El fruto del conocimiento suele ocultarse tras una cáscara que, además de enmascararlo y protegerlo, suele dejarlo fuera del alcance de quienes no se atreven, no pueden o no quieren traspasarla para llegar a él. Dicho de otro modo, para encontrar la verdad (o verdades) de las cosas no podemos quedarnos en la apariencia de […]
El fruto del conocimiento suele ocultarse tras una cáscara que, además de enmascararlo y protegerlo, suele dejarlo fuera del alcance de quienes no se atreven, no pueden o no quieren traspasarla para llegar a él. Dicho de otro modo, para encontrar la verdad (o verdades) de las cosas no podemos quedarnos en la apariencia de su superficie, debemos bucear hasta el fondo para buscarla allí.
Algo así nos ha ocurrido a muchos con el conflicto de los controladores aéreos de nuestros aeropuertos: una vez traspasada la vaina de indignación de los viajeros y afectados y de las declaraciones gubernamentales que los demonizaban, a medida que hemos descendido a la secuencia de los hechos y a reflexionar desde los distintos análisis que se han vertido sobre el asunto; una vez que hemos empezado a encajar las cosas en su contexto, hemos podido vislumbrar que, detrás de la actuación de un colectivo que nos resulta cuanto menos antipático por su imagen de prepotencia, de casta sagrada, de insolidaridad, de estar situado con sus altísimos sueldos por encima de las tribulaciones del común de los asalariados, subyace un conflicto laboral con importantes connotaciones sociales y políticas por el modo con que fue reprimido y porque, al margen de la excepcionalidad de las medidas adoptadas, la actuación del ejecutivo debe entenderse como un paso más en el proceso involucionista con que éste y los gobiernos anteriores han venido desmantelando el patrimonio jurídico que los trabajadores, con lucha, coraje y sacrificio, hemos ido amasando a lo largo del tiempo; un proceso que, formando parte de, y amparado en, la ofensiva neoliberal de la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, comienza a chupar ya sangre de Europa después de dejar exangüe a más de tres cuartas partes del globo.
La rebaja del sueldo de los funcionarios, a desprecio del acuerdo firmado con los Sindicatos poco tiempo antes; la congelación de las pensiones de los jubilados, infringiendo los Pactos de Toledo; la reforma laboral que aumentaba la edad de jubilación, abarataba el despido y eliminaba la prestación de los 426€ a los parados sin subsidio, son sólo algunos eslabones de la escalada reaccionaria con que, a golpe de decreto-ley, el moribundo gobierno de derecha (encubierta) de José Luis Rodríguez Zapatero se precipita a servir a sus amos rematando el trabajo sucio -como ya ocurriera en las postrimerías del felipismo- que la derecha del PP no se atrevería a acometer o acometería con mucha más oposición, antes de que ésta vuelva a instalarse en la Moncloa.
La promesa de nuevos y más severos ajustes estructurales; la amenaza de privatización del sistema público de Salud; la ya explícita, aunque parcial, del espacio público de algunos aeropuertos, como los de Barajas, de Madrid, y El Prat, de Barcelona -los más rentables, a tenor de un informe de hace cuatro años, y que, curiosamente, han pasado a ser los más deficitarios según otro presentado en enero de este año por el «pacificador del PSOE» y ministro de Fomento, José Blanco-; la privatización del 30% de Loterías y Apuestas del Estado, que proyecta la amenaza de despido sobre 12000 trabajadores del sector; la que intenta disolver la Universidad pública mediante la imposición del Plan Bolonia; el decretazo 5/2010 con el que la Junta de Andalucía ha cambiado el régimen jurídico de todos sus empleados públicos, en cuya reordenación pasan a ser regulados por el derecho privado vigente en las llamadas «agencias públicas empresariales», donde, por cierto, va a encontrar acomodo el grueso del ejército de enchufados que sostiene la Junta, y otras medidas de ámbito nacional o autonómico de similar jaez, nos sitúan en el estadio que hoy ocupamos dentro de esta carrera sin retorno hacia el desmantelamiento del país; ahora, para mayor quebranto, con las garras del FMI asfixiándonos le economía hasta que nos apure el último hálito de vida mediante la aplicación de la «estrategia de asistencia a los países», como cínicamente denomina el Banco Mundial al diseño de expolio, saqueo, pillaje y empobrecimiento con que suele dejar en la ruina al país «asistido».
