El libro La muerte de la polilla y otros ensayos inaugura la temporada literaria destinada a la escritora inglesa, aprovechando que, habiendo pasado más de setenta años de su muerte, su obra pasa a la esfera del dominio público. Varias editoriales van por «su» Woolf.
Las voces que oía no le daban respiro. Esos huéspedes parlantes, viejos conocidos, la hundían en un pozo de tristeza. Las sombras se agitaban. Ya no podía leer ni escribir. Una vez más sentía que enloquecía. El presente se hilvanaba como un vademécum de desgracias venideras. Un frío y luminoso día de primavera -el 28 de marzo de 1941-, envuelta en su abrigo y ayudada por su bastón, la mejor escritora del siglo XX salió de su casa. Caminó hasta la orilla del río Ouse. No había forma de errar el camino; lo conocía como la palma de su mano. Llenó de piedras sus bolsillos y se arrojó al cauce del agua. Su cuerpo fue encontrado casi un mes después, a mediados de abril. «Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú -escribió en una carta dirigida a su esposo-. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido tú y yo.»
Los textos de Virginia Woolf pasan a la esfera del dominio público, transcurridos los setenta años de su muerte. Varias editoriales publicarán este año libros de y sobre Woolf. Si un clásico «nunca termina de decir lo que tiene que decir», como señalaba Italo Calvino, la obra de Virginia regresa a las librerías para volver a ser leída y releída. Y para intentar desentrañar eso que se desplaza siempre por los márgenes de lo ilegible o lo no dicho. Su memoria narrativa respira en La muerte de la polilla y otros ensayos (La Bestia Equilátera), la primera novedad, una serie de artículos críticos recopilados póstumamente por su marido, Leonard Woolf, en 1942. Pero también se editarán Fresh-water (Cuenco de Plata), la única obra de teatro que escribió; Flush y Un cuarto propio; y una monumental biografía: Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus), de Irene Chikiar Bauer (ver aparte).
Retraída y melancólica
La prosa de Woolf es un relámpago que captura un resplandor pasajero y a la vez perdurable. Menuda tentativa la de crear un estilo con dos «tendencias» ambivalentes, que pueden convivir sin neutralizarse. Lo que la hace -y la hará- una escritora única en su especie es el modo en que atrapa la fugacidad y la velocidad de los materiales sobre los que posa su mirada y su oído; la inquietante armonía y belleza con que aparea palabras que aún hoy provocan algún sobresalto. Y la manera en que excava en la conciencia, en las sensaciones contradictorias, en los sentimientos a flor de piel. Leerla es recuperar la zozobra de estar en carne viva. Todo lo examina con lucidez sensible, ternura despiadada, compasión afilada. Lo que suena a oxímoron en Virginia es postura vital y literaria.
En La muerte de la polilla…, traducido por Teresa Arijón, es tan honda la impresión que causa su estilo, que no sería nada disparatado estar rodeado de la gente, los acontecimientos o las atmósferas que proyecta la escritora. «El atardecer es amable con Sussex, porque Sussex ya no es joven y agradece el velo del ocaso, como una mujer entrada en años se alegra cuando se les ponen pantallas a las lámparas y solo puede atisbarse el contorno de su cara», describe en «Atardecer sobre Sussex: reflexiones en un automóvil». Los fantasmas, la angustia agazapada, se despliegan con la pulsación rítmica woolfiana, donde la melodía de la desesperación deviene lucidez en estado puro. «Pero yo, por ser un poco diferente, permanecía retraída y melancólica -reconoce como testigo privilegiada de ese atardecer-. Siento que la vida es dejada atrás a medida que dejamos atrás el camino. Ya hemos pasado por ese trecho, y ya hemos sido olvidados. Nuestros faros alumbraron las ventanas por un instante; ahora la luz está apagada. Otros vienen detrás de nosotros.»
Frutos maduros
Woolf, que nació en Londres en 1882, tuvo un trampolín prodigioso para conocer una parte del mundo a través de la inagotable biblioteca de su padre, el novelista, historiador, ensayista y alpinista Leslie Stephen. Demasiado temprano, en la adolescencia, padeció estados en los que alternaba una depresión galopante con una euforia y júbilo desmesurados, un trastorno mental que la acompañaría en esa caminata final hacia las orillas del río Ouse. Luego de la muerte de su madre, en 1895, y de su padre, nueve años después, los Stephen se mudaron a una casa ubicada en el barrio de Bloomsbury, cerca del British Museum, un ámbito que pronto se convertiría en el corazón del autodenominado Círculo de
Bloomsbury, las reuniones de notables intelectuales, artistas y personajes de la época. John Keynes, Arthur Waley, E. M. Forster y la poeta Vita Sackville-West, amante de Virginia, entre otros, frecuentaron esas veladas. En esas tertulias también participaba el escritor Leonard Woolf, con quien contrajo matrimonio en 1912. La audacia de Virginia cae como frutos maduros del árbol de su ingenio hacia los cimientos de su narrativa. En Orlando (1928), novela inspirada y dedicada a Vita Sackville-West, combate el corset victoriano. Dispuesta a dejar su impronta sin concesiones, se libera de una maleza de prejuicios y tabúes ancestrales. La protagonista de la novela muta de sexo y mantiene relaciones con hombres y mujeres a través de 500 años de historia inglesa. Temeraria y deliciosa, Virginia en su afán por no dejar títere con cabeza.
