Ajeno a este cansino bucle, o fastidioso «día de la marmota» de la investidura, que estamos viviendo en estos días, pensando en el torrente de opiniones que se vertieron y se siguen vertiendo sobre lo sucedido el 26J tratando de explicar el fracaso de Unidos Podemos en las últimas elecciones generales, lo primero que me […]
Ajeno a este cansino bucle, o fastidioso «día de la marmota» de la investidura, que estamos viviendo en estos días, pensando en el torrente de opiniones que se vertieron y se siguen vertiendo sobre lo sucedido el 26J tratando de explicar el fracaso de Unidos Podemos en las últimas elecciones generales, lo primero que me sorprende es precisamente eso del «tremendo fracaso» de la coalición. ¿Fracaso respecto de qué?, supongo que respecto de las expectativas creadas por los medios y las encuestas dirigidas precisamente a crear esa ilusión; porque no respecto de la realidad real, ni respecto de las previsiones que razonable y lógicamente se podían y se pueden hacer desde esa misma realidad real. Pues si desbaratar el chiringuito bipartidista y nacionalista de derechas (con PNV y la antigua Convergencia), que se había montado y funcionaba desde la Transición y que parecía eterno e inmutable, una organización popular que surge y se articula en un año y pico, sin apelar a crédito bancario ni financiación externa ninguna, sin sedes estables ni propiedades, ni medios afines o instrumentales, salvo los propios de la Red y del boca oreja; si concitar varios millones de votos alrededor de la idea del cambio de sistema político y de la honestidad, y sacudir el tablero político de este país hasta hacerlo irreconocible, contra todos y contra todo, contra todo tipo de marrullerías y de ese descarado juego sucio de sus oponentes de clase, tanto desde los medios, como desde los aparatos políticos; si esto, que es objetivo, observable y cuantificable, es un «tremendo fracaso», lo de Convergencia o lo del PSOE, o lo del PNV o lo de el propio PP, ¿entonces qué es?
Es curioso y muy ilustrativo de cómo funcionan los estados de opinión comprobar cómo, en medio de todo el barullo mediático y opinador que se armó, y que aún colea, muchos de los que clamaban, y aún claman, contra el potencial alucinador de los medios, luego, son víctimas predilectas de la ilusión creada por esos mismos medios; y cómo amigos y colegas que me juraban y perjuraban, poco antes, que no leían El País, ni hacían caso de las encuestas, ni siquiera del Gran Wyoming, a la postre habían creado su visión del mundo real y de las cosas reales a partir justamente de las páginas de El País, de las encuestas y de El Intermedio.
Otra cosa que me sorprendió sobremanera, al analizar los resultados y el efecto demoledor de la abstención «de izquierdas», es que muchos de los que vienen de un fracaso histórico continuo y repetido en el espacio de la representación, elección tras elección, desde el inicio mismo de los procesos electorales de este régimen, repentinamente, consideraban, como para justificar su error, que alcanzar los millones de votos necesarios para gobernar en este país es cuestión de coser y cantar, que concitar la voluntad de al menos ocho o nueve millones de voluntades es algo tan fácil que su voto no debía haber sido en absoluto necesario, ni su abstención tan decisiva.
Igual de sorprendente que la actitud de esas otras «inteligencias de izquierdas» que consideraron, desde el principio, y aún lo consideran, pese a la evidencia, que esos millones de voluntades necesarias para gobernar constituyen un bloque homogéneo y sin fisuras ideológicas, que responden a una única visión del mundo, de la acción política y de gobierno y que, en consecuencia, admitirán sin rechistar un solo, único y monolítico discurso -cuanto más radical mejor, por supuesto-. Demasiado simple, ¿no? Ojalá fuese tan sencillo.
En general, un poderoso espejismo nos desconcertó a muchos y ha confundido hasta el final a una buena parte de los grandes defraudados por estos resultados: esa especie de Fata Morgana que fue aquella aparente «politización de la sociedad» que, tras el 15M, nos ilusionó, en efecto, a tantos, pero que finalmente no ha sido tal, o no ha sido tal y como nosotros esperábamos, como señalaba Pablo Muñoz en su artículo del 8 de mayo de este mismo año, previo al aniversario de aquellos asombrosos días de Sol, y previo, por tanto, a las últimas elecciones, titulado «¿Estamos allí todavía? Sobre la politización de la sociedad (o no)».
