El Gobierno de Gabriel Boric prefirió utilizar la figura de “Estado de excepción”, en versión “acotada”, para nombrar la actual militarización del Wallmapu.
Tal opción fue hecha en lugar de tomar decisiones políticas claras y fundamentales que vayan en el sentido de dar pasos seguros para resolver el conflicto histórico entre el Estado de Chile y el pueblo-nación mapuche. Esta medida instrumental, que aparenta ser propia del Estado de Derecho occidental, se inscribe en las prerrogativas y vestigios del poder del Estado colonial chileno. Y es una evidencia que este tipo de política continuista provoca un sentimiento de decepción en amplios sectores del pueblo mapuche que miraban con cierta esperanza este Gobierno de nuevo signo, es decir de las “fuerzas transformadoras” según la narrativa oficial. Será la generación joven mapuche la más defraudada. La desconfianza en la casta política de “izquierda”, en este caso, no se transforma en apatía política, sino que fortalece la actitud de lucha y resistencia de un pueblo-nación cuyas raíces profundas desarrollan rizomas con sabia joven.
Toda “realidad” (que no se da nunca al estado puro y “objetiva”) es captada a través de las representaciones mentales (ideas, categorías del pensamiento) que se forjan los individuos, las etnias, los grupos y las clases sociales en un contexto social e histórico determinado; pues nunca la realidad se presenta bajo el mismo aspecto para todes, menos para las y los actores sociales y políticos inmersos en relaciones conflictivas. Esta vez un porfiado hecho vuelve a presentarse como verdadero a la inteligencia del actor con razones históricas para luchar: que los gobiernos cambian de signo, pero la política de Estado, fundada en la amenaza represiva y en la noción de “orden y seguridad”, según las representaciones ideológicas de las viejas oligarquías propietarias y del reciente Gobierno de Piñera, sigue marcando la pauta de conducta de un gobierno de las izquierdas en versión FA/PC y ex concertacionistas.
Así es como una política continuista, una mala política de Estado, que no osa tomar las medidas racionales que se imponen, contribuye a mantener el conflicto, a generar desorden, a acarrear agua para el molino de las derechas, y a defraudar no solo al pueblo mapuche, sino que a una mayoría de chilenos y chilenas que apoyan la causa mapuche. Lorena Pizarro, diputada del PC, expresó claramente el sentimiento de impotencia que aqueja a los sectores gobiernistas: “me preocupa que este estado de excepción acotado afecte y dañe a las comunidades mapuches o a la población civil que vive en estos lugares y que finalmente esto termine con una víctima, como lo hemos visto en el Wallmapu”.
Y, sin embargo, las cosas están claras desde hace tiempo para amplios sectores vinculados con la causa mapuche. El problema fundamental, la piedra de tope, ha sido claramente explicitado por los líderes, intelectuales y políticos mapuche: el corazón del conflicto lo constituyen las grandes compañías propietarias de inmensas extensiones forestales; el poder económico y derecho de propiedad excesivo se concentran en territorio ancestral del pueblo mapuche. Es el poder devastador de la industria forestal, depredadora por definición en tiempos de catástrofe climática global, que se revela anacrónico. Aún más si consideramos que la plurinacionalidad ha devenido un principio constitucional del Estado chileno gracias a las luchas de los pueblos de Chile por imponer tal principio. Hecho político-jurídico-constitucional que no es un regalo de la astucia de los y las convencionales.
La evidencia histórica del problema es manifiesta. Se trata de la confrontación entre el modo de producción capitalista occidental y la cosmovisión mapuche, pues ésta percibe una tierra herida en lo más profundo de su ser allí donde la casta política gobernante prefiere ignorar que las compañías forestales son el factor disruptivo y determinante del problema. Esta ceguera programática-ideológica devela las limitaciones del gobierno en el plano de las opciones políticas y explica los elementos de lenguaje confusos y erráticos de la narrativa de los cuadros políticos instalados en los ministerios por el pacto FA/PC/concertacionistas.
En efecto, la propiedad de la tierra y la forma de explotación capitalista depredadora intensiva/extensiva no se cuestionan en este Gobierno donde prima la visión de las socialdemocracias occidentales neoliberalizadas. Pues no basta con decir que “habrá platas para comprar tierras” o un nuevo Ministerio de Pueblos Indígenas para resolver un problema declarado como de origen histórico por el mismo Boric cuando era diputado. Hay una similitud en la percepción de los problemas políticos entre el gobierno de la Nueva Mayoría y el actual. Esto pone de relieve las afinidades electivas (*) entre los cuadros políticos del gobierno de Gabriel Boric y la casta del Partido Socialista que hoy vuelve con bombos y platillos al ejercicio del poder. Es imposible pedirle al pueblo mapuche que lucha que olvide que durante el gobierno de Bachelet II y de la Nueva Mayoría (Concertación+PC) fueron cuadros socialistas los que manejaron la siniestra Operación Huracán.
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(*) Michael Löwy sostiene que el concepto fue utilizado por Max Weber en su libro La Ética Protestante. El prolífico sociólogo franco-brasileño lo define así a partir de la obra de Weber: “La afinidad electiva es el proceso por el que dos formas culturales -religiosas, intelectuales, políticas o económicas- entran, sobre la base de ciertas analogías significativas, parentescos íntimos o afinidades de sentido, en una relación de atracción e influencia recíprocas, de elección mutua, de convergencia activa y de fortalecimiento mutuo.”
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