El artista, crítico y pedagogo Luis Camnitzer subraya la importancia de ponerse en el lugar de quien lo escucha o de quien ve su obra. Comenta que a menudo los artistas no piensan en «¡Qué carajo le importan al pueblo mis neurosis!»
Luis Camnitzer nació en Alemania, creció en Uruguay y reside en Nueva York desde 1964. Es profesor emérito de la Universidad Estatal de Nueva York. En 1998 recibió el Premio Anual de la Crítica de Arte Latinoamericana, otorgado por la Asociación Argentina de Críticos de Arte. Sus obras han formado parte de prestigiosas bienales de arte de Venecia, La Habana, Whitney, Mercosur de Porto Alegre, Liverpool, entre otras. Fue el cofundador del taller experimental New York Graphic Workshop, del Museo de Arte Latinoamericano y del Movimiento por la Independencia Cultural de América. Sus obras forman parte de las colecciones permanentes de instituciones como el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), el Museo Metropolitano (NY), el Whitney Museum of American Art, el Tate Modern de Londres, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires y el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana.
Memorial (2009): 195 impresiones digitales, réplicas del directorio telefónico de Montevideo en que Camnitzer insertó nombres de cientos de desaparecidos en la dictadura militar de Uruguay.
Camnitzer estuvo recientemente en Guayaquil para impartir un seminario titulado ‘Reflexionando en torno a la pedagogía en el arte hoy’, al que asistieron docentes y estudiantes del ITAE y la Universidad de las Artes. En esta entrevista, habla sobre la relación entre el artista, la obra de arte y el espectador.
¿Quién es ‘el espectador’ y cuál es la responsabilidad del cineasta o del artista frente a él? Te pregunto porque, por ejemplo, cuando se habla del cine en Ecuador o en muchas partes de América Latina (sobre todo del cine comercial, o que pretende ser comercial), se dice que el público local no quiere ver cine nacional y se le culpa en parte por los resultados pobres en la taquilla. ¿Es acertado este análisis o crees que el realizador tiene una responsabilidad para involucrar al espectador y hacer que este sea partícipe?
El problema con el cine comercial es que está diseñado como un espectáculo de consumo. Lo que le interesa al cineasta comercial es que venga mucha gente, que pague la entrada y vea la película, y después no importa. Entonces es muy difícil dar una respuesta esclarecida sobre el tema… Se asume además de que hay un público único, el comercial digamos, y hay que encontrar el promedio de comunicación -que tiende a ser el nivel más bajo para conseguir mayor concurrencia-. Y eso lleva a una especie de demagogia cinematográfica, dirigida al consumo y no a la parte educativa que el arte podría tener.
Una vez que subdividís el público en distintas categorías de acuerdo con la educación, tenés cines distintos: tenés un cine elitista con una cinematografía artística -el club de cine que tiene fanáticos del medio y que están muy informados sobre los precedentes y las referencias y es como un juego dentro del cine mismo- o tenés el público no preparado, que lo único que quiere es un estímulo superficial y muchas veces sentimental. Entonces, sacar un promedio de esos dos públicos es prácticamente imposible, o por lo menos muy difícil, y no sé en qué medida los cineastas se lo plantean o no porque no estoy en eso…
Pero como artista visual, yo soy muy consciente de las divisiones del público y yo sé a qué parte del público me dirijo y a qué parte no me dirijo. Y ahí está el asunto del arte político en la que un artista politizado quiere llegar a otro público menos educado y termina haciendo un arte paternalista, afectado, en el fondo, cursi de cierto modo, porque empieza a hablar un lenguaje que no es cotidiano del artista mismo, y eso crea otros problemas.
Como artista, desde tu práctica, ¿cuáles serían algunos métodos o herramientas para involucrar más al espectador?
Una condición importante es que en algún momento, no necesariamente en el momento mismo de la creación -pero sí en el momento de control de calidad-, el artista decide: «bueno, esta obra está, y no la voy a seguir trabajando». Ese punto, en general, sucede (a partir) de una apreciación personal, entre el artista y el objeto, lo que a mí me parece demasiado limitado.
¿Cómo haces para tomar la distancia suficiente que te permita ver tu obra a través de los ojos del espectador?