Descontemos, pues -espejismos incluidos-, a todos ellos y, con ellos, a esos «profetas del pasado», que siempre los hay en todas partes (los gremios de los economistas, periodistas y «analistas políticos» están llenos de ellos; el amigo Monedero también resultó ser uno de los de «yo ya lo sabía»), pues, en realidad, todos fueron víctimas de la misma ilusión mediática que los demás. Descontemos también a esa estupenda secta de «sabios universitarios de izquierda» metidos y perdidos en sus laberintos y jergas filosófico-sociológicas, habitantes de sus reinos de Lapuda o miembros honoríficos de la Gran Academia de Lagado, en sus extraños mundos de Gulliver; obsesionados con sus significantes llenos o vacíos; sin sospechar, acaso, que tales significantes vacíos, como socialdemocracia o máquina electoral estaban siendo re-significados delante de sus narices, en una batalla cuya munición, al fin y al cabo, no es más -nos guste o no- que puro significante.
El propio Pablo Iglesias reconocía que lo más importante que había aprendido en ese último año previo a las segundas elecciones era que en la brega política las formas es lo único que cuenta, que en este circo democrático a la inmensa mayoría no le importa que lleves la razón, ni que seas honesto o sincero, sino que «guardes las formas»; esto es, como dice una vecina de la madre de un gran amigo mío de A Coruña, que el alcalde «se vista de alcalde», que no vaya con esas pintas de gente normal y corriente, que haga lo que haga, eso no importa, lleve el traje «de alcalde», que no importa tanto si es corrupto o no, ni si es siquiera sensato o no, el amigo Xulio Ferreiro; lo importante es que se vista de una vez «de alcalde», esto es, «de amo».
No importaba, pues, que lo lógico fuese que Pablo Iglesias le ofreciese públicamente, delante de todos los ciudadanos, a Pedro Sánchez formar un gobierno de progreso (que tenían a huevo), en donde este sería presidente y el propio Pablo Iglesias vicepresidente -como era lo lógico y normal según la correlación de fuerzas en ese momento-, cuyo objetivo prioritario sería desalojar a la derecha del poder y cambiar este país, si no completamente, sí en muchos aspectos esenciales para la mayoría de nosotros; lo importante realmente no era eso, sino que se lo tenía que haber dicho en privado, a espaldas de todos nosotros, tal como lo hizo y lo pactó, a renglón seguido, este «amigo de todos», que nos ha salido, el señor Rivera, pues él, cachorro del régimen, sí sabe guardar las formas y «vestirse de alcalde» tal como los votantes de toda la vida piden y quieren.
Descontados los que creen que votando van a hacer poco menos que la revolución, descontemos también a los que, después de sestear o de resignarse a lo mismo, y sustentar, acaso, con su voto el bipartidismo y a los corruptos durante décadas, se cabrean una vez y votan a quienes deben votar, pero como no existe la magia, salvo en Harry Potter, y no se les soluciona «su problema particular» al día siguiente, de un modo inmediato y milagroso (entiéndase bien, «su problema», no los problemas comunes que afectan a todos), se decepcionan (se «desencantan», se decía cuando éramos jóvenes) y dejan de hacerlo, a las primeras de cambio, porque «todos son iguales».
Es curioso cómo unos y otros se resisten tenazmente a la simple evidencia de que mediante la representación, y el voto ocasional, no se va a hacer ninguna revolución ni se va a subvertir el orden establecido, ni tampoco se van a solucionar sus problemas particulares de un plumazo; algo que cualquiera que esté en el mundo real sabe, como lo saben muy bien los votantes de derechas, que tienen muy clarito qué hacer con sus votos y para qué sirven; algo que a muchos votantes «de izquierda», ocasionales o no, por lo que se ha visto, les cuesta entender. Por eso, la portada de El Jueves estaba completamente equivocada, los gilipollas no son precisamente los votantes del Partido Popular, los necios y gilipollas habría que buscarlos en otro sitio. Por ejemplo entre los que se quedaron en sus casas cuando teníamos a tiro el régimen del 78.
Si descontamos a todas las víctimas de esa ilusión mediática de la que hablábamos al principio, que llevó a la tremenda decepción de los resultados, y, con ellas, a todos los votantes «de izquierdas» que se quedaron en casa, por unas u otras razones; lo que nos queda para entender lo que pasó ese 26J es, por una parte, nuestra proverbial pereza democrática: sí, la de las gentes del común, más allá de adscripciones ideológicas o políticas, como muy bien nos lo explica el excelente documental catalán L’Esma del Temps (El sentido del tiempo), de Marta González, Alexandra García-Vila y Marta Saleta, que recomiendo encarecidamente que se vea, para entender lo que digo, para ver cómo se agota por la mera pereza del común una experiencia extraordinaria de gestión participativa y democrática de un municipio, Figaró-Montmany, a 40 Km de Barcelona, promovida y llevada a cabo por la candidatura popular de una asamblea de vecinos, frente a la ya sobradamente conocida gestión los partidos tradicionales, y cómo es solo la invencible e incomprensible pereza de las gentes del pueblo, a las que simplemente se les pide tomar decisiones regularmente acerca de su propia vida, la que devuelve a los de siempre el poder de siempre, porque esos, ya se sabe, no nos obligan a tomar decisiones, sino que ellos las toman por nosotros (encantados, claro).