Dentro del programa estándar de cuatro puntos que el FMI suele proporcionar a los gobiernos para que lleven a cabo los requeridos «ajustes estructurales», si tenemos en cuenta lo anteriormente dicho y que ya hace tiempo nuestros gobernantes privatizaron las empresas del agua y la electricidad entre otras de interés capital, el punto de la privatización con que se inicia el programa progresa adecuadamente y dista poco de ser cumplido en su totalidad. El segundo punto, o de liberalización de los mercados, se acomete con ejemplar denuedo por los domésticos de Bruselas, entorpecidos por el revés que sufriera en las urnas francesas e irlandesas su proyecto de Tratado europeo, que, con la mayor desvergüenza, van «colando» poco a poco, directiva a directiva, sin correr el riesgo de un nuevo varapalo en las urnas. Y mientras los capitales fluyen libremente, más para salir que para entrar, los últimos acontecimientos y la creciente crispación percibida en la población española, parece indicar que estamos llegando a esa fase del programa que la experiencia de los expoliadores denomina «disturbios FMI».
Basta echar una ojeada a lo que ocurre a nuestro alrededor, basta ver cómo la airada protesta ciudadana vuelve a ocupar las calles de las principales ciudades de Grecia, Portugal, Francia, Italia, Irlanda, etc., para comprobar cómo la fase de «disturbios» va alcanzando progresivamente a todos los Estados de la Unión Europea -incluido el nuestro-, cuya ciudadanía se torna cada día más consciente del avance de la subversión y derribo del Estado de bienestar, de la precarización galopante que se nos echa encima, y de cómo la política ha pasado a ser mero instrumento, y los políticos peones, de los auténticos amos del mundo; a saber: los oligarcas que manejan esas fuerzas incontrolables, esquivas, huidizas y omnipresentes que se esconden tras el anonimato de términos como mercados mundiales, inversores globales, capital financiero, progreso, competitividad, etc., con las que nos tiranizan y ensanchan la brecha de las desigualdades: cada vez más en manos de menos, cada vez menos a repartir entre más. El divorcio entre Estado y Poder ha llegado a hacerse tan notorio en los tiempos que corren, que bien podríamos sumarnos a ese manifestante retratado en una de las lúcidas viñetas de El Roto, que propone: «Si mandan los mercados, ahorrémonos los gobiernos».
La larvada violencia que incuba nuestra sociedad se asoma a la pornografía de las cifras del paro -más de cuatro millones y medio de personas, y aumentando-, a la de desahucios y embargos de viviendas en nuestro país, que disparan en los juzgados el número de ejecuciones hipotecarias al punto de ser más de 366 familias las que se quedan diariamente sin vivienda este año (66.371 hasta junio, según datos del Consejo General del Poder Judicial) y de los miles de millones de euros que el Gobierno ha extraído -¿sustraído?- del erario público para ir al rescate del sistema financiero que ha dado lugar a esta debacle, al tiempo que nuestros mandatarios se inhiben de tomar medidas que eviten el sobreendeudamiento de las familias por prácticas abusivas de la Banca.
Es vergonzoso que se dé dinero público a entidades que siguen embargando viviendas y un crimen que la mayor parte del dinero prestado al país vaya a parar a las arcas de las entidades financieras. Por poner un ejemplo: de los 181.600 millones de dólares que los bancos alemanes han prestado a España hasta el mes de junio, 81.100 millones han tenido a los bancos españoles como destinatarios. El surrealismo de la situación podría plasmarse con la imagen de un banquero irreprochablemente vestido, envuelto en la atmósfera aromática de un cohíba pata negra y cómodamente apoltronado en su sillón de látex, mendigando con su escudilla de oro a la puerta del papá Estado; del mismo Estado que el neoliberalismo trataba -y sigue tratando- como estorbo por considerarlo un obstáculo para sus planes de desregulación.
Esta violencia soterrada ya mostró sus colmillos con los piquetes de huelga que paralizaron en Madrid el transporte público de autobuses urbanos e interurbanos en la pasada huelga general como respuesta a los altos porcentajes que unilateralmente había fijado el Gobierno de la Comunidad madrileña en concepto de servicios mínimos, y ha vuelto a tener un repunte con el tema de los controladores, porque la irresponsabilidad del Ejecutivo al decretar la privatización de AENA (Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea) y la modificación laboral de los Controladores el mismo día en que se iniciaba el mayor puente vacacional del año, sólo cabe tacharla de provocación y ataque frontal y violento, no sólo a los Controladores, sino a los miles de trabajadores de todos los aeropuertos y centros de trabajo de AENA, directamente afectados por las medidas privatizadoras del Gobierno, pues serán subrogados a la nueva sociedad mercantil Aena Aeropuertos S. A. para, inmediatamente, enfrentarse a la disyuntiva de elegir entre aceptar las condiciones de la empresa concesionaria, ser trasladado al centro donde sean necesarios, caso de que lo hubiera, o pedir el finiquito.
