Ha quedado ya clara a estas alturas del espectáculo la superación del bipartidismo tradicional en la política parlamentaria española por algo que se asemeja más a una dualidad de bloques, en donde un PSOE venido a menos tiene que convivir con el conjunto de partidos situados a la izquierda del espectro político parlamentario para salir adelante.
Es en esta correlación de fuerzas en donde las bases de Unidas Podemos decidieron en su momento apoyar la línea a seguir trazada por sus dirigentes, los cuales consiguieron de esta manera entrar de la mano del PSOE en la iglesia del Gobierno y darse el “sí quiero” frente al altar de la socialdemocracia. Una boda por todo lo alto que suponía compartir un Gobierno de coalición con esos que hasta hace bien poco representaban a “la casta” pero que ahora -suavizados todos los discursos- han pasado a ser unos leales compañeros de viaje.
No dudo que, en contraposición a las fanfarrias que anunciaban una vicepresidencia y tres ministerios, haya habido votantes de Unidas Podemos que en este trance hayan tenido que hacer de tripas corazón para, no sé si llegar a apoyar pero sí al menos a no criticar, este matrimonio con el PSOE. La realidad es que las críticas desde la izquierda a este pacto han sido -salvo honrosas excepciones- prácticamente inexistentes. Todo atisbo de crítica ha sido sacrificado en aras de un interés superior que bien puede resumirse en pocas palabras: llegar al poder y tratar de cambiar desde ahí la vida de la gente.
Hasta aquí podría estar todo en orden si este santo matrimonio estuviera sirviendo realmente para brindarnos un horizonte de cambios reales en este paisaje desolador que nos rodea, pero resulta que en lugar de eso, ahora lo que se nos pide es que no apuntemos tan alto y que nos conformemos con que al menos la gestión de este desaguisado pandémico precolapsista no la esté llevando a cabo la derecha. Que no nos quejemos tanto y que dejemos de hacer el juego a esos que desde sus pesebres mediáticos echan pestes por la boca contra todo lo que se aleja de su pensamiento único.
En definitiva, la ausencia de una masa crítica desde la izquierda en el panorama político actual de nuestra monarquía parlamentaria es manifiesta. El hecho de que, por ejemplo, no haya habido críticas a que el mayor de los logros del Ministro de Consumo en casi un año haya sido que las casas de apuestas dejen de anunciarse en horario infantil, es una buena prueba de ello. O que la también afiliada al Partido Comunista y a su vez Ministra de Trabajo se haya escapado de cualquier tipo de reproche -más allá de los que pueda recibir de la cavernaria derecha mediática- es una realidad que no deja de ser igualmente reveladora, teniendo en cuenta que no ha derogado aún (ni de hecho se lo plantea hacer en el corto plazo) la agresiva reforma laboral del PP, por no hablar de que tampoco ha subido el salario mínimo a los requerimientos europeos que piden que se llegue al 60% del sueldo medio.
¿Y qué es lo que ocurre cuando desde la izquierda institucional se plantea una realidad acrítica en un contexto donde cada vez hay más precariedad, más incertidumbre, más pobreza, más miedo…? Pues algo que parece evidente: llega la ultraderecha y hace valer su discurso identitario para abrirse paso en sectores de la población que -expuestos como están en la jungla neoliberal- se suman al carro de aquellos que quieren dar un puñetazo encima de la mesa para revertir la situación de alguna manera. Tendremos un problema si, como parece, este masivo puñetazo en la mesa solo lo va a poder ofrecer la ultraderecha y si además -como parece igualmente- los nuevos burócratas de la izquierda ayudan involuntariamente en este proceso al quedarse enfrascados en una deriva institucional en la que -por sus condicionantes- se limitan no ya a cambiar realmente el panorama actual con nacionalizaciones y leyes contundentes, sino a hacer políticas que en poco o en nada difieren de las que pudiera llevar a cabo el PSOE por sí solo.
Con prácticamente la totalidad de las fuerzas volcadas en el frente institucional, la izquierda española tiene olvidadas a todas esas personas a las que espera un futuro de color gris oscuro en el mejor de los casos. Y cuando este número cada vez mayor de personas con problemas se vea abocada a la protesta masiva, resulta que se van a encontrar con que esos que creían que eran “los suyos” van a ser precisamente los que les harán llegar a los antidisturbios para reprimirlos y acallarlos. Más allá de lo que representan los CDR en Cataluña, no parece que haya una alternativa construida y trabajada desde la izquierda que sirva para canalizar, dar voz, alentar u organizar las futuras protestas y parece que la única esperanza a la que nos quieren abocar consiste en seguir confiando ciegamente en los que -con toda su buena intención pero también con sus egos- decidieron bajar al fango y entrar en la política parlamentaria para hacer virar si acaso unos grados el rumbo del timón socialista.
Llegará el día en que los fuegos que alumbraron las calles de Barcelona hace no tanto, o los asaltos a comercios de grandes corporaciones que vimos hace solo unos meses, volverán a ser noticias recurrentes en los telediarios. Nos guste o no, serán cada vez más sitios donde se produzcan estos estallidos de rebeldía, porque el futuro es negro y porque la gente tiene unos límites que en muchas ocasiones están relacionados con un hambre que tristemente es cada vez más real en muchas familias. Ya está de hecho volviendo a ocurrir en Francia, donde este pasado fin de semana se prendió fuego a la sede de su Banco Central en la plaza de la Bastilla al grito de consignas libertarias. O en Italia hace apenas un mes, donde durante las protestas llevadas a cabo en diversas ciudades se produjeron numerosas expropiaciones en locales comerciales de grandes multinacionales. O en Chile hace menos de un año, en donde tras unas semanas de protestas masivas se logró tumbar una constitución heredada de una dictadura militar que ningún socialdemócrata reformista se atrevió a modificar sustancialmente durante casi cuarenta años de flirteo con el poder institucional (¿nos quiere sonar?).
Con un panorama como el actual, con perspectivas tan lúgubres en el corto plazo como catastróficas lo puedan ser en el largo, el programa neoliberal y el discurso abiertamente fascista de la ultraderecha se abren paso sin problema en las instituciones y en la sociedad. Ante ello ya no hay garantías de que un apoyo a la deriva errante de Unidas Podemos pueda servir de parapeto frente a esta sinrazón, sino más bien de facilitador involuntario de su auge, al ser percibidos cada vez por más gente no ya como alternativa al sistema sino como “casta”. Ya solo nos queda emplazarnos a luchar en las calles para tratar de subvertir con cambios reales el orden establecido, haciendo frente igualmente al fascismo y al gran capital mediante la acción directa y no delegando nuestras esperanzas y nuestro poder en burócratas, ayudándonos en nuestra lucha de organizaciones tan descentralizadas y tan carentes de liderazgos como lo puedan ser la de los “chalecos amarillos” en Francia o la de los CDR catalanes; promoviendo la autogestión de unos espacios de cuidados que faciliten una soberanía popular al modo de los neozapatistas mexicanos; y confiar en que la espontaneidad de las protestas nos lleve a integrar las luchas parciales de cada uno de los grupos afectados por la dramática situación en una única lucha contra el fascismo y contra el gran capital.
O el fuego nos ilumina o vendrán tiempos de oscuridad.