Encuentro en la hemeroteca un reciente suceso acaecido en Almería, en el que un hombre ha causado la muerte, al parecer, de su pareja sentimental masculina con la que estaba unida por el vínculo matrimonial. Como es natural, cualquiera puede preguntarse si este supuesto integra o no eso que con cansina parsimonia nos señalan a […]
Encuentro en la hemeroteca un reciente suceso acaecido en Almería, en el que un hombre ha causado la muerte, al parecer, de su pareja sentimental masculina con la que estaba unida por el vínculo matrimonial. Como es natural, cualquiera puede preguntarse si este supuesto integra o no eso que con cansina parsimonia nos señalan a todas horas los media como «violencia de género». La respuesta es negativa. Y no dejará de sorprender más aún cuando resulta que, como señala el presidente de la Audiencia Provincial concernida, si la pareja hubiera sido de lesbianas, entonces sí podría incoarse un procedimiento en los recientemente creados ad hoc juzgados de violencia sobre la mujer. De haber sobrevivido, el fallecido varón no habría podido acogerse a las ayudas que ofrece la Ley de Violencia de Género, que únicamente incluye como beneficiarias a las mujeres víctimas de violencia machista.
La paradoja encuentra cierta explicación en una ley, la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, concebida para castigar aquellas conductas que son manifestación de la desigualdad y de relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, según reza su primer artículo.
Es decir, que una ley dirigida en principio a reprimir conductas agresivas derivadas de una construcción cultural machista y por tanto a penar agresiones sustentadas en ideologías de dominación, sin embargo sólo encuentra que pueden ser sujeto activo de estos delitos seres morfológicamente masculinos y, por ende, sólo pueden ser sujetos pasivos seres del correlativo sexo femenino. Es decir, se quiere castigar violencia de género, pero se castiga, de hecho, violencia de sexo.
En consecuencia, y ésta es la primera incongruencia manifiesta de la Ley, dice perseguir comportamientos -machistas- que sólo pueden cometer uno de los sexos -el masculino- sobre una mujer. De ahí que una relación de dominación en una pareja de homosexuales masculinos quede fuera de la Ley o, dicho con otras palabras, los gays no pueden ser machistas. Las lesbianas menos aún, se supone. O sí, pues en este supuesto la Ley sí las integra como sujeto de protección al ser un miembro de la pareja del sexo femenino lo que a su vez significa que pueden tener entre ellas comportamientos machistas o de dominación. ¿En qué quedamos?
Porque es evidente que si hablamos de un comportamiento de dominación y, por ende, adquirido mediante procesos de enculturación, esto puede ser desarrollado por cualquier ser humano en cualquier relación que éste tenga con los demás. El rol posesivo puede ser en efecto implementado por cualquier persona sobre cualquier otra, sin importar el sexo. La educación patriarcal asigna roles a unos y a otras. Es tan ingenuo negarlo que recuerda la candidez del comentario del presidente iraní sobre la ausencia de homosexualidad en su país. O como cuando la reina Victoria de Inglaterra fue advertida de que la ley penal inglesa castigaba tan sólo la homosexualidad masculina y adujo aquella estulta reflexión acerca de que las mujeres «no hacían esas cosas».
En todos estos casos, se entiende, subyace además un concepto de mujer-objeto-sujeto pasivo y menor de edad, incapaz de cometer ciertos actos denominados «abominables»; un ser, en suma, tan sólo digno de protección o mariana devoción. Un ente arcangélico y por tanto inhumano. «Las mujeres no hacen ciertas cosas», cosas malas, se entiende. Las mujeres han sido perseguidas por adúlteras y por prostitutas, pero en muy raras ocasiones por su orientación sexual. Pudiera afirmarse que las lesbianas han sido marginadas por omisión, que es el escalón previo a la represión. A los hombres, sin embargo, se les ha reconocido su homosexualidad, aunque han obtenido a cambio represión.
De ahí que la Ley, en el ámbito penal, al crear ex novo los juzgados de violencia sobre la mujer, entienda que sólo son competentes en aquellos delitos cometidos con violencia o intimidación sobre esposas y mujeres, o sus descendientes. Y ahora se comprende mejor la explicación dada por el Sr. presidente de la Audiencia Provincial almeriense cuando afirma que de haberse tratado de una pareja de lesbianas, la acepción esposa o mujer de una de ellas la hubiera comprendido en su ámbito de aplicación. No sucede lo mismo con el cónyuge masculino fallecido en la pareja de gays objeto de este análisis, y no encuentran especial protección no porque esa muerte no reuniera todos los requisitos, tal vez, de una agresión de violencia de género, sino tan sólo porque ninguno de los cónyuges tiene rasgos femeninos o, si se prefiere, porque ninguno es morfológicamente mujer. Un perfecto desatino.
El segundo grave desacierto de la Ley es que pretende judicializar todo conflicto entre la pareja heterosexual, identificando violencia de género y conflicto, que es funcional en toda relación conyugal, adelantando además en todos los casos una respuesta penal y siempre al sexo masculino. Al homologar graves agresiones con un insulto, un empujón o simples amenazas, y las faltas con los delitos, por ejemplo, mediante una respuesta de privación de libertad en todos los supuestos, confunde la última ratio en que debe basarse un sistema penal -castigar sólo aquellas conductas más graves- con una pretensa e inoportuna pedagogía penal de las relaciones sentimentales. El conflicto, reiteramos, es inherente a la relación humana, pero no todo conflicto debe ser enjuiciado penalmente, so capa de prevenir males mayores, pues con esa inapelable lógica, bastaría con eliminar desde el nacimiento a los varones para evitar así futuras agresiones machistas.
Un desatino más de la era legislativa del señor Zapatero. Este presidente y sus asesores pasarán a la historia, entre otras cosas, por urdir en tiempo récord medidas penales-exprés a problemas de insondable enjundia humana. Basta una noticia de impacto psicológico en el telediario para que se disparen todos los resortes legislativos. Da lo mismo si se trata de inmigrantes con una papelina, quebrantamientos de órdenes de alejamiento incumplidas por la propia víctima o conductores sin carné. ¡Todos a la cárcel!
El problema es que a este paso -ya son 75.000 los presos en el Estado español, la tasa más alta de la Unión Europea para uno de los estados con menor índice de delincuencia-, además de enriquecer a las empresas israelíes de pulseras telemáticas y a las empresas constructoras de penales, se va a obligar a la mitad de la población a vigilar a la otra mitad delincuente. Sabia propuesta, quizá, para entretener al pueblo, ocultándole así la génesis del sistema capitalista como la razón última del preocupante panorama económico que, este sí, asola a las clases populares. Un dirigente que nunca alcanza a resolver los problemas. Sólo los encarcela. El irresuelto conflicto vasco es otro elocuente ejemplo.
Javier Ramos Sánchez es jurista