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Reseña del libro de César Roa "La República de Weimar. Manual para destruir una democracia"

Una guía para entender la «desdemocratización» contemporánea

Fuentes: Rebelión

«El pasado deja huellas por todos los rincones del presente», dice César Roa en la introducción de su libro. Sin embargo, recoger esas huellas no es suficiente, es necesario saber interpretarlas y querer hacerlo, sentir la necesidad de extraer las enseñanzas imprescindibles para construir un futuro mejor, plantearse además, la urgencia de ese futuro mejor. […]

«El pasado deja huellas por todos los rincones del presente», dice César Roa en la introducción de su libro. Sin embargo, recoger esas huellas no es suficiente, es necesario saber interpretarlas y querer hacerlo, sentir la necesidad de extraer las enseñanzas imprescindibles para construir un futuro mejor, plantearse además, la urgencia de ese futuro mejor. Aquí radica la importancia de La república de Weimar. Manual para destruir una democracia. No trata el texto de establecer paralelismos o simples analogías, más bien se rescata la tradición de la sociología clásica comprensiva (M. Weber, G. Simmel, K. Marx…): estudiar y conocer para comprender y transformar. Es el presente, el momento que vivimos aquí y ahora, el que mueve este trabajo de investigación histórica, y es la urgencia de las fuerzas desatadas contra la democracia, contra el Estado de Derecho, aquí y ahora, la que nos urge a estudiar el periodo de entreguerras en Europa.

Este libro no es un texto de coyuntura ni un ejercicio de erudición, es el resultado de una necesidad sentida por el autor y transmitida de forma clara, rotunda y brillante ¿Por qué elegir la República de Weimar? Sin duda un acierto, porque son los periodos de crisis en los que el teatro de la vida queda iluminado plenamente -vemos el proscenio, el foso, el escenario, la tramoya, los bastidores..- todas las contradicciones se evidencian casi de forma simultánea porque se extreman, se rompe el consenso que regula la pacífica sociabilidad del orden -impuesto o autoimpuesto-. Es en estos momentos cuando el poder aparece evidenciado, despojado de cualquier pretexto, de cualquier justificación. Las crisis, dirá Gramsci, son esos periodos en los que lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no acaba de morir. Entre lo viejo y lo nuevo, diríamos nosotros, surge ese instante en el que lo probable puede llegar a no serlo, y lo posible, puede llegar a ser. Durante la República de Weimar, la democracia surgió como una posibilidad en Alemania plasmada en su novedosa Constitución que, como señala César, junto con la mexicana de 1917 y la soviética de 1924 «reconoce que el hombre tiene unas necesidades sociales, que están más allá de la responsabilidad personal del individuo».  Esa constitución contenía tanto elementos progresistas como autoritarios porque fue el resultado de las contradicciones de una época en la que las fuerzas revolucionarias estuvieron a punto de hacerse con el poder, pero fue un momento también en donde las fuerzas más reaccionarias encontraron aliento en un régimen temeroso de perderlo todo si no hacía concesiones.

La paradoja que nos plantea la República de Weimar la enuncia César como la contraposición entre la modernidad política y la modernidad económica. Se nos ocurre que el lector puede fácilmente ir un paso más allá e interpretarla como democracia versus capitalismo, o hacerse una doble pregunta ¿Es compatible la democracia con el capitalismo? ¿Qué relación existe entre fascismo y capitalismo? De hecho algunos autores alemanes de la época ya lo plantearon en esos términos (R. Luxemburg, K. Liebknecht, A. Rosenberg, H. Marcuse, A. Thalheimer…) Dice C. Roa: «Por una parte, desde un punto de vista político, modernidad implica reconocer que la soberanía emana del pueblo y que el poder sólo puede ser ejercido por la nación y sus legítimos representantes. […] Por otra parte, desde un punto de vista económico, modernidad significa división del trabajo, aplicación de la tecnología al proceso productivo y racionalidad instrumental. Por racionalidad instrumental se entiende la utilización eficiente de los recursos disponibles para alcanzar un objetivo. Dado un fin, las distintas alternativas que se presentan para realizarlo deben ser evaluadas con criterios técnicos y, acto seguido, seleccionar aquella que mejor emplea unos recursos escasos». De esta forma nos pone sobre la mesa las cartas que estaban en juego: la sociedad alemana como un proyecto democrático gobernado por la voluntad de los hombres (la política), o una sociedad sometida a las leyes inmutables de naturaleza económica (las leyes del mercado); es decir, un proyecto democrático o un proyecto autoritario.