Nuestra proverbial pereza y también el miedo; un miedo social variopinto, pero muy extendido, al cambio real de las cosas. Es decir, el temor cierto e incontestable de una mayoría de votantes que no quiere realmente «cambiar el mundo», ni mucho menos «asaltar los cielos», no solo desde la derecha, por supuesto, algo lógico; sino también desde una parte de «la izquierda», que se diga lo que se diga en las reuniones familiares o entre amigos y colegas, o se grite lo que se grite en las plazas, como mucho quieren mejorar lo que ya tienen, o simplemente conservar lo que nos queda. Esos sectores, incluso una parte de los votantes del PP que bien podrían votar a otras opciones, la mayor parte de los votantes del PSOE, y una parte de votantes potenciales, ocasionales e incluso fieles de IU o de Podemos, hacen sus cuentas, y en sus cuentas no entra la aventura de un cambio social y político radical.
¿Porqué los pobres votan a la derecha?, se pregunta Thomas Frank desde el título mismo de su libro. ¿Por qué enormes sectores de votantes «pobres» apoyan a sus enemigos de clase, a aquellos que reducen los impuestos de los ricos y acaban con las políticas y los servicios sociales que les ayudarían, a los pobres, a sobrellevar sus situaciones de pobreza y precariedad?
Frank explica, en parte, esta paradoja -que no es solo americana- por la «inseguridad económica desencadenada por el nuevo capitalismo, que ha conducido a una parte del proletariado y de las clases medias a buscar la seguridad en otra parte, en un universo moral» más claro y seguro -por cuanto hunde sus raíces en tradiciones heredadas y fuertemente consolidadas en el imaginario popular- que el que ofrecen sus representantes objetivamente más cercanos. Es decir, que es en el terreno de los «valores» en donde han ganado la batalla; y al analizar lo que ha pasado en Gran Bretaña con el Brexit, o lo que sucede en Francia con el Frente Nacional, o la campaña de los republicanos o de Donald Trump en USA, parece que no va tan desencaminado.
Sin embargo, en España hoy no es esa la razón fundamental, sino que la explicación del fenómeno, tal como le escuché decir recientemente a Antón Losada en una mesa sobre la situación política actual y las posibilidades de cambio en Galicia este septiembre, las causas de la hegemonía de la derecha en su comunidad y en el resto del estado son dos: en primer lugar, la unidad del bloque conservador, en el que la aparente disidencia de Ciudadanos, como se ha comprobado, ha sido apenas un espejismo; y en el que, cuando realmente se les necesita, tanto la antigua Convergencia, como el PNV, acuden puntualmente al rescate (véanse sus trayectorias en el Congreso). Luego está la claridad del mensaje político, económico y social transmitido por el PP y sus adláteres, un mensaje claro tanto en su formulación como en los fundamentos ideológicos sobre el que se construye.
Todo esto frente a un bloque de izquierdas dividido y fragmentado, que, además, no tiene ningún discurso claro, ni tampoco un mensaje creíble, factible y homogéneo (no uniforme, pero sí, al menos, homogéneo) que transmitir a esa mayoría social que determina los vaivenes electorales y marca el éxito o el fracaso de las políticas económicas y sociales. Pues lo que hay, por lo común, son propuestas aquí y allá, según los territorios, diversas y dispares, matices sin cuento, contradicciones flagrantes, miedos naturales o infundados, junto a alegrías populistas, que se entremezclan e impugnan entre sí, hasta confundir y disuadir a los potenciales receptores de sus mensajes; y no digamos nada sobre los cimientos ideológicos sobre los que este potpurrí se levanta: ninguno o variadísimos, según se vea; pues a los cimientos neoliberales sobre los que se construye el mensaje del bloque de derechas -y, tal como sostiene David Harvey, el neoliberalismo es un auténtico proyecto político, en realidad, el único proyecto político que hay hoy sobre el tablero social y político internacional- ¿qué cimientos, qué proyecto opone la izquierda?, ¿un neoliberalismo de «rostro humano» o un keynesianismo descafeinado, en el mejor de los casos, como quiere el PSOE?, ¿un keynesianismo más radical o una «democracia económica», al estilo del profesor David Schweickart, o un proyecto inclinado a las estrategias políticas y sociales previstas por Ernesto Laclau, como quieren otros sectores cercanos a IU o del entramado Podemos?; ¿o quizás algo semejante al de la vieja socialdemocracia nórdica y alemana?; ¿o, por el contrario, recetas socialistas clásicas?, ¿o comunistas?, ¿o libertarias?, ¿o radicales, o menos radicales, o adaptadas a las coordenadas de la política europea e internacional, o audazmente rupturistas…? ¿Y respecto de Europa, por cierto, cuál es el mensaje…? En fin, mejor dejarlo (¿o no?)
