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Cronopiando

Víctimas del terrorismo

Fuentes: Rebelión

Tenía alrededor de 65 años de edad y, como todos los días, se encontraba en su consultorio de pediatría, atendiendo a los niños y niñas de su localidad. Dos asesinos llegados desde la capital irrumpieron en la consulta y dispararon repetidamente sobre Santi Brouard hasta acabar con su vida. Era el 20 de noviembre de […]

Tenía alrededor de 65 años de edad y, como todos los días, se encontraba en su consultorio de pediatría, atendiendo a los niños y niñas de su localidad.

Dos asesinos llegados desde la capital irrumpieron en la consulta y dispararon repetidamente sobre Santi Brouard hasta acabar con su vida.

Era el 20 de noviembre de 1984, aniversario de la muerte del dictador, cuando la noticia del asesinato del dirigente de Herri Batasuna llevó el pesar y la indignación a todo el País Vasco.

Al día siguiente, Lekeitio, su pueblo natal, salía a la calle para acompañar el cadáver al cementerio y repudiar el alevoso crimen.

Pero ni Santi Brouard ni su esposa Teresa ni sus tres hijos, son reconocidos como víctimas del terrorismo.

Su dolor, desde entonces, no merece el despliegue de otros llantos, ni su pesar una pantalla en la que hallar consuelo o un micrófono en el que desahogar su indignación, su rabia, la impunidad del crimen.

Los asesinos de Santi Brouard estaban en la nómina del Estado español y cobraban dinero público por cada asesinato, por cada violación, por cada torturado. Su principal responsable, lejos de responder ante la justicia, acostumbra a dar conferencias por el mundo siempre en defensa, faltaría más, de la democracia y la justicia social. Otros altos funcionarios, ministros y gobernadores, implicados en decenas de crímenes, apenas sí se asomaron a cómodas prisiones algunos rápidos meses. Para ellos nunca hubo dispersión, ni celdas de castigo.

En ninguna de las distintas comisiones en que se agrupan las víctimas del terrorismo figuran Teresa y los tres hijos de Santi Brouard. Tampoco los cuatro jubilados vascos que, veinte años atrás, jugaban al mus en el Bar Hendayés y fueron asesinados desde la puerta por dos pistoleros a sueldo del Ministerio del Interior del Estado español que, aparentemente, equivocaron el blanco. Tampoco los dos jóvenes vascos, Joxe Lasa y Joxe Zabala, torturados hasta la muerte en el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo a manos del general Galindo, condecorado por el rey de España debido a su «larga y ejemplar» trayectoria, y cuyos cadáveres aparecieron enterrados en cal viva muchos años después al Sur del Estado español.

Tampoco Josu Muguruza, redactor jefe del periódico vasco Egin y diputado electo al parlamento del Estado español por Herri Batasuna, asesinado en Madrid la víspera de su investidura, en 1989.

Tampoco ninguna de las 30 víctimas de los llamados Grupos Armados de Liberación (GAL) que, a sueldo del Estado español, sembraron el terror y la muerte en Euskalherria (País Vasco). Tampoco las víctimas de otras organizaciones de idéntico origen, funcionamiento y financiación como Guerrilleros de Cristo Rey, Antiterrorismo ETA, o Batallón Vasco-español.

Y me pregunto si las otras víctimas del terrorismo, las oficiales, las que frecuentemente aparecen en los noticieros de televisión, las que habitualmente se muestran en las páginas de los principales periódicos del país, las que siempre cuentan con permiso para manifestarse, no se sentirán un poco solas ante tantas ausencias.

Me pregunto si no echarán en falta a Teresa, a la compañera de Josu, a los padres de Lasa y Zabala, a los nietos de aquellos cuatro jubilados, para los que nunca hay, por parte del Estado que sufragó su asesinato, ni siquiera la compensación a su impotencia.

Me pregunto si esas comisiones de víctimas que ahora hacen públicas declaraciones en rechazo a cualquier diálogo con ETA, creen en verdad que sus lágrimas son las únicas derramadas, las únicas con derecho al dolor público.