Los capítulos dos y tres del libro tienen una importante carga histórica concreta, en ellos se detallan los acontecimientos que ilustran la contradicción en la que se debatía el gobierno alemán: o se resolvían los problemas sociales -unos derivados de la guerra, otros de la crisis económica, otros de la propia explotación productiva-, o se doblegaba a las masas de obreros y campesinos a los dictados económicos, es decir, o se les convencía o se les vencía. El teórico C. Schmitt desgranaba esta situación del parlamento alemán en varias de sus obras demostrando la imposibilidad de crear mayorías parlamentarias en un contexto en el que la burguesía no contaba con el poder absoluto, la democracia de masas se convertía en un obstáculo para la toma de decisiones de un ejecutivo urgido por salvar la economía [1] .

Si la modernidad -o más bien la burguesía- es la que determina el fin último de una sociedad, este fin no puede ser otro que la economía [2] , todo lo demás, se subordina a ese fin previamente determinado cual destino inmutable. La política se torna técnica, administración y gestión de la economía. «Obviamente, un mundo en el que el dinero se ha convertido en un valor supremo, en el que las relaciones entre personas sólo dependen de los precios de las mercancías, en el que se termina clasificando a las personas en función de la rentabilidad que puedan aportar, no es un mundo humanamente viable. La sociedad burguesa decimonónica lo descubriría muy pronto», dice César al inicio del capítulo cuatro dedicado a la tecnología. En él encontramos una de las claves de su propuesta de análisis: la República de Weimar había nacido de un acto de rebeldía de los marineros en Kiel que se negaban a obedecer órdenes que no les tomaban en cuenta. En este origen está el germen democrático, la posibilidad de que nada quede fuera de la discusión y decisión de los hombres, ni siquiera la economía y mucho menos la tecnología que hace posible esa economía. La discusión sobre la tecnología está plasmada en la Constitución de Weimar en donde, según César, encontramos «uno de los esfuerzos más ambiciosos por controlar y humanizar un desarrollo tecnológico que, de otro modo, podría descarrilar en catástrofes aterradoras». Estos aspectos sociales de la Constitución de Weimar la hicieron tremendamente avanzada para la época e implicaban un embridamiento necesario de las fuerzas tecnológicas que surgieron al servicio de la economía y de la guerra.

No hay que olvidar que la economía se presenta al hombre, ya en el siglo XVIIII – B. Mandeville (La fábula de las abejas) A. Smith (Teoría de los sentimientos morales), François Quesnay (Cuadro económico)-, como una ciencia exacta, siguiendo el modelo newtoniano de finales del XVII [3] . De lo que tratará la nueva ciencia económica es de descubrir las leyes universales que regulan las relaciones humanas y ofrecer a la política los modelos que ha de seguir (imponer). Podemos decir que una nueva teología sustituye a la teología medieval adoptando una forma secularizada, en ella el hombre está sometido a su propia naturaleza (regida por el deseo), sometido a unas leyes naturales de las que no podrá zafarse. La economía deviene destino de la humanidad. La libertad es la libertad de seguir los propios dictados de la naturaleza humana, una naturaleza económica por lo demás. Si la ciencia social se reduce a la exactitud, la función de los economistas y los políticos, dado que son gestores será sustituir el mundo natural, la realidad social, por su representación racional. Este contexto ideológico, el del liberalismo, es el que nos permite entender los esfuerzos del gobierno de Weimar y su funcionariado por amoldar una realidad social que entraba en contradicción con estos postulados. Guiados por los modelos económicos construidos para servir a un único fin (la economía) la República de Weimar colapsó.