Les decía a mis alumnos que todo este proceso es un poco como tirarse a la piscina, vas nadando bajo el agua, mientras que estás parado en el borde de la piscina y te mirás nadando bajo el agua. Es una disciplina que vas adquiriendo con el tiempo y llegás a ser capaz de tener dos personalidades que se ayuden y no que se excluyan.
Durante el taller ‘Reflexionando en torno a la pedagogía en el arte hoy’, dijiste que te importa más el ‘qué’ (el contenido) que el ‘cómo’ (la forma), pero también que la forma determina la efectividad del ‘qué’…
Hay una diferencia en tomar la forma como meta, eso es lo que produce el formalismo, o tomarla como un vehículo. Ahí el «qué» es lo que toma primacía y el «cómo» es el envoltorio con el que presento el «qué». Es importante pero solo es importante como subsidiario de lo que quiero lograr. La forma no es la obra. No define lo que quiero lograr; me ayuda a comunicarlo.
¿Qué preguntas éticas podemos hacernos como artistas cuando estamos empezando una obra, mientras la realizamos y después de terminarla?
Pienso que un artista tiene que tener una ideología que informe lo que hace, como cualquier persona. Tiene que haber un marco de referencia ideológica que te ubique y determine qué relación tenés con la sociedad. Una relación puede ser «yo quiero matar a todo el mundo», o la relación puede ser «que todo el mundo sea feliz», o lo que sea, pero hay algo que determina tu forma de comunicarte con el espectador y por lo tanto, va a influir en la obra que hagas. Eso determina donde termina la obra. Si termina en la obra misma, si termina en el mercado, o termina en una actividad posterior en la mente del espectador. Y eso no es que te lo tengas que repetir a cada rato mientras trabajas, sino que es una plataforma en la que te paras y automáticamente decides qué es lo que vas a hacer.
Entonces, para mí, cuando yo hacía expresionismo era una cosa muy emocional; era terapia en última instancia porque estaba tratando con ansiedades que tenía, con odios y amores, a veces literalmente, y que, en última instancia, la única conexión que tenía con el espectador era que (las obras) estaban más o menos bien hechas. Se acomodaban al código aceptado como obra de arte, pero nada más.
Cuando estaba en la Escuela de Bellas Artes de Montevideo -una escuela muy limitante- organizábamos ferias populares porque había que permitir que el pueblo tenga acceso a la obra de arte. Pero lo que estábamos, de forma muy simplista, planteando era que el producto que yo hacía por mi neurosis tenía que ser accesible al pueblo. Y nunca pensamos «¡qué carajo le importan al pueblo mis neurosis!», que era la clave. No pensamos en esa época que de lo que se trata es de equipar a ese pueblo con los instrumentos mentales y culturales para generar su propia obra.
Habían proyectos que eran: «Bueno, ese barrio está en mal estado, vamos a diseñar murales y embellecerlo». Sí, pedíamos permiso a la gente, pero en última instancia era una actividad totalmente paternalista y superficial. No solucionábamos nada. En todo caso ayudábamos a que el sistema represivo quedara más lindo.
Entonces ahí el razonamiento ético te permite profundizar más y ajustar tu obra dentro de eso. Y de acuerdo con quién sos como artista, va más adentro o menos adentro de eso. Pero, por lo menos, no haces obra que obstaculice tus creencias.
En general, cuando se cree en la autonomía del arte, uno piensa que es un terreno sagrado, que se puede hacer lo que quieras sin preocuparte por lo que pasa afuera, y sin las consideraciones éticas. Y también pensar que, como artista, tienes una coronita y por lo tanto todo lo que haces es válido e importante.
Yo me acuerdo que hace mucho tiempo hubo en la Bienal de Venecia un artista italiano que se llamaba Dominicis y expuso un niño con síndrome de Down sentado en una silla a cuatro metros del piso, contra la pared, y lo tenía ahí sentado durante varias horas y esa era su pieza1. Había conseguido permiso de los padres, seguramente eran pobres y se les pagaba mucho. A mí me pareció una obra totalmente falta de ética, a cualquier nivel. Y ahí tenés el problema de Santiago Sierra, que es un tipo con mucha imaginación, lo respeto como creador, pero no logra diferenciar cuándo su obra es crítica de una mala ética y cuando es parte de esa mala ética. En ese sentido aunque estilísticamente hay una línea muy coherente en su producción, en términos éticos hay una incoherencia que para mí es inaceptable o inmadura porque no se está planteando un problema ético con coherencia.
