Un recorrido por la vida y desdichas laborales de una dependienta en el imperio de Amancio Ortega.
Suena el despertador a las 6:30 a.m. en mi piso de Daganzo, un pueblecito de 10.000 habitantes situado al este de Madrid. Una vez lista, cojo el coche para llegar en 20 minutos si todo va bien y no hay atasco –cosa que a veces ocurre, especialmente en el tramo que lleva a Madrid– hasta mi trabajo, un lugar por donde también pasan miles de personas al día, aunque por motivos diferentes: el centro comercial Plaza Norte de Madrid. Me llamo Esther, soy una de las más de 165.000 trabajadoras de Inditex y probablemente una de las dependientas que más lleva en Zara: en 24 años como trabajadora de la firma principal de Amancio Ortega he pasado por cuatro tiendas diferentes. Cuando llegué no tenía ni 20 años, cursé algunos estudios de enfermería y empecé a hacer prácticas, pero quería tener una nómina y así fue como me decidí a entrar en Inditex.
Ahora, para entrar en este gigante textil te hacen entrevistas en grupo, te mandan llevar un dibujo que te represente, contar tu experiencia, tus aspiraciones en la vida, tus puntos fuertes y tus debilidades frente a un montón de compañeras que probablemente no vuelvas a ver cuando salgas por la puerta. Cuando yo llegué la cosa era mucho más simple: te llamaba la encargada de la tienda y te preguntaba tu experiencia y disponibilidad. Yo había trabajado anteriormente en una tienda de ropa en mi barrio, y a la pregunta de la disponibilidad respondí “toda”, algo que finalmente se tomaron al pie de la letra. Pero mejor empezar por el principio.
Con veintipocos la trayectoria en la tienda pintaba muy bien: me hicieron encargada de tienda, me casé, nos compramos un piso y me quedé embarazada; venían mellizos. En ese momento yo tenía 23 años y con mis mellizos en camino le planteé un horario a la empresa que me permitiera conciliar. Entonces me dijeron una frase que todavía resuena en mi memoria: “O tu vida personal o tu vida profesional”. No me arrepiento de la decisión que tomé, y pude hacerlo gracias a que mi marido tenía un trabajo mucho más estable y mejor pagado, pero aún recuerdo la frustración que sentí entonces y cómo todo el esfuerzo que había puesto por dar pasos dentro de la empresa se derrumbó.
Una de las trampas de Inditex es que parece que todas las dependientas y dependientes cobran 1.100 euros o 1.200 euros al mes. Una cantidad que, por otra parte, no es mucho si tenemos en cuenta que el alquiler de un piso normal en mi pueblo (a 45 minutos del centro de Madrid) cuesta ahora mismo 900 euros mensuales, y el sueldo de mil y pico que hemos mencionado es de alguien que tiene contrato de 40 horas. Desde fuera alguien pensaría que en Zara hay muchas personas con un contrato de esas características, pero nada más lejos de la realidad: habitualmente los contratos de 40 horas los tienen encargados o encargadas de tienda y poco más. La realidad vista desde dentro es muy distinta: la mayoría de contratos en esta empresa no solo no llegan a 40 horas semanales sino que se quedan muy lejos: son de 16 o 20 horas, sin incentivos por ventas, los domingos pagados a precio de día normal y sin plus por antigüedad.
Así, con mis niños en camino, fue como pasé de echar 40 horas a trabajar solo los fines de semana con un contrato de 15 horas, que, traducido para que lo entendáis, no llega a 600 euros al mes. Dejar a los niños en la guardería suponía en aquel entonces todo mi sueldo y, por supuesto, la conciliación era tarea imposible. De hecho, incluso con ese tipo de contrato me veo obligada a trabajar algunos días entre semana, por no hablar de que las empleadas que son madres no libran los sábados y tienen que hacer dos cierres entre semana: esa es la realidad detrás de los alardes por su política de conciliación.
Procuro no pensarlo, pero después de 24 años en esta empresa, lo cierto es que con este sueldo no me daría para nada si estuviera sola. A mí me hace mucha gracia cuando Marta Ortega dice que Inditex somos personas. No es cierto; Inditex somos números, puros y duros. Durante estos años he visto con mis propios ojos cómo se han cerrado establecimientos y cómo mujeres y hombres que llevaban años trabajando se han ido a la calle mientras en mi tienda, en la de Serrano, en la de Gran vía y en tantas otras contrataban a gente nueva. En mi memoria llevo a las compañeras que he visto salir llorando cuando las echaban después de trabajar durante años mientras decían: “Sí, me dan una indemnización de 30.000 euros, ¿y qué? Si tengo 50 años, dos hijos y una hipoteca que pagar”.
Pienso, también, en todos estos fines de semana de mi vida en los que, mientras mi familia y mis amigos disfrutaban de su tiempo libre, yo me he dedicado a ordenar el almacén, hacer pedidos online, colgar ropa y ponerme en caja sin cobrar por estas tareas ni un euro extra. El trabajo físico del almacén ya es duro para una persona de 20 años, imaginaos cómo es con otros 20. Mientras aquí muchas no cobramos ni 600 euros, mi tienda puede facturar en un buen día desde 70.000 a 100.000 euros, y hemos superado ventas respecto al año pasado. Sin embargo, yo he cobrado 50 euros menos que en 2021.
Por suerte todo tiene un límite, y algunas han alzado la voz. Las compañeras de Galicia consiguieron, tras un mes de movilizaciones, que les subieran 382 euros de sueldo. Pedían 500. En Madrid lo estamos peleando ahora, hay tiendas que han cerrado algunos días, y sin embargo la última mesa de negociación que hemos tenido se ha saldado con una subida de 30 euros para las personas con contrato de 40 horas. Yo no estoy diciendo que me tengan que hacer rica, hace tiempo que aprendí que nadie se hace rico trabajando. Quiero que mi empresa gane millones de euros y que mi jefe recorra el mundo en su yate, pero yo quiero poder pagar mi luz, o llegar a mi casa y poder poner la calefacción. En mi casa no salimos a tomar algo, ponemos menos la calefacción de lo que nos gustaría y aún así hemos pagado 200 euros de luz. Lo que más me duele es que todavía hay gente que dice “haber estudiado”, cuando lo cierto es que muchas de mis compañeras tienen carrera, y que yo no quería renunciar a unas tareas que sí me gustan, porque a mí sí me gusta ser dependienta. Lo que ya no me gusta es Inditex.
En mi cabeza procuro guardar los momentos buenos. Me han llegado a llevar cajas de bombones en agradecimiento por mi trabajo, y durante el confinamiento algunos clientes habituales me llamaban para saber qué tal estaba, y eso es lo que me llevo. Eso y a mis compañeras. Ahora mismo hay gente que son parte de mi familia e incluso más que mi familia, aunque siempre hay encargadas que se piensan que van a estar en la herencia de Amancio Ortega y, lejos de ayudarte cuando tu niño está malo, te lo ponen aún más difícil. Algunas, como Marta Ortega, también creen que somos números.
Tristemente, si ahora mismo me hicieran una entrevista y me preguntaran dónde me veo dentro de 10 años, no diría Inditex. Ahora que mis hijos ya tienen 19 y están opositando, he decidido estudiar ADE mientras sigo trabajando en Zara para buscar otra salida. Ya no quiero trabajar los fines de semana y, sobre todo, ya no quiero perderme más momentos.
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Así es cómo, después de 24 años, Esther se cansó de ser solo un número.