Un grupo de genocidas se ríe de la religión que dicen profesar en un intento de burlarse del sistema judicial que, en casos de condenas judiciales, considera la petición de perdón por el mal causado como atenuante. Un par de curas desorientados les llevan el amén. Desde el punto de vista estrictamente cristiano, la burla […]
Un grupo de genocidas se ríe de la religión que dicen profesar en un intento de burlarse del sistema judicial que, en casos de condenas judiciales, considera la petición de perdón por el mal causado como atenuante. Un par de curas desorientados les llevan el amén.
Desde el punto de vista estrictamente cristiano, la burla de los sicarios debería significarles alguna pena canónica extra, si se considera que, por sobre todo, son culpables de torturar, hacer desaparecer y asesinar a un número nunca conocido de seres humanos, por lo que jamás han mostrado el más mínimo arrepentimiento genuino.
Pero en honor a la verdad, todo aquello que hagan esos criminales abyectos no debiera llamar la atención. Más debiera avergonzar el silencio de quienes debieron hacer mucho más que lo que han hecho, comenzado por la presidenta Michelle Bachelet.
La maquinaria política que impuso la impunidad sin tomar en cuenta el dolor de los familiares y compañeros de las víctimas, ni los tratados ni la experiencia internacionales, ni las promesas de justicia, memoria y reparación, partió con la vergonzosa política de la justicia «en la medida de lo posible» que impusiera cobardemente el primer presidente postmilitares.
De ahí en adelante, solo quedó administrar esa doctrina que permitiría que un puñado de genocidas fuera procesado y algunos condenados. De reparación real, ni hablar.
La vergüenza mayúscula vino de la mano de aquellos que hicieron lo posible por traer de vuelta al país al tirano, preso en Europa en donde jueces probos intentaron lo que aquí, para vergüenza histórica, no se tuvo cojones. El resto, lo hizo el síndrome de Estocolmo que atacó a los otrora enemigos acérrimos de los criminales. Lo hizo el cálculo político rasca. Lo hizo la perspectiva de poder. Lo hizo el olor del dinero. Lo hizo la traición.
Y en las oficinas secretas habrán negociado dos o tres casos extremos, ¿Letelier, degollados y Tucapel Jiménez?, y el resto, por razones de Estado, habrán quedado para que el tiempo hiciera lo suyo.
Lo cierto es que en los gobiernos de la Concertación/Nueva Mayoría jamás, ¡jamás!, ha habido genuino interés por hacer justicia en los centenares de miles de casos de violación a los derechos humanos.
La amistad cívica entre los nuevos administradores de la postdictadura, y la ultraderecha, quizás una de las más abyectas del planeta, el compartir negocios, barrios, destinos turísticos, sets de televisión, balnearios y la idea de país, hizo su trabajo en un cuarto de siglo de connivencia. Ahora cuesta diferenciar un canalla de siempre con un advenedizo.
Vinculados en el convencimiento de que el orden neoliberal es único, inmodificable y la suma de lo mejor de la cultura occidental, la ultraderecha y la Nueva Mayoría, con todo y PC, se olvidaron de la verdad, la justicia y la reparación.
Y a pesar de que decentes lograron detener, procesar y condenar a uno que otro genocida, los vericuetos judiciales han permitido lo que a todas luces es una vergüenza: homologando a un genocida con un delincuente cualquiera, se le aplican normas para acceder a la libertad, así sea que pesen sobre ellos condenas que suman siglos.
Usted va por la calle de esta copia feliz del edén y puede cruzarse con un genocida.
Los gobiernos de la Concertación primero y ahora de la Nueva Mayoría, abandonaron la lucha por verdad, justicia y reparación. Lo suyo son las cifras de la economía, el crecimiento, el control de la inflación, la incorporación del país en la escena de las grandes economías y por sobre todo, mantener contentos a los poderosos. Un par de esqueletos perdidos no los van a sacar de la senda hacia el desarrollo.
Y muy al contrario de lo que alguna vez pensaron los irresponsables optimistas que tienen mal al mundo, la presidenta Bachelet, en su condición de hija de una víctima y ella misma habiendo pasado por esas manos criminales, ha abandonado a las familias y su exigencia de justicia.
Por eso llama la atención que entre víctimas sobrevivientes y muchos de sus familiares y compañeros haya quienes trabajan para este gobierno y lo hayan hecho para los anteriores. Eso los convierte en cómplices por medio de un silencio interesado.
Al conocerse la maniobra comunicacional de los genocidas encarcelados, que importa una burla a la fe que dicen profesar, y a las genuinas tanto como necesaria exigencias de verdad, justicia y reparación, es de esperar que los familiares de esas víctimas burladas que trabajan para el gobierno de Michelle Bachelet, la que ha guardado religioso silencio, y/o adscriben a él, vayan renunciando públicamente.
O callen para siempre.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 868, 6 de enero 2017.