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Una actitud exótica

Fuentes: La Jiribilla

Nació en Cerdanyola del Vallès, Barcelona, 1965. Periodista y guionista. Desde 1996 practica la crónica en El País Catalunya y, esporádicamente, en El País King Size, diario para el que ha viajado por los cinco continentes. Tiene una antología de textos, publicada en Mondadori (Granfes Hits, 1999). Así, a lo bestia, se podría contestar tranquilamente […]

Nació en Cerdanyola del Vallès, Barcelona, 1965. Periodista y guionista. Desde 1996 practica la crónica en El País Catalunya y, esporádicamente, en El País King Size, diario para el que ha viajado por los cinco continentes. Tiene una antología de textos, publicada en Mondadori (Granfes Hits, 1999).

Así, a lo bestia, se podría contestar tranquilamente a su pregunta que la promoción literaria vive hoy en España su edad de oro. Pura bicoca, no es ese el estado -de salud y mental- de la crítica. Lo que invita a pensar que la promoción tiene mucho que ver con la cultura española, pero no así la crítica, que en la cultura española es un peligro. O incluso, algo peor. Es decir, algo menos épico. Un absurdo, un extranjerismo, una pose innecesaria y que nadie comprende. No se vayan, que me explico, amiguitos.

Durante el franquismo, la cultura española sufrió en el exterior, el exilio y la desconexión respecto al interior. En el interior, a su vez, se sufrió, entre otros absurdos, el exterminio de la tradición exiliada. Con la instauración de la democracia, hubiera parecido razonable que España reinstaurara, también, una normalidad cultural. Una normalidad cultural es difícil tras esos paréntesis dictatoriales tan hispanos y tan nuestros y que duran tanto. No obstante, parece ser que, entre todas las posibilidades de solución al respecto, nuestra sociedad se ha decidido por instaurar una normalidad cultural sustentada en su subnormalidad cultural.

Subnormalidad cultural, trailer: la democracia en España vino fruto no del perdón, la condena o la catarsis del pasado – tres maneras elegantes de tirar para adelante – , sino a partir de la omisión del pasado. En sus momentos genéricos, el pasado era desestabilizante para la democracia española, una democracia en la que participaban todos los grandes responsables del pasado. Cualquier problemática que pudiera plantearse era considerada desestabilizadora. La sociedad española consumió muchos esfuerzos en no crear desestabilización. Uno de los esfuerzos consumidos más llamativos fue, tal vez, la inteligencia. Y eso se traduce en una cultura que no prima la inteligencia, sino la ausencia de conflicto, complaciente, cuyo objetivo no es crear puntos de vista críticos – concebidos como, desestabilizadores – , sino crear puntos de vista amables. O simplemente, no crear puntos de vista.

La cultura española construida desde la Transición es así una cultura nacionalista – defiende los productos nativos por el mero hecho de ser nativos, sin más valor – , castiza – no es exportable; la cultura española se ha especializado en no hablar de sí misma; nuestros principales productos literarios son sentimentales o costumbristas, dos géneros que permiten hablar de la realidad sin ser problemáticos – , muy vinculada al poder – por no ser desestabilizadora, la cultura española y sus profesionales, durante tres días de marzo del año pasado, fue incapaz de decir lo que se decía abiertamente y por escrito en otras culturas europeas: que el Gobierno español mentía – . Por ende, y resumiendo todo lo anterior, la cultura española es, fundamentalmente, acrítica. Y ese es su gran valor. Es más, cualquier objeto cultural que contenga crítica es percibido como no vinculado a esta cultura, como objeto foráneo, fanático, estridente. O rencoroso, por utilizar otro tipo de calidad.

Todos esos valores citados crean un profesional de la cultura – escritor, crítico, periodista o Ministro de Cultura – muy uniforme, que escribe accesos a la realidad y al arte muy parecidos, tal vez con verdadero terror a ser diferentes. Quizás, la única forma de diferenciarse de un intelectual medio frente a otros intelectuales medios es la promoción. Es decir, aparecer en los medios. Lo cual, a su vez, crea un profesional muy complaciente con los medios, y que entiende que su trabajo es publicar en ellos, sin vertebrar ideas. Unos medios que, a su vez, comparten con sus usuarios la cultura no – problemática y no – desestabilizada.

La cultura española, así, no tiene mecanismos para diferenciar lo que es una crítica, un arma de destrucción masiva, o un botijo. Y en la duda, arremete contra los dos primeros conceptos. La cultura española no tiene mecanismos para defenderse del estado y de las empresas culturales, dos cacharros que comparten y vertebran la cultura española, que se confunden con ella, que carecen de control intelectual – un intelectual español, por todo lo dicho anteriormente, carece en su horizonte de la idea de ser problemático ante el estado o su empresa – , y que por eso mismo no son muy poco criticados por el intelectual español.

La problemática que denunció Echevarría en su carta no es, pues, una problemática exótica. Lo único exótico en toda la polémica ha sido la actitud de Echevarría – valiente, individualista, transparente y con un discurso coherente; cuatro exotismos locales – , al darle palabras a las dinámicas cotidianas. También ha sido exótica la respuesta de los principales intelectuales españoles e iberoamericanos, o latinoamericanos, o como diablos se diga, tan confundidos en ocasiones con la cultura española que hay días enteros en los que crees que comparten los mismos mecanismos acríticos. Y, por último, han sido exótica las críticas a la cultura española que han nacido, implícitamente, si bien no explícitamente, con tanto exotismo. Por primera vez, en los veintipicos años que llevamos con el mismo modelo cultural.

No obstante, lo exótico es lo contrario de lo típico. Tanto exotismo es muy poco para que cambie la dinámica acrítica de la cultura española. La única gran cultura europea que puede vivir – o morir lentamente – , no ya sin crítica especializada – de la que Ignacio era un/el puntal – , sino sin crítica a secas. De hecho, en lo que es una orientación de la cultura en la que vivimos, la polémica suscitada por Ignacio ha sido utilizada como arma arrojadiza de unos grupos de comunicación frente a otros. Medios diferentes, pero que comparten una misma idea estabilizadora de cultura española, y que han españolizado y tipificado la polémica exótica, utilizándola en guerras y pataletas de grupos de comunicación y de empresas culturales – quizás la única beligerancia cultural posible en España – . Ignacio ha sido el primero en dibujar con su cuerpo los límites de la cultura española – sus posibilidades críticas, sus vinculaciones económicas, su carácter de pequeña cultura mundial – . Será curioso saber si Ignacio, el hombre que se rió de la cultura española, volverá a trabajar en un medio español. Es decir, en la cultura española.