar más molinos de viento de una empresa española, porque la base de 40 toneladas de cemento seca la tierra y hace su supervivencia imposible, unos campesinos de San Salvador de Atenco que se niegan a vender la tierra para que construyan un aeropuerto. En todos los casos se trata de imponer la ley del dinero sobre los derechos de los pueblos, en todos los casos el turismo se revela como el dispositivo sobre el que operan nuevas formas de dominación y desposesión neo-colonial, como en el caso de Colima donde una erupción del volcán sirvió de pretexto, al más puro estilo de la infame doctrina del shock, para tratar de despojar a la gente de sus tierras.
La racionalización de este despojo pasa, como a menudo menciona Marcos en sus discursos, por la deshumanización del México de abajo. No sólo es que no gobiernen para los de abajo, sino que los consideran feos, sí feos. Por eso, por ejemplo quieren desplazar a las vendedoras indígenas de Chichén Itza, por eso quieren sacar a los puestos del mercado de Texcoco, porque afean el paisaje y no son buenos para el turismo. La cámara de Déffossé responde a esta ignominia con un sonoro ¡Viva México! que a muchos les sonara a anuncio publicitario, pero que en realidad es una rotunda celebración no sólo de los paisajes de México, sino también de la belleza y la dignidad de sus gentes de las y los que resisten abajo y a la izquierda. Visualmente esto se logra con la atención al detalle, la cámara está siempre ahí mirando sin entrometerse, pero captando la belleza de las manos ajadas por el trabajo pero llenas de dignidad de un poblador de Isla Mujeres, el sonido del hielo raspado del heladero, las manos de un grupo de mujeres haciendo tamales, la mirada de una abuela que cuida de sus nietos mientras sus hijos trabajan, esta no es otra película de paisajes y puestas de sol en México, es la película de las imágenes que el turismo neocolonial y las dinámicas de acumulación primitiva tratan de poner entre paréntesis o simplemente desaparecer.
Pero, sin duda, el momento culminante de «¡Viva México!», el lugar donde explotan todas las historias que la película va acumulando son los sucesos de San Salvador de Atenco de mayo del 2006 en el Estado de México. El gobierno local de la municipalidad de Texcoco, del PRD, decide sacar a las vendedoras ambulantes del mercado. El Frente de Pueblos Libres de la vecina localidad de Atenco decide acudir en apoyo de las vendedoras. A partir de ese momento, la película recurre a un montaje dialéctico en el que se superponen las imágenes de Tele Azteca, una cadena originalmente pública y ahora en manos del Grupo Salinas (otra arista más del proceso de despojo y acumulación primitiva), con entrevistas a miembros del Frente de Pueblos Libres y a participantes de las protestas. Las imágenes de Tele Azteca muestran a un grupo de policías corriendo por una carretera acosados por un grupo de manifestantes que les tiran piedras y les persiguen con palos y machetes en ristre. Los presentadores del programa, esas y esos que tan poco se parecen al pueblo mexicano, comentan las imágenes y empiezan a pedir mano dura contra los manifestantes, porque es «una vergüenza ver a la policía correr así». Un par de escenas más tarde aparece una de las imágenes más brutales de la película es el cuerpo muerto de Francisco Javier, un adolescente de 14 años asesinado vilmente por la policía en Atenco. Mientras volvemos a ver las imágenes filmadas desde el helicóptero de Tele Azteca, escuchamos ahora a una mujer explicar que la narrativa de la cadena de televisión excluye un hecho clave: que lo que enardeció a la gente fue justamente que Francisco Javier ya había muerto, que al final la gente no es capaz de aguantar humanamente todo, porque «no tienen atole en las venas, tienen sangre».
Al final los granaderos, haciéndose cargo de la narrativa de Tele Azteca, entran en Atenco y reprimen con premeditación, alevosía e indiscriminadamente a los habitantes de la localidad; el mismo cuerpo represivo cuya disolución pedían los estudiantes en el 68 y por el cuál muchas y muchos fueron masacrados en Tlatelolco. Sin embargo, la película no termina ahí termina con una gran manifestación de apoyo al pueblo de Atenco organizada por «La otra campaña». Después vinieron las acusaciones e incluso los intentos de incriminar a los Zapatistas en esta sangrienta represión. La película termina con unas imágenes del 2002: un líder del Frente de Pueblos Unidos de Atenco habla con un machete en alto de la defensa de la tierra, su hijo lo abraza resguardando la cabeza en su vientre, la última imagen es la cara de este niño llorando de rabia y dignidad con el puño en alto, como todas y todos los demás, y gritando: ¡Zapata vive, la lucha sigue, sigue! ¡Viva México!» En esa imagen de este extraordinario documental está cifrada la esperanza de un pueblo que no se resiste a vivir de rodillas, la historia sigue abierta.
[1] Para Daniela Contreras y Jessica, que nos trajeron un pedazo del zapatismo a San Diego a cambio de nada y para todas y todos los zapatistas de San Diego, por todos los eneros zapatistas que nos han brindado en rebeldía.
Web del documental para más información: http://www.vivamexicofilm.com/esp.html
Luis Martín-Cabrera es Profesor de Literatura y Estudios Culturales en la Universidad de California, San Diego.
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