El profesor Andrés Bilbao decía que los modelos económicos no expresan la realidad social sino que son modelos de disciplinamiento social. El mercado como principio de organización social no puede ser otra cosa que un sistema totalitario, y no puede sino entrar en conflicto con el sistema político cuando éste está ocupado por fuerzas democráticas. Por eso, cuando Cesar Roa nos documenta el colapso de la República de Weimar, que sitúa entre 1930-1932, se ve obligado a hablarnos de las difíciles relaciones entre la economía y la política, entre un legislativo que representa la soberanía popular constantemente en conflicto con un ejecutivo dispuesto a hacer cumplir las leyes de la economía y someter al parlamento.

El libro se cierra con el capítulo titulado «La decorosa destrucción de la democracia y la concepción de la política como espectáculo», se trata de una síntesis brillante del mundo político contemporáneo que el nazismo ayudó a construir. Es fácil reconocer en sus páginas las analogías con el mundo presente: unos sistemas políticos donde puede convivir el parlamento y el sufragio universal con el dominio del capital.

La destrucción de la democracia que subyacía en la República de Weimar fue una lucha a muerte en la que las fuerzas revolucionarias fueron derrotadas. Mientras duró, hasta el ascenso del nazismo, estas fuerzas fueron capaces de descubrir una segunda paradoja de la modernidad, lo que al principio hemos llamado la contradicción irreconciliable entre democracia y capitalismo.

De esa primera paradoja que nos planteaba César entre modernidad política -el pueblo es el soberano- y económica -sociedad regida por leyes que se escapan al soberano-, surge, me parece, una segunda contradicción en el principio de soberanía: ¿Dónde reside el poder supremo? El soberano es aquel que decide el estado de excepción, nos decía C. Schmitt, el que tiene el poder absoluto. Si el soberano es el pueblo, y esto ha de ser así en un sistema democrático, es el pueblo quien define los fines que guían la política, es el que tiene la última palabra pues nada escapa al poder del soberano. Pero si es la burguesía y sus instituciones quienes delimitan cuál es el fin último hacia el que dirigir la sociedad ¿Entonces? ¿Es realmente soberano el pueblo?

El fascismo, considerando el fascismo como un movimiento político general del siglo XX que adoptó particularidades en Italia y en Alemania en un momento histórico concreto, fue un fenómeno profundamente arraigado en los caracteres fundamentales de la época; fue continuador e impulsor de esa tendencia autoritaria que describe César en la república de Weimar -expresada en el artículo 48 de la Constitución-, fue el fundamento último del sistema político del Antiguo Régimen, y de su principio de soberanía – el monárquico autoritario- que no había desaparecido a pesar de la ilustración y las revoluciones burguesas. Junto a este movimiento político continuador del absolutismo, la democracia y el socialismo fueron corrientes ideológicas también presentes en esa época y propulsadas por la ruptura político-ideológica que supuso la ilustración. Según Reinhard Kühnl «la ilustración había destruido el fundamento de la legitimidad del Estado medieval, la creencia en que la autoridad estatal tenía derecho a actuar por encargo y en nombre de Dios. El Estado era considerado ahora como institución humana que debía su legitimidad a la voluntad del pueblo y que, por lo tanto debía procurar a éste un bienestar terreno» [4]  Las revoluciones burguesas tuvieron que romper con los principios de legitimidad precedentes apelando a los valores de libertad, igualdad y fraternidad. La fuerza de estos principios -y la guerra-, desplazaron la fuente de la soberanía: de Dios a la razón, del monarca al pueblo.

