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Vendedores de humo

Fuentes: Rojo y Negro

El compromiso de destinar a ayuda a los países pobres, por lo pronto, un 0,7% del producto interior bruto deja un sabor agridulce. Olvidaré ahora que las promesas al respecto han quedado siempre en agua de borrajas y esquivaré las numerosas cautelas que se derivan del mal uso, frecuente, de los recursos correspondientes y de […]

El compromiso de destinar a ayuda a los países pobres, por lo pronto, un 0,7% del producto interior bruto deja un sabor agridulce. Olvidaré ahora que las promesas al respecto han quedado siempre en agua de borrajas y esquivaré las numerosas cautelas que se derivan del mal uso, frecuente, de los recursos correspondientes y de su habitual supeditación a intereses inconfesables. Lo que se impone subrayar es que la saludabilísima dimensión del anuncio se ve contrarrestada por una realidad bien conocida: no consta que el gobierno haya contestado en momento alguno lo que significan los programas de ajuste del Fondo Monetario, los criterios avalados por la Organización Mundial del Comercio o las prácticas, con frecuencia infumables, que despliegan en América Latina muchas empresas españolas. Todo esto es un baldón de credibilidad, claro, para cualquier política seria de ayuda a los desheredados del planeta.

No es más halagüeño, pese a las apariencias, el panorama que aporta otra decisión reciente del gobierno: la de acrecentar los fondos destinados a permitir que los países pobres adquieran alimentos en un momento en el que, como es sabido, arrecia la amenaza de una hambruna global. No deseo ignorar que la medida arbitrada es afortunadamente distinta de la que han abrazado al cabo los gobernantes norteamericanos, quienes no han tenido a bien agregar un solo dólar a sus programas de ayuda alimentaria. Y, sin embargo, hay algo que chirría en la reacción española: en ésta no se aprecia designio alguno de cuestionar los privilegios de unas empresas transnacionales que, tras lucrarse con la subida de los precios de los alimentos, se aprestan ahora a pasar el cepillo una vez más para, con los recursos que dispensan en forma de ayudas extraordinarias los países del Norte, mejorar su cuenta de resultados. Parece que a los ojos de nuestros gobernantes no procede intervenir el mercado correspondiente, y ello por mucho que en este caso salte a la vista que lo que está en juego son las vidas de millones de seres humanos. La medida que ahora me interesa -esa decisión de acrecentar los recursos destinados a ayuda alimentaria- parece un eco, por cierto, de la que, meses atrás, se tradujo en la concesión de 210 euros mensuales para facilitar el alquiler de viviendas en el caso de los jóvenes. Al lector avezado no se le escapará que en un caso como en el otro lo que brilla por su ausencia es el propósito de hacer frente a la usura que impregna tantos comportamientos económicos.

¿Qué no decir, por lo demás, de lo que nuestros gobernantes nos cuentan en lo que respecta a la lucha contra el cambio climático? El cacareado compromiso de coger por los cuernos este toro se ve desmentido por el pésimo registro que España arrastra en lo que atañe al cumplimiento del protocolo de Kioto. Mientras somos muchos los que pensamos que este último no es sino un parche poco prometedor -otro tanto cabe decir del remiendo ultimado en Bali-, el presidente Rodríguez Zapatero se inclina por suprimir el Ministerio de Medio Ambiente y alberga sin rubor en Madrid, a finales de este mes, una cumbre de los gigantes del petróleo mientras repite machaconamente que el cambio climático es una estimulante oportunidad para muchas empresas españolas… Ningún dato invita a concluir, en suma, que entre quienes nos gobiernan, que por increíble que parezca porfían en reavivar el sector inmobiliario y en acometer faraónicas obras de infraestructuras, se barrunta alguna conciencia en lo que se refiere a la imperiosa necesidad de cuestionar las bondades del crecimiento económico y de postular un modelo que se asiente, sin dobleces y con orgullo, en reducciones significativas en los niveles de consumo.

Si todo lo anterior era poco, esta semana ha venido a regalarnos una lamentable sorpresa: el voto con que la mayoría de los eurodiputados socialistas españoles han obsequiado a lo que, con buen criterio, ha empezado a llamarse la directiva de la vergüenza. Por muchas explicaciones que al respecto puedan ofrecerse, lo cierto es que, al final, y una vez más, socialistas, liberales y conservadores parecen darse la mano en proyectos truculentamente represivos que retratan -me temo- el derrotero contemporáneo de una Unión Europea firmemente decidida, por lo demás, a criminalizar la inmigración ilegal y a arrinconar una tras otra conquistas sociales laboriosamente gestadas durante decenios.

Me permitiré agregar que no hay mejor resumen de todo lo anterior que el que ofrece la renovada apuesta del gobierno en provecho de la Alianza de Civilizaciones. Aun cuando la propuesta tiene, cómo no, sus aristas respetables, la Alianza zapateriana se asienta en una artificial, y muy delicada, separación entre lo cultural y lo religioso, por un lado, y las relaciones económicas y militares, por el otro. No conviene engañarse al respecto: el principal problema que se hace valer en el Mediterráneo de hoy no es el que nace de la presunta existencia de dos civilizaciones, diferentes y enfrentadas, que coparían las riberas septentrional y meridional de ese mar. El problema mayor bebe del hecho de que la renta per cápita en la primera de esas orillas es quince veces superior a la que se registra en la segunda. Hay que preguntarse, claro, qué es lo que la Alianza de Civilizaciones aporta como respuesta ante semejante disparidad, en un escenario en el que sólo los más ingenuos, o los más espabilados, piensan en serio que la filantropía de nuestros empresarios acabará por deshacer el entuerto.

Y es que -para que no se diga que no voy al grano- el gobierno español de estas horas se nos presenta como un aventajado vendedor de humo de resultas de una razón precisa: retórica aparte, no hay de su lado voluntad alguna de cuestionar los cimientos de un mundo, el que padecemos, marcado indeleblemente por explotaciones, exclusiones y beneficios descarnados.