«Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir.» Robert Walser «Los pájaros visitan al psiquiatra, las estrellas se olvidan de salir, la muerte viaja en ambulancias blancas, pongamos que hablo de Madrid.» Joaquín Sabina El delicioso y sutil arte del paseo, que antaño fuese uno de los rasgos más […]
«Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir.»
Robert Walser«Los pájaros visitan al psiquiatra,
las estrellas se olvidan de salir,
la muerte viaja en ambulancias blancas,
pongamos que hablo de Madrid.»
Joaquín Sabina
El delicioso y sutil arte del paseo, que antaño fuese uno de los rasgos más característicos de la vida madrileña, se ha convertido en el Madrid del siglo XXI en una grotesca odisea. El infortunado Ulises que se aventure a consagrar una tarde a pasear por la ciudad, sin más dirección ni sentido que aquellas que le depare el azar, deberá sortear tantas dificultades como el mítico héroe griego. Madrid ha quedado vedada al paseante por obra y gracia del coche y el cemento, maravillosos adelantos técnicos de nuestra época que ningún alma sensible podrá jamás llegar a comprender. Tenemos ante nosotros la culminación de la Modernidad: la ciudad expropiada al ciudadano. Extraños tiempos…
Quien quiera arriesgarse a deambular por la ciudad ha de hacerlo ateniéndose a las consecuencias, que pueden llegar a ser funestas. Como en la epopeya griega, en Madrid también hay monstruos, como los cíclopes, pero en este caso no tienen un solo ojo sino un único brazo, largo y brutal metálico brazo, y aúllan cortando el paso en la esquina menos esperada. Monstruos necesarios para el progreso, ¿para el progreso de quién?, el de los especuladores, constructores y empresas inmobiliarias, ¡claro! También hay sirenas, pero éstas no seducen con su canto embriagador sino con luces de neón, anuncios de colores y escaparates rebosantes que golpean, tratando de arrastrar al ingenuo paseante hasta el interior del centro comercial, interrumpiendo el paseo, que deberá convertirse en una lucha contra el medio, remando contra la marea de bolsas repletas de cosas, de gente que no busca nada más que consumir para vivir o vivir para consumir, tanto da. Huir de esas plazas convertidas en casi propiedad de grandes almacenes se torna en una imperiosa necesidad, pues en cualquier momento el paseante puede ser fagocitado por puertas automáticas que chillan sus liquidaciones, sus ofertas «de temporada y hasta agotar existencias». La existencia del paseante sí que amenaza con agotarse ante tanto truhán que, no contento con invadir cualquier resquicio de espacio urbano con su publicidad y sus mercancías, anhela privatizar hasta el aire que respiramos. Y no es una idea tonta -aunque tampoco queremos dar ideas, que los empresarios ya van sobrados de ellas-, pues el irrespirable aire contaminado parece un castigo de un dios enfurecido que quiere evitar a toda costa que el paseante disfrute de su vagar sin rumbo. Así que, no nos extrañe ver, tiempo al tiempo, calles cerradas en las que respirar auténtico aire puro. Por una módica cantidad, sus pulmones respiraran aire limpio, mientras los panolis tragan humo en las calles aledañas. El capitalismo elevado a la enésima potencia, ¡así da gusto vivir! Y lo que nos quedará por ver…
A duras penas el Ulises madrileño puede escapar de todos estos peligros, pudiendo además ser retenido en su vagar, pero no por la ninfa Calipso ni dama que se le parezca, sino por uno de esos agentes de movilidad que -paradojas urbanas- más bien parecen empeñados en inmovilizar al paseante. Nada salvará al caminante que, ensimismado en su deambular o huyendo de alguno de los monstruos que pueblan esta ciudad, cruce por lugar indebido para lo que llaman peatones y entorpezca el transitar de los sagrados automóviles, ¡dioses de la Nueva Era!, pues recibirá una severa reprimenda por profanar de tal manera la vía pública. Y pobre de nuestro Ulises si trata de razonar con el agente y apelar a su derecho a la movilidad, la de sus pies se entiende, pues tal vez no sean siete los años que sea retenido, como Odiseo por su ninfa, pero sí lo será durante un buen tiempo, obligado a presentar presto la documentación so pena de acabar en comisaría por burlarse de la autoridad competente, tan seria ella.
Y al expulsado de todas partes, al vagante, ya no le queda ni el consuelo de encontrar un cálido reposo en la morada de Alcínoo. Ya no hay lugar donde recordar sus andanzas, donde escuchar con las mejillas enrojecidas por la suave embriaguez a los rapsodas urbanos, donde reír y donde llorar recordando anécdotas de días más felices. El bar y el café han desaparecido prácticamente de la ciudad, expulsados no se sabe dónde, pues parece que ya sólo hay locales de moda, franquicias americanas y antros horteras abarrotados de gente igualmente hortera y vulgar hasta la saciedad. Lugares donde es imposible conversar sin desgañitarse tratando de elevar la voz por encima del atronador altavoz, pareciera que colocado estratégicamente para impedir el divino acto de la palabra. No pensemos tampoco en disfrutar tranquilamente de un buen whisky irlandés: los ojos semicerrados, saboreándolo lentamente, dejándolo unos segundos en el paladar, pues, cuando estemos a punto de llegar a ese clímax cercano al orgasmo, lo más probable es que sintamos hundirse en nuestras costillas el codo de algún tarugo semibeodo que se empeña en jugar al billar, al futbolín o a los dardos sin importarle en absoluto la integridad física del pobre incauto que se sienta a su lado. Ya no se respeta nada. No nos queda ni el reposo del guerrero en la taberna. ¡Hasta aquí hemos llegado!
Derrotado. Será mejor regresar a casa, piensa el paseante. Pero la llegada a Ítaca todavía se alargará por algún tiempo. Nuestro Odiseo esperará, con una paciencia que se irá perdiendo conforme pasen los minutos, el transporte que le devolverá, hastiado, cansado y cabreado, a su casa. Cuando llegue el vagón de carga de ganado que le llevará hasta su morada, se acomodará -es un decir- como buenamente pueda, tratando de no aplastar ni ser aplastado. Y partirá al fin, con lágrimas asomando a las mejillas al ver en lo que se ha convertido esta ciudad, pese a todo amada, dejando atrás el centro urbano rumbo a su isla del extrarradio, donde podrá descansar de su triste odisea, junto a su dulce Penélope a la que, al traspasar el umbral besará apesadumbrado, dirigiéndose, sin cenar siquiera, hasta la cama, durmiéndose maldiciendo, no a los dioses, sino a alcaldes, ingenieros, técnicos, arquitectos y empresarios que han destruido su ciudad, volviéndola irreconocible y acabando con la posibilidad de disfrutar de un agradable, tranquilo y jubiloso paseo.
Y Penélope pensará que su haragán Ulises ya vuelve de una de sus tardes de frívolo vagabundeo, pero lo que no sabe es que ésta será la última, porque han asesinado la ciudad que amaba, porque le han arrancado un pedazo de su alma y Ulises ya no navegará más, se morirá de viejo en su cama, sin volver a vagar a la deriva por las calles de esta ciudad malquerida. Se muere el último de una estirpe: adiós al último flâneur…