En el periodo de entreguerras, Alemania fue presa de esos mismos demonios democráticos que ahora venían de la mano de las revoluciones socialistas que habían fecundado la República de Weimar. El Parlamento alemán de ese momento era un reflejo de las fuerzas en pugna. Estaba claro que un parlamento democrático chocaba con los requerimientos de la economía. Si previamente las masas no han sido disciplinadas, -bien mediante la guerra, bien mediante el convencimiento [5] – y en el parlamento no se consiguen las mayorías necesarias para gobernar, entonces el Parlamento se convierte en un obstáculo. «El respeto escrupuloso de las reglas abstractas de un mercado puro terminará chocando con la voluntad popular» recoge César del análisis de F. Hayek (no sus propuestas) en el que se señala que «los Parlamentos democráticos son un riesgo para el orden económico», de modo que los defensores del mercado y de la propiedad tienen que edificar una serie de defensas que limiten las iniciativas de los legisladores. Quizá resulte arriesgado plantearlo así pero, de nuevo, las semejanzas con la actualidad son más que evidentes en esta subordinación de los parlamentos nacionales a los mercados y las instituciones internacionales que les representan.

En la República de Weimar las tensiones sociales que se trasladaban al sistema jurídico-político hicieron que se acabara identificando al Parlamento como «el origen de tensiones que ponían en riesgo los cimientos del sistema económico». La economía, el capitalismo, necesita de un andamiaje jurídico-político que lime las resistencias de los pueblos a la explotación. La extracción de plusvalor del hombre libre no sólo se logra con la desposesión y la coacción. Al capitalismo, después del cambio del principio de soberanía, no le han servido las formas tradicionales de ejercicio del poder. Para el clasicista G. Ferrero «una vez que todos los hombres son iguales, no existe ningún otro derecho más necesitado de justificación que el derecho de mandar de unos sobre otros». La justificación del ejercicio del poder, o el deber de la obediencia a la ley, dada una sociedad de iguales, se logra bajo el principio de legitimidad democrática: todos hacemos la ley (a través de nuestros representantes) y libremente aceptamos someternos a ella. Ese principio de soberanía es la base de cualquier sistema realmente democrático. Tanto durante la Primera Guerra Mundial como después de ella en los Estados europeos surgieron movimientos caracterizados por un rechazo a la democracia parlamentaria, al movimiento obrero, a las teorías marxistas, al nacionalismo y al anticapitalismo. La base ideológica del nazismo estaba en estas corrientes pero no pasaban de ser sectas o grupos de desclasados apenas significativos. La crisis del capitalismo tras la guerra es la que alimentaría estas corrientes hasta dotarlas de una base social significativa. El nazismo reclutó a sus miembros entre las clases medias, la pequeña burguesía… cuya base económica estaba amenazada.

Después de leer el texto de César Roa llegamos a la conclusión de que el nazismo no fue el resultado de un exceso de democracia sino todo lo contrario, un proceso de desdemocratización. Podemos decir que por mucho que el nazismo alterara la estructura social y política de la época la contradicción entre producción social y apropiación privada siguió en pie, y que para que esto fuera así había que acabar con el Parlamento y con la Constitución, corazón y cerebro, de todo orden democrático porque tanto el Parlamento como la Constitución alemana se habían convertido en serios obstáculos para el capitalismo. Dicho de otra forma: el nazismo acabó con la democracia alemana porque la expansión económica, las medidas técnicas que era necesario aplicar para el desarrollo del capitalismo, necesitaban acabar con la democracia.

Leída en estas claves, la destrucción de la democracia alemana no vino de la mano del nazismo sino que éste fue su brazo ejecutor. Después de la I Guerra Mundial, los movimientos obreros revolucionarios y el desastre de la guerra, permitieron la democratización de las instituciones públicas pero no se consiguió la democratización de la economía. De modo que podemos interpretar esta época como una guerra entre dos esferas, la política y la económica; en la primera se daba una correlación de fuerzas favorable a las clases populares, en la segunda dominaban los grupos que habían llevado a Alemania a la guerra (los que necesitaban una expansión del capital, es decir, las fuerzas imperialistas)

La economía -el capitalismo-, es por definición dictatorial, no puede ser de otra forma, de modo que hay que excluir de ese ámbito a cualquier sujeto que pueda variar su orientación, no cabe la democracia en el mercado, eso sólo sería posible en el socialismo. En la República de Weimar la línea imaginaria que falsamente divide economía y política perdió sus márgenes, la II Guerra Mundial volvió a restablecerlos.

