Estoy indignado y avergonzado. Lo que el vídeo difundido hace unos días revela me resulta repugnante. Un grupo de militares españoles pateando salvajemente a prisioneros en Irak revela el nivel más bajo de degradación a que puede conducir la sensación de impunidad y desprecio por la condición humana de personas que se sienten amparadas por […]
Estoy indignado y avergonzado. Lo que el vídeo difundido hace unos días revela me resulta repugnante. Un grupo de militares españoles pateando salvajemente a prisioneros en Irak revela el nivel más bajo de degradación a que puede conducir la sensación de impunidad y desprecio por la condición humana de personas que se sienten amparadas por la fuerza de las armas.
Que esta supuesta guerra no era tal es algo que sabíamos desde el principio. Era, simplemente, ir a la zaga del ejército de los poderosos, haciendo de ridículos comparsas para prestarle apariencias de legitimidad a ese atropello histórico. Nunca la ciudadanía española estuvo tan de acuerdo en algo: aquella aventura iba contra todos los principios de una guerra justa y jamás debió emprenderse. Por desgracia, la lógica de los poderosos y sus inestimables medios de persuasión han conseguido extender una persistente neblina que ciega el entendimiento de las personas cabales; y un sistema de administrar justicia dirigido más contra los pobres que contra los poderosos, no parece dispuesto a darnos la satisfacción de ver a sus responsables respondiendo ante ella de semejante crimen.
Pero esto es algo de lo que se ha escrito infatigablemente durante años. La desgraciada muerte del periodista José Couso y la imposibilidad de hacer que sus autores comparezcan ante la justicia española, dicen bien a las claras del sometimiento de nuestra soberanía a la lógica del poder de nuestros supuestos aliados.
Y ahora, esto. Después de presentarnos la aventura iraquí como un paseo militar para restaurar la democracia y el imperio de la ley en ese desgraciado país, después de machacarnos con la propaganda de que nuestras tropas eran amadas, admiradas y agradecidas por su habilidad y tacto para poner orden sin violencia, para repartir paz y prosperidad entre ellos, descubrimos el lado oscuro de las cosas. Ya hace años que Amnistía Internacional reclamó explicaciones al Gobierno sobre el paradero de prisioneros, sobre lo inaceptable de su transferencia a potencias de las que hubiera indicios razonables de practicar la tortura y exigió investigaciones imparciales sobre los testimonios presentados. Como era de esperar, la respuesta fue que las tropas españolas actuaban con el más escrupuloso respeto del derecho internacional humanitario y que nada había de reprochable en su actuación.
El vídeo divulgado hace evidente lo que se había venido denunciando y, lo que es más grave, su ocultación deliberada y culpable. Porque aquí no se trata de cuatro o cinco desaprensivos que dan una paliza a prisioneros. ¿Resulta para alguien concebible que en un calabozo de una base en zona de guerra puedan unos militares perpetrar semejante paliza, sin que los superiores jerárquicos estén enterados? Ahora se nos reitera el firme compromiso con las leyes de la guerra de las unidades militares en combate. Pero resulta evidente que, al menos en este caso, se trata de algo que no puede suceder, el 4º Convenio de Ginebra lo prohíbe taxativamente. Y el Ministerio de Defensa o el Estado Mayor del Ejército pueden jurar por lo más santo que es algo que ninguno de los mandos que pasaron por Diwaniya conocían, pero simplemente, no se sostiene. Hay unos autores materiales de los que dirán que es imposible averiguar su identidad. Pero hay responsables hacia arriba, hacia muy arriba, que con absoluta certeza sabían que eso estaba pasando. Hasta dónde llega la escalada de ocultación es difícil de saber, pero resulta muy preocupante la primera reacción del Ejército asegurando que «ninguno de los jefes de los contingentes destacados en Irak tiene ni tuvo constancia y ni siquiera sospecha de que se infligieran malos tratos a prisioneros».
Tan preocupante como, a juzgar por el testimonio del periodista Gervasio Sánchez, la sublime indolencia de las más altas jerarquías e instituciones, que consideraron que no había nada que investigar. Y ello a pesar de las reiteradas advertencias de éste sobre las demoledoras consecuencias sobre la credibilidad de nuestras Fuerzas Armadas, si algún suceso de este tipo llegara a conocerse algún día.
Y esto es lo que ha sucedido y, por mucho que espabilaran ahora, el daño está hecho. ¿Qué es lo que deben pensar nuestros compatriotas sobre la actitud de sus militares ante la tortura? Por desgracia, el nivel de degradación moral que se ha ido extendiendo muy poco a poco me hace pensar que para muchos, esto forma parte de las cloacas del sistema, de las cosas que no queda más remedio que hacer, aunque no pueda reconocerse.
Todavía recuerdo cuando, durante el viaje de instrucción a bordo del Elcano, se produjo un robo en el sollado de marinería: supimos que el autor confesó tras la paliza que le propinó un cabo de la dotación, por orden del mando. Aquello me produjo un auténtico choque emocional y resultó un paso adicional en mi progresivo descubrimiento de las miserias y la abyección moral del modelo de ejército al que me había incorporado poco antes. La muerte del dictador y la consiguiente transición me animaron a continuar en él en la esperanza de su transformación en un ejército democrático. En el nuevo discurso oficial, los valores de respeto a los derechos humanos se han publicitado hasta la saciedad como permeando la moral y la práctica cotidiana de nuestras Fuerzas Armadas.
Un hecho como este revela que, por desgracia, no ha sido así. Y si hay mucho de reprochable a los individuos que cometen tales abusos, es más preocupante que toda una institución y los poderes a los que sirve no hayan hecho nada por modificar las conductas de tales individuos, con el mensaje contundente e incuestionable de que eso es intolerable y objeto de las más duras condenas.
Esta es mi vergüenza, la de pertenecer a unas fuerzas armadas que conservan muchos de los resabios del ejército franquista y son incapaces de manifestar con hechos una adhesión sincera a los valores democráticos y humanistas, más allá de unas cuantas, esporádicas, proclamas retóricas. Y mi frustración, la de contemplar cómo las instituciones pretendidamente emanadas de la voluntad popular son incapaces de corregir esta insoportable deriva.
Manuel Pardo de Donlebún, Capitán de Navío de la Armada, en la Reserva
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