Hace unos días, un buen amigo valenciano y excelente a analista de la realidad, resumía la cuestión, a la pata la llana, en estos términos: en España hay aproximadamente veinte millones de potenciales trabajadores, quince o dieciséis trabajan, de los que trabajan, cinco o seis millones viven en la pobreza precaria, y el resto, unos diez u once millones, ganan salarios que les permiten vivir, a unos más y a otros menos, razonablemente bien; esos diez u once millones bloquean cualquier posibilidad de cambio radical; teniendo en cuenta que de los otros, de los pobres precarios, una buena parte o no votan o ni siquiera son activos social y políticamente, ¿qué se puede esperar?
Se pueden matizar y afinar las cifras y consideraciones, pero, me temo que por ahí van las cosas. Esa masa de trabajadores que aún mantienen un cierto «nivel de vida», que suplen todavía el deterioro y desmantelamiento de los servicios públicos y del estado del bienestar mediante la apelación a servicios privados compensatorios, hacen sus cuentas y «virgencita mía que me quede como estoy»; y no es que sean gilipollas o no tengan conciencia de lo que pasa, pues la tienen y muy clarita. No es eso, y no entenderlo desde determinados sectores izquierdistas poco atentos a la realidad real, o infantilizados, es fatal.
Los mismos sectores en los que se da, a menudo, esa especie de «simulación de confrontación», en la que el melancólico papel del «eterno perdedor» no sería otra cosa que una auténtica zona de confort existencial desde la que defenderse de la frustración que nos embarga. De ahí mi aversión a la necia mitificación y mistificación del perdedor entre nuestras filas. En el arte y en la realidad, odio la figura del perdedor por vocación, pues así nos quieren y así nos han convencido de que tenemos que ser. Y algunos lo han interiorizado tanto que ya no saben ni ganar, cuando lo pueden hacer, ni reconocer la victoria, cuando la han alcanzado.
Hay, además, como una incapacidad en parte de la vieja izquierda, tanto comunista como libertaria, para comprender el alcance mismo del sistema de representación en las sociedades actuales, de modo que, como decíamos más arriba, algunos creen o parecen creer que con los votos se hace la revolución y con esa convicción votan o se quedan en casa.
Pero aún más ilustrativa de ese despiste general es la siguiente paradoja, que una parte significativa de aquellos que han proclamado durante los últimos años, allí donde les dejaban, eso del «fin del régimen del 78»; cada vez que han tenido la oportunidad de deshacerse de ese mismo régimen, con sus votos o con su conducta parlamentaria, lo han apuntalado; ha sucedido el 26J, sin ir más lejos, con su dejadez y abstención, pero ya sucedió también antes, durante la Transición, y, mucho más recientemente, durante las jornadas en las que cientos de miles de personas rodeamos el Congreso de los Diputados; si la primera de aquellas tardes los representantes de IU hubiesen abandonado la institución asediada por la indignación popular, si hubiesen renunciado al régimen y a sus prebendas esa misma tarde, algo nada difícil de imaginar, entonces sí hubiesen mostrado su intención de cambiar realmente las cosas; pero no se atrevieron a cambiarlas «realmente»: el aparato y una buena parte de sus militantes no supieron leer la realidad en esos días, como no han sabido leerla el pasado 26J. Recordemos, en este sentido, el desdén y el rechazo inicial del fenómeno del 15M por una buena parte de la organización y de la vieja izquierda; rechazo que en, última instancia, explica también ese visceral rechazo al «Coletas» y a Podemos, que les ha hecho quedarse en casa, antes de ir a votarles.
