Por suerte nacimos al otro lado del Estrecho y en la parte occidental de Europa. Sí, digo con suerte pese a los muchos dislates, abusos, corrupciones y majaderías a que nos someten quienes nunca tienen bastante y consideran que el país es suyo, esos que un día con otro nos hablan del peor gobierno de la historia, la peor crisis de la historia y el hundimiento, hecha añicos, de la Patria. Ellos que hicieron quebrar el sistema financiero haciendo desaparecer las principales entidades financieras de Madrid, Valencia, Murcia y Galicia, ellos que crearon la policía patriótica y la ley mordaza, ellos que hicieron de la corrupción un modo de vida, ellos que contribuyeron como nadie a crear el conflicto con Cataluña, ellos que, ahora, en pleno genocidio, apoyan a Netanyahu sin condiciones, empeñados como están en convertir a España en una monarquía bananera en la que la educación la lleve el clero y el cuidado de la salud y la vejez se adjudique, como se está haciendo sin ningún disimulo, a banqueros, multinacionales y constructoras con cargo al Erario.
Cuesta trabajo viendo lo que vemos cada día, escribir de otra cosa que no sea la matanza de palestinos que Israel está perpetrando en Gaza con el apoyo de Estados Unidos y el silencio de Europa, cuesta mirar para otro lado, hablar de los problemas de un país en el que sigue saliendo agua por los grifos pese a que en la mayor parte de él llevamos meses y meses sin ver una gota de agua del cielo, en el que existe un salario mínimo vital y en la farmacia apenas tienes que pagar nada por los medicamentos necesarios. Cuesta y cuesta mucho hablar, por ejemplo, del urbanismo canalla que se ha adueñado de nuestro país desde los años noventa, desde aquellos días fatídicos en que el Partido Popular de Aznar decretó que todo el país era un solar, desde que comunidades y ayuntamientos retomaron el urbanismo franquista como hecho diferencial hispánico. Lo intentaremos.
Hasta hace unas pocas décadas los españoles apenas salíamos del país salvo para comprar tabaco en Andorra o ver una película en Perpignan o San Juan de Luz. Ni había dinero ni el más mínimo interés por conocer lo que había fuera de nuestras fronteras. El franquismo rompió una norma de la Institución Libre de Enseñanza que becaba a los jóvenes para que se especializasen fuera con los mejores profesionales del mundo. Volvimos a viajar con la democracia y lo hicieron también concejales, alcaldes, arquitectos y urbanistas, pero vistos los resultados parece que los viajes fueron ociosos y apenas sirvieron para que los viajeros asimilasen nada de lo que se había hecho en las ciudades europeas, de modo que la herencia del franquismo sigue indeleble en la mayoría de nuestras urbes, casas y edificios construidos sin respecto a ninguna norma, ajenas a cualquier planeamiento urbanístico, ausencia absoluta de verde y predominio masivo del asfalto y el cemento, incluso en los parques y jardines en los que no tendrían que estar.
Durante los primeros años de la democracia, los ayuntamientos, con pocos medios, quisieron modificar la terrible herencia de un urbanismo caótico que destrozó nuestras ciudades, las más bellas y las más vulgares. Se comenzaron a diseñar zonas verdes, se plantaron árboles en las calles, se construyeron zonas deportivas y se hicieron planes de ordenación urbana para que dar coherencia a las nuevas vías y para que todos supieran a qué atenerse. Las normas urbanísticas de Aznar y Rato rompieron aquella dinámica reconstructiva y alimentaron la figura del promotor-especulador privado, un señor o grupo de señores que podían promover la urbanización de unos terrenos según su conveniencia e interés. Ya sabemos, España se convirtió en el paraíso de promotores, constructores y especuladores, hasta tal extremo que las fábricas de ladrillo y cerámica eran incapaces de satisfacer la demanda enloquecida. Se edificaron miles y miles de edificios en segunda línea de playa, incluso en pueblos de tercera línea, se presentaron planes parciales para construir miles de viviendas en pueblos del interior que ni siquiera tenían garantizada el agua, se atentó contra el paisaje, contra la naturaleza, contra la belleza de los pueblos más bellos y se llenó el país de rotondas absurdas en las que colocaron muñecos diabólicos en una competición hacia la fealdad total difícilmente superable.
En esa locura constructiva, en esa olimpiada del mal gusto, en esa orgía del despilfarro se llenó España de auditorios y palacios de justicia inacabados, autovías inútiles, puentes de dudosa utilidad y belleza y edificios modernísimos en los centros históricos con los que alcaldes, presidentes y arquitectos pretendían dejar huella más allá de sus vidas. La arquitectura, el urbanismo había dejado de ser democrático para volver de nuevo al franquismo. No se diseñaba una calle para hacerla hermosa, aprovechable, propicia al paseo y al disfrute después de haber estudiado a los clásicos, de haber visitado las ciudades más armoniosas, no, se diseñaba para que promotor y constructor sacasen el máximo rendimiento al metro cuadrado, para saltarse las reglas de los planes urbanísticos, para, en una palabra, enriquecer a los implicados mucho más de lo lícito, dejando para aceras, zonas verdes y equipamientos mucho menos de lo necesario.
Otra de las tendencias del urbanismo canalla con que nos hemos dotado afecta a la exigua construcción de zonas verdes. Como ahora nuestros técnicos y administradores han viajado por el orbe y sienten una gran admiración por todo lo que han visto en Reino Unido, piensan que España es igual que Escocia y cuando diseñan un parque dejan amplísimas zonas de praderas al sol y luego, en un extremo colocan diez o doce árboles apiñados para los amantes de la sombra. En uno de los países que más está sufriendo el cambio climático, con más de seis meses de calor intenso, de sol impenitente, nuestros urbanistas, nuestros ediles, piensan que lo mejor es que nos dé el sol, que nos jodamos al sol. Da igual que en buena parte de las ciudades de Europa se estén sustituyendo autovías urbanas por grandes alamedas, que se llenen las calles de árboles para intentar atenuar los efectos de la contaminación y de los rayos del sol, da lo mismo que estén sustituyendo asfalto y cemento por tierra y plantas, aquí lo importante es el hormigón y el alquitrán, cambiar el pavimento de las principales calles y plazas cada cuatro o cinco años para dejarlas cada vez más feas e inhabitables y plantar palmeras washingtonias, verdaderas escobas aéreas, en los pueblos y ciudades de costa para emular a Miami, paradigma del urbanismo español. Se trata de gastar en lo que no hace falta, con ausencia total de criterios estéticos aceptables, con la mirada puesta en la rentabilidad electoral que dan las obras y un supuesto patriotismo local que no es tal desde el momento en que no se sabe distinguir lo hermoso, lo bello, lo agradable de lo desagradable y antiestético.