Hablar de democracia implica pues restaurar la conexión entre el ámbito de la política (donde aparentemente se disputa el poder) y ámbito de la economía, y a la vez, poner en manos del pueblo soberano el máximo poder de decisión: decidir sobre la economía. La batalla alemana la perdió la democracia y la ganó la «democracia capitalista» -diría Harold Laski-. La democracia que surge después de la II Guerra Mundial no es ya la que corresponde a esas fuerzas revolucionarias que entraron en lucha en la República de Weimar. En los sistemas políticos contemporáneos la democracia se nos presenta ya como pura ideología, cobertura frágil pero necesaria para legitimar la reproducción del orden capitalista. Si en algún momento esos genios invisibles reclamaran la adecuación entre ideología y realidad los fantasmas autoritarios emergerán de nuevo.

La fascistización de las democracias parlamentarias de la época, como describió Thalheimer fue gradual. El parlamento no estaba sirviendo para implementar los intereses de la burguesía, se inició la desdemocratización que adoptó diversas formas según la realidad histórica concreta. En Alemania de la época fue el nazismo quien asumió la tarea restaurando el «orden» incluso en contra de algunos sectores de la burguesía, por lo menos en lo que respecta a determinadas libertades y garantías. El nazismo toma el poder para restaurar el control político directo de la burguesía sobre la economía. Además, tomó el poder de forma plena cuando las organizaciones del movimiento obrero, tanto las reformistas como las revolucionarias se habían visto reducidas a la impotencia. Los obreros perdieron confianza en sus organizaciones y perdieron confianza en sí mismos. Para los autores críticos de la época, el autoritarismo que invadía Europa no era la última alternativa del capitalismo, era más bien, «una nueva forma política» que expresaba el poderío del capitalismo tras la aniquilación de las resistencias. Según A. Rosenberg «el fascismo no es más que una forma moderna de la contrarrevolución burguesa capitalista, disfrazada de movimiento popular» [6] .

Hoy en día, somos ya muchos los que presentimos de nuevo la barbarie, este libro de César Roa nos enseña que ese presentimiento tiene fundamento. Sin duda podemos vivir este tiempo de barbarie desde la impotencia, pero también como un tiempo de resistencia. Podemos leer en el presente las huellas del pasado y encontrar la forma de transformarlo.



[1] Ver especialmente los textos de C. Schmitt: Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual, cap. I y apéndice «Disolución del Reichstag (1924); y Legalidad y legitimidad, cap. II

[2] Vamos a utilizar el término economía como sinónimo de capitalismo ya que a partir del XVIII podemos decir que el modo de producción capitalista se ha convertido en hegemónico en toda Europa aunque con sus variantes en términos de composición social, por ejemplo entre Alemania e Italia, y teniendo en cuenta como señala Arthur Rosenberg que aunque de cada 100 alemanes en 1925 sólo unos 28 pertenecían a clases propietarias, unos 72 eran en sentido amplio asalariados y proletarios, pero de estos sólo 32 eran auténticos obreros fabriles; lo que no impide que se pueda hablar del capitalismo como modo de producción dominante ya que cualquiera de las otros modos de producción son subsidiarios o marginales en relación a la economía capitalista.

[3] Quizá no tan casualmente Mandeville y Quesnay eran también médicos además de filósofos y economistas.

[4] R. Kühnl, Liberalismo y fascismo, Fontanella, Barcelona

[5] Es interesante saber la obra del periodista estadounidense W. Lippman, La opinión pública, fue escrita en 1922 tras su experiencia como informador en el I Guerra Mundial, que en esta obra teoriza sobre la relación entre democracia y medios de comunicación de masas y que fue una obra conocida y citada por C. Schmitt en su demoledora crítica del Parlamentarismo alemán.

[6] A. Rosenberg, Democracia y socialismo, Cuadernos de pasado y presente, México, 1981

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.