Después de un año de escaramuzas, desencuentros y fricciones con los Controladores; después de haberles recortado sus salarios de lujo en más de un 42% y de aumentarles más de un 32% el horario laboral; después de saltarse a la torera la legalidad vigente obligándoles a hacer horas extras, el Gobierno situaba el problema en el terreno óptimo para poner fin a este pulso de una manera drástica y radical. Sabía que los Controladores no iban a transigir que se excluyera de su periodo laboral conceptos como estar de baja, permisos por maternidad o paternidad, formación, revisiones médicas, labores sindicales, etc., y menos aún que dichas medidas se contemplasen con carácter retroactivo, cosa que colocaba a los Controladores debiendo un elevado número de horas a la empresa, lo que los obligaba a seguir trabajando aun después de haber cumplido el número de horas acordadas en su convenio. Vemos, pues, cómo los privilegiados de los sueldos de oro, eran despojados de los derechos más elementales recogidos en el Estatuto de los Trabajadores (¿Qué pensaríamos si a un trabajador que laborara de lunes a viernes, le obligaran a hacer durante el fin de semana las horas perdidas por enfermedad o en el cumplimiento de algún deber inexcusable?… pues eso es lo que han hecho con los Controladores) y arrojados a una confrontación que, una vez estallada, y ante la cólera de cientos de miles de personas que iban a ver torcidos sus planes de vuelo, permitiría al Gobierno desplegar esa energía que tanto se ha echado de menos ante la piratería de los especuladores financieros o la brutalidad marroquí en el Sáhara, para tomar dos decisiones tan excepcionales como peligrosas: la primera, echar mano de los militares para resolver un problema laboral, poniendo tanto a los trabajadores implicados como al espacio aéreo nacional bajo jurisdicción castrense; la segunda, decretar el estado de Alarma por el máximo periodo -quince días- que contempla la Constitución -prorrogado hasta el 15 de enero por el Congreso de los Diputados-, cosa que no había ocurrido nunca en los más de treinta años que llevamos de democracia.
Tales medidas, amplificadas con la orquestación mediática de descalificaciones hacia los controladores, tachados de chantajistas sin escrúpulos, privilegiados sin vergüenza e insolidarios avaros, unido a las imágenes de los aeropuertos colapsados donde los frustrados viajeros sufrían una insoportable espera, concedieron al grueso de la población esos «cinco minutos de odio» con que el Gran Hermano, de Orwell, dejaba desfogar a sus súbditos, para terminar de reventar a un colectivo que ha sido dialécticamente «linchado» y arrojado al fuego de la descalificación social.
Sin embargo, nosotros, los trabajadores de este país, deberíamos mirar por encima de este estado de Alarma y permanecer alerta ante los coletazos de un Gobierno más hundido que tocado, por cuanto parece no respetar leyes ni acuerdos con tal de sacar adelante sus proyectos al servicio del gran capital. Y en este sentido va a ser interesante conocer la sentencia del Tribunal Supremo ante la querella interpuesta por el colectivo de Controladores, ya que al parecer, entre otros agravios, militarizar un sector civil sólo puede hacerse bajo la declaración del estado de Sitio, cosa a la que el ejecutivo no ha llegado todavía. Por otra parte, también deberíamos desbrozar, de una vez por todas, nuestro pensamiento de siglas y etiquetas que no conducen sino al engaño y preguntarnos qué clase de izquierdismo practica un gobierno capaz de recurrir -como ha hecho el de Zapatero para la militarización del personal civil- a una ley de 1960, sacada, por tanto, de la legislación fascista de la España de Franco; una ley, como todas las de su tiempo, derogada por la historia. Pero, al margen de estas tropelías jurídicas, de las que tan plagada está la andadura «socialista», no hay que descuidar el viento de fronda que agita las páginas de los periódicos y los micrófonos afines a los dos partidos en el poder con respecto al cuestionamiento más o menos velado del derecho de huelga: derecho constitucional, cuyo logro costó a la clase obrera muchas vidas, mucha prisión y muchos sacrificios, y que, a raíz de la huelga general del pasado 29 de septiembre y ahora con este abandono del puesto de trabajo de los Controladores, se perfila como otro obstáculo a eliminar por parte de la patronal. De hecho, y a raíz de los incidentes que desembocaron en el cierre del espacio aéreo español, la aerolínea irlandesa Ryanair ha pedido a la Unión Europea que «retire» el derecho de huelga a los trabajadores de los servicios esenciales. El rodillo neoliberal sigue avanzando.
