Es peligroso ser pobre. Lo mismo que ser negro. Tremendo riesgo, pues, corre aquel que participa de este doble anatema. El hombre negro linda con un pasado de cinco siglos de látigo y cadenas, un presente que lo acorrala entre el subdesarrollo, la marginación, la hambruna y las enfermedades, y un futuro que tan sólo […]
Es peligroso ser pobre. Lo mismo que ser negro. Tremendo riesgo, pues, corre aquel que participa de este doble anatema. El hombre negro linda con un pasado de cinco siglos de látigo y cadenas, un presente que lo acorrala entre el subdesarrollo, la marginación, la hambruna y las enfermedades, y un futuro que tan sólo le brinda el tenebroso vacío de la nada.
Antes incluso de que en Tordesillas portugueses y españoles, bajo el auspicio papal de Alejandro VI, trazaran la línea divisoria del mundo para poner frontera a sus imperios, ya los barcos negreros cruzaban el Atlántico con su carga de esclavos; hombres arrancados de sus tierras y vidas por la fuerza, privados para siempre del precioso don de la libertad, degradados a simples objetos de uso; mano de obra barata para los terratenientes de las colonias lusitanas, que, más tarde, extendería su tráfico a los colonizadores de América para llenar, de paso, la bolsa de las grandes compañías europeas que a partir del siglo XVII relevan a corsarios y piratas en el floreciente comercio de la esclavitud. Hay estudios que cifran en más de cien millones los hombres y mujeres jóvenes que perdió el continente africano entre los siglos XV y XIX a consecuencia de las razzias practicadas por los negreros.
De este saqueo humano, despoblador de África, se pasó a la sistemática apropiación de sus materias primas cuando la era industrial comenzó a imponer sus parámetros trayendo consigo la expansión del colonialismo. Pero la trata de esclavos no se paró entonces, continúa incluso cuando, ya legislada su prohibición, podemos vislumbrarla tras la cirugía estética del lenguaje: cinismo destilado que tiene la desfachatez de presentarla como «exportación de trabajadores libres».
La pobreza que asola hoy al Continente Negro no es la expiación de un castigo divino ni fruto de la idiosincrasia de su variopinta población. El estado de subdesarrollo y penuria económica que padece viene de esos tiempos y tiene su origen en una singularidad histórica irreversible: cuando el resto del mundo hacía del intercambio de productos un poderoso motor de desarrollo económico, África sólo vendía hombres. El retraso que eso le supuso aún lo está pagando con los intereses añadidos que le gravan el servilismo y la explotación impuestas por los países más desarrollados y la sangría de la deuda externa, esclavitud de nuevo cuño con la que el Fondo Monetario Internacional chupa la sangre de sus tierras y gentes sin necesidad de látigos ni grilletes.
Expropiados de su mundo, de su cultura y tradiciones, obligados a convivir con la miseria, el maltrato, la guerra, el dolor y la impotencia; cuando en el África subsahariana mueren anualmente casi cuatro millones y medio de niños -el 90% de ellos víctimas de la malaria-, y se prevén para los próximos veinte años entre 48 y 64 millones de muertes por SIDA, los sufridos habitantes de esta tierra deben alentar ya poca esperanza. Sólo el espejismo que les hace concebir la Europa del hombre blanco como una nueva versión de Eldorado, les da fuerzas para intentar la última aventura, el viaje que los libere de tanta calamidad y postergación. Ignoran que detrás de las vallas que los blancos levantan para defender sus privilegios de países explotadores, tampoco existe lugar para ellos; ignoran que en el reparto de papeles que el capitalismo ha dictado ya tienen fijado su destino de víctimas necesarias e imprescindibles para sostener la opulencia de otros.
Miren adonde miren su futuro no es más que un sombrío túnel dentro del cual consumirán sus vidas miserables mientras limpian autos que jamás habrán de conducir, construyen edificios que nunca habitarán, venden periódicos que no podrán leer e intervienen en la producción de alimentos que en ningún caso pasarán por su boca. Ni siquiera el miedo de los pobres, ese tremendo miedo de siglos acuñado en la célula ancestral de la memoria por una caravana de generaciones oprimidas, les impide coger el ligero petate y marcharse hacia el norte donde su precaria esperanza sitúa el final del infierno.