Está claro que Unidos Podemos no contemplaba ni se planteaba acabar con el sistema vigente. En este punto no hay más que decir; era una plataforma electoral. Estaba claro también que una alianza estratégica con el PSOE, en los casos en los que se pueda producir, no busca una sociedad distinta de la que tenemos; los electores del PSOE y una buena parte de la base electoral de Unidos Podemos no la buscan ni la desean tampoco. En el actual sistema de representación, el voto no está concebido para transformar el mundo, pero bien usado por nosotros, los de abajo, el voto puede convertirse en una herramienta de cambio; bien usado por los de abajo, el voto puede sacudir la realidad política de tal manera que se abran fisuras y contradicciones, acaso definitivas, en el sistema entero; de ahí la patética paradoja de esa vieja izquierda, los votantes de IU, por un lado, y de algunos sectores del electorado de Podemos, por otro (que se dejaron llevar por el «que vienen los comunistas»), que habiendo tenido la oportunidad de contribuir a una gran sacudida del sistema no lo han hecho, y han propiciado la actual situación de nueva hegemonía del bipartidismo y del nacionalismo de derechas; de nuevo en lo mismo, cuando tuvimos a nuestro alcance desplazar significativamente el eje de la política general y de gobierno de este país.
Y, no obstante todo esto, Unidos Podemos, o lo que suceda a esta fórmula, es el futuro de nuestra representación. Unidos Podemos, o lo que dé en los distintos territorios, o a escala estatal, es «un espacio político con enorme potencial de transformación», tal como afirmó Alberto Garzón en su carta a los militantes de IU, tras comprobar su desafección a la fórmula pactada con Pablo Iglesias. Y es verdad, y es justo esa otra parte de la organización de IU, representada por él, esa parte que ha sabido leer la nueva realidad -espoleada por Julio Anguita, político lúcido y honesto donde los haya-, desprendida ya del fardo de la vieja política y de su estrecha vinculación con las castas del sistema, la que es necesaria para la construcción de este nuevo espacio electoral junto con toda esas mareas y avalancha regeneracionista que se concitaron alrededor del fenómeno Podemos.
Esa era la convicción que había también detrás de los primeros comunicados y de las reacciones más cualificadas, tanto de Anticapitalistas, como de todos los sectores que componen el conglomerado Podemos y que deben fundamentarlo. Por eso, habría que olvidarse de lo viejo, de esa rancia y vieja izquierda anclada en el pasado, tan acostumbrada a perder, que no sabe siquiera cuándo puede ganar; olvidarse de los «grandes medios» (tratando de usarlos nada más), y de todos los que sienten un vértigo y un miedo invencible al cambio, y dirigirse a los círculos y asambleas más activas, a las agrupaciones más receptivas de la nueva IU de Garzón, a los foros independientes, a los millones que han apoyado con su voto el proyecto y a cientos de miles que no lo han hecho, pero que pertenecen a este mundo nuevo de expectativas; todos ellos son los interlocutores potenciales de Unidos Podemos, o de la fórmula que venga y nos depare esta situación tan fluida y cambiante; y reemprender el camino, reinventándonos cuantas veces sea necesario. Las noticias que llegan de Galicia, por ejemplo, son alentadoras, a pesar del sector más fundamentalista, recalcitrante y ciego de Podemos, que no comprenden que «Podemos» no es un nombre, ni una marca, es una vía y una actitud política, no un partido a la vieja usanza.
Y luego está el marco europeo, hay que traspasar los límites de los viejos y nuevos estados nacionales (son el pasado), y hay que dirigirse a los jóvenes y a las clases populares de toda Europa, más allá de las lenguas y de las fronteras, y demostrarles que hay un «Plan B» factible y posible, más allá del populismo neofascista. Ahora es más necesario que nunca que alguien se dirija a ellos. Santiago Alba Rico tiene razón cuando dice que, si no lo hace Unidos Podemos, su derrota sí habrá sido una catástrofe, pero no solo para nosotros.
Como destaca Ricardo Martín Santos en uno de los más certeros análisis que he leído, en Viento Sur, «Cambio de ciclo, nuevas hipótesis, nuevas oportunidades», esta aparente derrota de Unidos Podemos puede convertirse -si sabemos digerirla, y manejar sus efectos con calma y convenientemente- en una verdadera oportunidad de cambio hacia escenarios muy diferentes a los actuales e insospechados a lo largo de los próximos años. Si lo logramos, o si al menos vamos en esa dirección, el 26J no habrá sido más que un punto de inflexión hacia algo realmente nuevo. Algo que no abrirá el camino a una revolución, pero sí a una sacudida del sistema que abrirá grietas y fisuras irrestañables en sus pilares. Por lo demás, y aunque no se comparta lo dicho hasta aquí, sí es sencillo de entender que es propio de necios castigarse a uno mismo, creyendo que así castigas a tu verdugo. Eso por si el día de Navidad tenemos que ir a votar con las panderetas y las zambombas en la mano.
Matías Escalera Cordero. Profesor y escritor.
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