Como una mariposa
Nadie como Woolf sopesó nuestra condición de criaturas efímeras. Los 26 ensayos incluidos en La muerte de la polilla están hilvanados por la insoportable intensidad de la vida y lo inexorable de la muerte. «El dolor envolvía su cuerpo como una sábana húmeda plegada sobre un alambre -se lee en «La anciana señora Grey»-. Nosotros -la humanidad- insistimos en que el cuerpo se aferre al alambre. Le sacamos los ojos y los oídos, pero lo dejamos maniatado, con un frasco de medicamento, una taza de té, un fuego moribundo, como un cuervo embalsamado sobre la puerta del granero; pero es un cuervo que todavía sigue vivo, incluso atravesado por un clavo.» El lenguaje insumiso de Woolf juega con la memoria de lo que perderá. «El ojo no es minero, ni buceador, ni buscador de tesoros enterrados. Nos hace flotar mansamente sobre la corriente; descansa, se detiene, y el cerebro quizá duerme mientras mira», postula la narradora de «Merodeo callejero: una aventura londinense». «El ojo posee esa extraña propiedad: solo descansa en la belleza; como una mariposa busca el color y medra en lo cálido. En las noches de invierno como ésta, cuando la naturaleza se ha esforzado por acicalarse y lucirse, exhibe lo más bellos trofeos, descubre pequeños montones de esmeralda y coral como si la tierra entera estuviera hecha de piedras preciosas».
En «El historiador y ‘El Gi-bbon'», donde repasa críticamente la Historia de la decadencia y caída del imperio romano, de Edward Gibbon, advierte que pocos pueden leerla de cabo a rabo sin admitir que «algunos capítulos pasan sin dejar rastros». Cuánta hondura reflexiva destilan sus ensayos, como si ningún tópico escapara de su agudísimo radar. «La ironía es un arma peligrosa; fácilmente se torna artera y furtiva; el ironista parece lanzar un dardo envenenado desde un lugar oculto -subraya-. Por grave y templada que sea la ironía de Gibbon en sus mejores momentos, por incisiva que fuera su lógica y robusto su desprecio por la crueldad y la intolerancia de la superstición, a veces sentimos, cuando persigue a su víctima con escarnio incesante, que es un poco limitado, un poco superficial, un poco terrenal, un poco demasiado positiva e imperturbablemente un hombre del siglo XVIII y no del nuestro.» La muerte de la polilla, no caben dudas, es el mejor modo de empezar a celebrar el año de Woolf. Hay textos sobre Samuel Taylor Coleridge, «el innumerable, el mutable, el atmosférico», como califica Virginia al poeta inglés, «pionero de todos los que han intentado revelar los vericuetos, capturar los pliegues más sutiles del alma humana»; sobre Henry James, George Moore y E. M. Forster.
Una doncella de cascos ligeros
Resulta formidable «Gajes del oficio», un texto que fue transmitido por radio el 20 de abril de 1927. De entrada reconoce que hay algo «inadecuado» en aplicar el término «oficio» en lo que concierne a las palabras. «Oficio» tiene dos significados: hacer objetos útiles con materia sólida; y en segundo lugar, significa artificio, astucia, engaño. «Las palabras nunca hacen algo útil, y las palabras son las únicas que dicen la verdad y nada más que la verdad. Por lo tanto -explica-, hablar de oficio en relación con las palabras equivale a reunir dos ideas incongruentes, que en caso de aparearse solo engendrarán un monstruo digno de una vitrina en un museo.» Virginia afirma que el poder de sugerir es una de las propiedades más misteriosas de las palabras. «Las palabras en lengua inglesa están llenas de ecos, de recuerdos, de asociaciones, naturalmente. Hace ya muchos siglos que circulan por todas partes, en boca de las personas, en las casas, en las calles, en los campos. Y ésa es de una de las principales dificultades para escribirlas: están tan cargadas de sentidos (…) han contraído tantas nupcias célebres…»
No avanza en puntas de pie. Embiste, Virginia, con su bisturí premonitorio. «Las palabras son la más salvaje, la más libre, la más irresponsable y la más imposible de enseñar de todas las cosas. Por supuesto que podemos atraparlas, catalogarlas y colocarlas en los diccionarios en orden alfabético. Pero las palabras no viven en los diccionarios; viven en la mente.» Una afectividad amorosa y un sarcasmo amigable se combinan para fundamentar cómo viven en la mente. «Las palabras de la realeza se aparean con las palabras del vulgo. Las palabras inglesas se casan con las francesas, con las palabras alemanas, con las palabras indias, con las palabras negras, si se da la ocasión. Por cierto, cuanto menos indaguemos en el pasado de nuestra querida Lengua Materna, el inglés, será mejor para la reputación de esa dama. Porque ha sido una doncella de cascos muy pero muy ligeros.» En la segunda década del siglo pasado, «Gajes del oficio» habrá sido probablemente una soberana patada al hígado de un puñado de académicos ingleses. «Las palabras también son extremadamente democráticas; creen que cualquier palabra es igual de buena que otra, que las palabras incultas son tan buenas como las cultas y las no educadas como las educadas; en su sociedad, no existen rangos ni títulos.» Pero hay más en la caja de Pandora de Woolf: la naturaleza de las palabras es el cambio. «La verdad que las palabras intentan atrapar tiene muchas caras (…) y la expresan teniendo también muchas caras, iluminando primero una cosa y luego otra. Por lo tanto, significan una cosa para una persona y otra cosa para otra; para una generación son ininteligibles; para la siguiente, son más claras que el agua.»
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-24779-2012-04-02.html