La Península Ibérica se convierte así en su tierra de promisión. Hay que cruzar las aguas del estrecho y alcanzar la otra vida que se extiende tras la orilla del norte, aunque muchos pierdan la única que tienen en la húmeda mortaja del mar que se los traga. Otros, en cambio, se aproximan a Ceuta y Melilla, avanzadilla española en África. La primera, conquistada por Portugal en 1415 y traspasada a España en 1640; la segunda, tomada por las armas en 1497 por don Pedro de Estopiñán y Virues, que enarboló en ella el pendón ducal de Medina Sidonia. Son los últimos bastiones del colonialismo africano español, los únicos vestigios de aquel protectorado que tanta sangre costó a nuestro país. Sangre del pueblo derramada a torrentes por el Barranco del Lobo, Annual, las playas de Alhucemas o los riscos del Rif, o la propia Melilla, convertida en fosa común para millares de jóvenes españoles enviados a defender los intereses coloniales de los pocos que se lucraban con los carbonatos y sulfuros de plomo de las montañas marroquíes o el hierro del Kert. De allí, vivero de un ultramilitarismo que satisfacía en él su vocación autoritaria e imperialista mientras urdía, en la lejana impunidad, sus intrigas políticas, nos llegaron los dos golpes de estado que sacudirían la vida civil española en el siglo XX: el que daría lugar a la dictadura de Primo de Rivera en 1923 y el «alzamiento» franquista de 1936.
Hasta las fronteras de Ceuta y Melilla van llegando los subsaharianos para darse de bruces con el primer revés de sus sueños: la valla coronada de alambre de espinos y cuchillas con que los civilizados europeos pretenden salvaguardar su territorio de la barbarie negra. Pero no hay cuchillas ni alambres en el mundo para frenar el paso de una muchedumbre desesperada. Y eso es lo que son los «manos cortadas» que intentan el asalto a la valla para traspasar la frontera. Al otro lado los aguardan los rifles y las porras de la policía y la guardia civil. La represión cae sobre ellos como si fuesen vulgares delincuentes, malvados criminales.
Es peligroso ser pobre y aún más si se es negro. Dos cameruneses a finales de agosto en la valla de Melilla y cinco en la de Ceuta la noche del 28 de septiembre se dan cuenta de ello demasiado tarde. Allí quedaron para siempre; una bala puso fin a sus penas y a su hambre. El patrioterismo -caricatura de patriotismo- alza su voz en la Península pidiendo mano dura para proteger nuestra «legítimas» fronteras. Un pueblo para el que la obesidad infantil comienza a ser serio problema ha olvidado que el hambre saca la misma música de las tripas vacías ya sean de un musulmán o de un cristiano, tenga piel marfileña o del color del ébano. Por eso ni siquiera se inmuta cuando, en vez de comida, mandan a la Legión, seguramente impregnados del mismo espíritu patriotero que llevó a Azorín en 1909, a escribir a tenor de la guerra de Marruecos: «Seamos fuertes. Brillen las espadas y retumbe largamente el cañón».
Los marroquíes del otro lado de la valla tampoco se quedan atrás y abandonan a los detenidos -¡Qué poco vale un hombre!- en el desierto sin agua ni comida. Tal vez sea ésta una particularísima interpretación del principio de no devolución que establece que nadie puede ser enviado a un país donde pueda sufrir persecución, correr el riesgo de perder la vida, sufrir tortura o trato cruel, inhumano y degradante. ¿Adónde si no al desierto podrían enviar a estos desgraciados para tener certeza de que se iba a cumplir rigurosamente en sus personas lo que ordena la citada norma internacional? Por nuestra parte acometemos la empresa de levantar otra valla más elevada e infranqueable para que no pueda golpearnos la conciencia, en nuestra propia casa, el hedor a miseria de aquellos a los que nuestro imperialismo democrático empobrece, roba y mata. No sé como no se nos cae la cara de vergüenza. Tal vez porque el auténtico valladar de ignominia es el antropológico y cultural que nuestra xenofobia levanta en cada uno de nosotros, ese si que es más alto e inexpugnable que todos los que pudieran idear los diseñadores y guardianes de fronteras y límites.