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Una vela a dos yardas, si acaso

Fuentes: Insurgente

Frecuentemente, figuras de relieve social, político, y organismos internacionales entonan un cántico no atendido por todos: como vela oscura en transparente mañana marinera, se avizora una gran crisis mundial del agua, si no se aplican urgentes medidas para evitar el despilfarro, la mala gestión, las sequías y otros efectos de unos cambios climáticos que incluyen […]

Frecuentemente, figuras de relieve social, político, y organismos internacionales entonan un cántico no atendido por todos: como vela oscura en transparente mañana marinera, se avizora una gran crisis mundial del agua, si no se aplican urgentes medidas para evitar el despilfarro, la mala gestión, las sequías y otros efectos de unos cambios climáticos que incluyen el derretimiento de esas importantes reservas del líquido que son los glaciares.

En principio, este comentarista coincide con la aseveración de catástrofe, solo que para él esta representa ya una realidad. Porque ¿qué otra cosa podría ser el hecho de que, de los seis mil millones de terráqueos, mil 200 millones no tengan acceso a una cantidad suficiente para satisfacer sus necesidades básicas a un precio acorde con sus posibilidades financieras?

A los pacientes, dediquemos un ringlero de datos espeluznantes y más precisos, como pruebas del aserto: uno de cada cinco habitantes del planeta carece de fuentes potables, el 40 por ciento de la población mundial no dispone de sistemas básicos de saneamiento. Un sólido pronóstico: alrededor del año 2025, mil 800 millones de personas vivirán en países o regiones con total falta de agua, y dos de cada tres sufrirán su escasez.

Ahora, junto con los problemas de acceso se da uno de mala calidad, lo cual se traduce en la presencia de disímiles padecimientos. Por ejemplo, en 2002 las enfermedades diarreicas y otras de similar índole acabaron con la vida de tres millones cien mil seres, el 90 por ciento de ellos menores de cinco años. Y las Naciones Unidas se esmeran en los detalles: los mil cien millones de personas que carecen de agua potable y los dos mil 600 millones que no poseen instalaciones sanitarias básicas están en la zonas más pobres del mundo…

Alto aquí. Como al desgaire, hemos llegado a un punto en que se precisa un enfoque un tanto más ahondador que el excelente en cuanto a capacidad descriptiva que se ha gastado el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon: «Los recursos disponibles están sobreexplotados por el gran aumento poblacional, un tipo de consumo no sustentable, mala administración, contaminación, inversiones inadecuadas en infraestructura y poca eficiencia en el uso del agua».

Sí, ello es verdad, como verdad resulta el hecho de que «la carencia de servicios básicos se debe regularmente a un mal manejo, corrupción, falta de instituciones apropiadas, inercias burocráticas, déficit de nuevas inversiones en la creación de capacidades humanas y a la escasez de infraestructuras físicas». Pero, incluso en el caso de que se lograra una recabada convención internacional sobre el tema, que definiría un nuevo marco institucional planetario, considerando el del agua un derecho humano fundamental y protegiendo las reservas y su carácter de bien público, solo una consensual, explayada comprensión de la causa socioeconómica de la crisis serviría de pórtico, de premisa para prevenir el entuerto, o deshacerlo.

Nada, que quedaría en la epidermis del problema quien llegara hasta la convicción de que los recursos hídricos del mundo están mal gestionados, por corrupción en los gobiernos y leyes deficientes, lo que impide su distribución equitativa, sin reparar en que el líquido se ha convertido en una importante fuente de ingresos para las transnacionales, por obra y gracia de un capitalismo que actualmente se entrega en su vertiente neoliberal.

Tal aseveran estudiosos de tino, la fiebre privatizadora de los ochenta y los noventa del pasado siglo se extendió, con delectación evidente, hasta las empresas estatales de distribución, con el pretendido propósito de que la tan ponderada iniciativa privada resolviera el asunto de la precariedad como por arte de birlibirloque. Recordemos con el colega Itsván Ojeda Bello (sitio web Rebelión) que, ante el fracaso, hasta la cautelosa ONU se vio obligada a criticar el sector capitalista. No faltaba más. Si en los noventa la inversión de las grandes empresas tocaba la cifra alta de 25 mil millones de dólares en países en desarrollo (sobre todo en Asia y América Latina), en los últimos años muchas han empezado a retirarse o reducir sus actividades, dizque por los riesgos políticos y financieros, lo que redunda en un mayor perjuicio para los pobres.

Claro, apuntemos que, tras las inversiones iniciales de la privatización, los consorcios no se mostraron muy interesados en ampliar los servicios hacia los sectores de la periferia con mucho menos ingresos que las áreas habitadas por la población más rica. Como mediante la venta del producto embotellado y el prepago del servicio con tarjetas plásticas, entre otros negocios, las transnacionales han recuperado sus inversiones iniciales y obtienen ganancias millonarias, no están moviendo un dedo en el mejoramiento de los sistemas de distribución. Hecho que se suma de manera decisiva a las causas de una crisis que algunos creen futura, y otros una realidad para cuya aprehensión no hacen falta precisamente una vista tan aguda, una vela negra o una traslúcida mañana marinera.