La Cumbre de Río tuvo un cierre inesperado: minutos antes, Alvaro Uribe, cruzaba todo el recinto para intentar abrazar a un más que digno presidente Rafael Correa, quien presionado por el marco de hipocresía generalizada instalada en el salón cedió al impulso y saludó al agresor de su pueblo y al asesino del Comandante Raúl […]
La Cumbre de Río tuvo un cierre inesperado: minutos antes, Alvaro Uribe, cruzaba todo el recinto para intentar abrazar a un más que digno presidente Rafael Correa, quien presionado por el marco de hipocresía generalizada instalada en el salón cedió al impulso y saludó al agresor de su pueblo y al asesino del Comandante Raúl Reyes y una veintena de sus acompañantes. Luego, Uribe repetiría el show con el Comandante Hugo Chávez y finalmente terminó el periplo, con un apretón de manos con el presidente Daniel Ortega.
¿Qué había sucedido? ¿Qué provocó la instalación de este sorpresivo escenario, luego de que durante toda la sesión de la Cumbre, Uribe, con tono entre histérico y amonestador había defendido a capa y espada su idea de aplicar el Terrorismo de Estado a quienes se le oponen?
Muy simple. Triunfaba una forma singular de entender la «política», o mejor dicho, la necesidad de «unir» ficticiamente lo que en el día a día es cuestionado por una realidad que estos mandatarios (la mayoría de quienes sonreían y festejaban el show) parecen no observar ni tener en cuenta.
Después de cada una de las excelentes exposiciones por parte del presidente Correa, de Ortega, Chávez y Evo Morales (para citar a quienes más enjundia pusieron a la hora de caracterizar al presidente colombiano como «mentiroso», «falaz» y terrorista de Estado), Uribe no sólo no retrocedió en su discurso guerrerista sino que en algún momento llegó a perder los papeles y respondió con chicanas macartistas a los dichos del mandatario de Ecuador. Sabedor de que su rol en dicha Cumbre era la de jugar la partida que le marcaban desde Washington, procedió en todo momento con una impunidad irritante: una y otra vez defendió su proceder y el de sus mandos militares al invadir territorio del país vecino, señaló a las FARC como «terroristas ligados al narcotráfico» y definió a los guerrilleros asesinados como «tenebrosos delincuentes y criminales».
Cada una de sus tramposas actitudes y de sus amenazantes palabras fueron contestados primero por Correa y luego por el resto de los mandatarios bolivarianos.
Entonces, todo indicaba que Uribe debía ser duramente condenado y castigado, avanzando en este terreno con mucha más vehemencia que en la anterior reunión de la OEA, pero por estos extraños caminos por los que transita la mal llamada diplomacia (y algunos dirán con razón, «las políticas de Estado») se terminó montando una escena teatral de acuerdo, con el paramilitar presidente colombiano sonriendo y estrechando manos de quienes hasta ese momento lo habían marcado a fuego.
La reflexión inmediata que surge frente a lo visto es que este tipo de actuaciones en nada contribuyen a la paz entre los pueblos. Son simples y peligrosas postergaciones que desencadenarán nuevos conflictos. Por un lado, porque el árbol no puede ocultar al bosque y en Colombia, existe una dictadura militar que acompaña a un presidente surgido de las entrañas del paramilitarismo y confeso «combatiente del anticomunismo», como lo moldearon sus patrones del Pentágono y el Plan Patriota.
El mandatario colombiano siguió al pie de la letra un argumento belicista y logró finalmente imponerlo. Si bien se condenó la idea de que un país no puede bombardear a otro bajo ninguna circunstancia, de ninguna manera se sancionó al agresor con la contundencia que correspondía. Eso es lo que manifestó Rafael Correa cuando después de que Uribe le estrechara la mano, optó por darle la espalda y luego, al hablar y conceder con rostro crispado que aceptaba la salida impuesta por sus colegas (sobre todo, la del presidente de la sesión, el dominicano Leonel Fernández, que parafraseando a la Madre Teresa de Calcuta, instaba desde el púlpito a todos los enfrentados a que se abrazaran), volvió a señalar que si bien como presidente de Ecuador aceptaba la propuesta conciliadora, como hombre comprometido con la causa popular iba a defender «a muerte» su idea de que lo que se había cometido era una masacre y la artera invasión del territorio de su país. Más aún, dirigiéndose a la presidenta, Cristina Kirchner, expresó: «Yo estoy seguro que si hubieran bombardeado Argentina, usted hubiera reaccionado con más vehemencia que yo». Se refería a una alocución poco feliz de la mandataria argentina quien había llamado también a que las partes enfrentadas bajaran su agresividad y consideró -en un arrebato represivo disfrazado de garantismo- que «Colombia tiene derecho a combatir a las FARC pero desde la legalidad».
En el final, entre sonrisas no convincentes, manos estrechadas, algunos abrazos poco sinceros, aplausos de la claque de presidentes y gestos frívolos por doquier, Uribe parecía un ángel caído del cielo y ora se reconciliaba con Chávez, prometiendo no enviarlo a la Corte Internacional, ora recibía complacido la decisión de Ortega de reiniciar las relaciones diplomáticas rotas 24 horas antes, prometiendo aceptar lo que el Tribunal de La Haya disponga sobre el conflicto limítrofe entre Colombia y Nicaragua.
Es inevitable el mal sabor de boca para quienes no comulgamos con este tipo de intransitables caminos del todo vale para salvar las apariencias. Pero sobre todo, para la memoria de gente como los cientos de sindicalistas y campesinos colombianos asesinados por el fascismo militar y paramilitar, o el comandante Raúl Reyes y sus compañeros caídos bajo las balas y las bombas del asesino Uribe por ser consecuentes con «otra forma» de hacer política, mucho más diáfana y menos especulativa que la que se pudo ver en la Cumbre de la República Dominicana, la nación de patriotas transparentes como Juan Bosch y el coronel Francisco Caamaño Deñó, uno destituído y el otro asesinado por ser revolucionarios consecuentes.