Hay otros dos aspectos del caso de los Controladores que merecen atraer nuestra atención. El primero -me causa espanto- se refiere a la absoluta naturalidad con que la sociedad española ha encajado las insólitas decisiones tomadas en este asunto por el Gobierno. No caer en la cuenta del peligro que supone sacar galones y fusiles a la calle a reprimir a los trabajadores, con el pasado de pronunciamientos militares y de golpes de estado que pesan sobre nuestra historia, no es ya cuestión de ignorancia o inconsciencia, es todo un síntoma de la necrosis ideológica que padece la clase trabajadora, mucho más sensible a los padecimientos del «usuario» -entiéndase: «consumidor»-, que a la supresión de derechos que lleva implícita esta ingerencia castrense en la vida ciudadana. Y es que, una vez desactivada la conciencia política y convertido el movimiento obrero en estatua de barro gracias a la desmovilización sindical, a la inepcia de los partidos de izquierda y, fundamentalmente, al lavado de cerebro que con tan hábil celo nos viene practicando ese engranaje esencial del sistema que son los medios de comunicación, hoy estamos mucho más cerca del consumidor que del ciudadano; más cerca del súbdito que del hombre libre.
El segundo aspecto sí es positivo, al menos para los trabajadores que aún conservamos un mínimo de conciencia de clase. Porque el conflicto de los Controladores ha venido a demostrar, con la tremenda rotundidad de los hechos, que quienes de verdad tenemos la fuerza -esa fuerza del trabajo que el capitalismo destruye deliberadamente cuando condena al paro forzoso a las personas- somos los trabajadores. Si nosotros queremos se para todo, se acaba todo, se cierra todo: hasta el espacio aéreo. Somos depositarios de esa fuerza indomable, porque somos nosotros los que levantamos ciudades y edificios; los que trazamos y construimos carreteras, acueductos y puentes; los que conducimos y controlamos los transportes; impartimos la enseñanza en escuelas, institutos y universidades; mantenemos en funcionamiento fábricas y hospitales; velamos por la limpieza y saneamiento de las poblaciones; cultivamos los campos; salimos a pescar; descendemos al vientre de la Tierra para extraer sus minerales; transformamos en útil la energía… ¿Qué harían las compañías aéreas sin sus controladores de vuelo? ¿Qué los dueños de las fábricas sin sus operarios? ¿Qué los consejeros o ministros de Educación sin sus profesores? ¿Qué los de Salud sin sus médicos y enfermeras? ¿Qué las multinacionales agrícolas sin sus campesinos? ¿Qué los grandes banqueros sin sus empleados? ¿Qué las minas, por muy ricas que fueran, sin sus mineros? ¿Qué los amos de los diarios sin los impresores? ¿Qué los acuerdos pesqueros y los grandes armadores sin sus marineros? ¿Qué las empresas de la construcción sin sus albañiles, carpinteros, fontaneros, etc.?… Yo lo diré: ¡¡Nada!! ¡¡Absolutamente nada!!
Los oligarcas y los políticos a su servicio no son nadie sin la fuerza de nuestro trabajo. De ella viven y por ella engordan y se creen poderosos. Y nuestra es la culpa de que así se sientan. Hemos perdido hasta tal punto nuestra dignidad como personas, como ciudadanos, como trabajadores, tenemos tan poca conciencia de lo que vale nuestro trabajo, que no nos damos cuenta de la fuerza que representamos. Por muy frustrante que consideremos la actitud pasiva de la izquierda, por muy desesperanzador que nos parezca el talante burocrático, y hasta colaboracionista en ocasiones, de los sindicatos mayoritarios, deberíamos apartarnos de tantas delegaciones y concienciarnos plenamente de nuestro poder, de la fuerza que emana de nosotros en cuanto colectivo, de la potencia que irradia la unidad, de la enorme energía que produce la unión.
Se acercan tiempos revueltos, porque estamos entrando en el episodio de los «conflictos FMI» y hemos podido comprobar cómo el Gobierno toma sus medidas y hasta, por boca de ese perito en intrigas y conspiraciones que es Rubalcaba, se permite hablar de «normalidad» estando vigente el estado de alarma. Y puede que esa sea la «normalidad» que nos espera, la que el Consejo de Ministros ha diseñado para los más que probables conflictos venideros. Por eso, más que nunca, se impone hoy ser conscientes de nuestra fuerza y de lo que podríamos lograr si, uniéndonos, hacemos uso de ella en el sentido correcto. Hace una semana, un colectivo antipático, pero unido como mosqueteros, bien que lo ha puesto en evidencia.
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