¿Cuál sería el desafío del artista?
El artista siente que la obra está terminada cuando siente que la solución con la que está trabajando se integra totalmente y de la mejor manera posible con un problema determinado. En realidad el fracaso no es fracaso. Es una solución que se aplica a otro problema que todavía no sabes cuál es. Y a lo mejor, nunca lo encontrarás.
¿Sería la integración de la forma (la solución) con el contenido (el problema)?
No necesariamente, es más amplio que eso, porque, en general, el contenido es algo narrativo y eso es demasiado limitado. Puede ser el contexto, puede ser el lugar donde está puesto. Determinada silla funciona acá pero no funciona en otro lado. Esta silla [señala una silla en el café], por más horrible que sea, funciona para el mostrador del bar pero no funcionaría en el baño. No es un asunto de contenido sino que es una solución que no sirve para el problema que estás tratando de arreglar. Pero, dada la forma de esa silla, es posible que, primero, pudiera haber una silla mejor para este mostrador y segundo, podría haber otro lugar en donde esa silla quedaría mejor, ¿no? Entonces hay un mensaje en la estética de la silla que se aplica mejor al otro espacio que a este, entonces sería una solución más perfecta. Una vez que tenés la integración perfecta de ambos, ya no los podés separar.
En diseño es más fácil porque las variables son menos. En arte, el asunto es que hay tantas variables que, como un malabarista, en lugar de tener tres naranjas tenés cincuenta o mil. Por eso el arte es difícil.
¿Alguna obra en particular en la que sientas que has hecho este trabajo de «encontrar la silla adecuada» para ese espacio; una obra en la que puedas decir aquí encontré la solución?
Yo creo que ‘Memorial’ es una obra así porque visualmente es casi invisible; la ves y parece una guía telefónica normal. Al mismo tiempo, como está en un museo sabes que hay algo ahí para que esté en un museo. Entonces estoy utilizando el contexto «el museo» como si fuera un marco que le dice al espectador «esto es arte» y si no estuviera en el museo, no lo podría ver como arte. Y una vez que eso está ahí, entrás y ves -con suerte- de que hay nombres que no tienen dirección y no tienen teléfono. O sea que invalidan la idea de la guía telefónica. Entonces, ¿por qué están ahí? Están ahí porque es gente que ya no existe, que desapareció.
Esa obra la hice para Uruguay, dirigida al público uruguayo, a la gente que perdió familiares. Y el hacerla, además, fue muy duro porque a mucha gente yo la conocía, y además descubrí que desaparecieron hermanos juntos, desaparecieron marido y mujer con niños, o sea empezás a vivir todas esas relaciones incluso con gente que no conocés y es un trabajo intensivo, muy de detalles y, emocionalmente, muy desgastador. Yo no podía trabajar demasiadas horas por día. Fue muy largo el proceso.
Al terminarla, se la mostré a un galerista en Nueva York que me dijo: «Esto lo ponemos». Me sorprendió. ¿A quién le importan 300 desaparecidos uruguayos durante la dictadura? Yo no vi que eso tuviera importancia más allá de lo local. Y bueno, fue un éxito. El Museo de Arte Moderno (MOMA) la compró y más interesante, la compró un museo en Alemania, donde nadie sabe dónde queda Uruguay (bueno, en EE.UU. tampoco). Pero en la inauguración, para mi sorpresa, la gente iba de página en página y buscaba a los desaparecidos. La obra creó un ritual entre el espectador alemán y el desaparecido uruguayo. En parte porque había el eco del Holocausto, pero si me hubieras preguntado antes: «¿Qué efecto va a tener esa obra en Alemania?», ni se me habría ocurrido la posibilidad de que eso pasara.
Nota:
La obra titulada «Second Solution of Immortality: the Universe is Immobile», de Gino De Dominicis, fue presentada en 1972 en la Bienal de Venecia.
Libertad Gills: Cineasta, docente y crítica de cine