La generación de la Transición, con toda su obra política e intelectual, ha quedado bajo el influjo de la maldición a la que estamos todos condenados y que tanto preocupaba a los guerreros homéricos: nadie los recordará una vez muertos
La semana pasada fue el novelista César Antonio Molina. Antes la feminista, muy ilustrada y muy antitrans, Amelia Valcárcel, y ese amante de Gustav Mahler y eterno vicepresidente de España, Alfonso Guerra. Podrían haber sido Fernando Savater, Tamames, Félix de Azúa, Joaquín Leguina o el difunto Sánchez Dragó, por solo apuntar unos pocos entre varios cientos. Hoy piden directa o solapadamente el voto a Feijóo, a veces también a Vox. Ayer se encabronaban o se reían burlonamente de las declaraciones de una ministra de Podemos o de Pablo Iglesias. Y antes de ayer, de una generación a la que consideraban infantil, caprichosa y desde luego iletrada. Desde 2011, no han parado de avisar sobre el precipicio moral y político al que el país estaba siendo arrojado por el empuje de unos jóvenes revoltosos e irresponsables (amén de unos independentistas de chufla y pandereta, que tomaron por una amenaza mortal), cuyo principal crimen está en que osaron no prestarles los oídos. Quién lo iba a decir, después de casi cuarenta años ininterrumpidos de masaje cultural a esos egos glotones e insaciables: primero en su juventud provocadora e irreverente; luego en su fase transicional responsable y anodina; y finalmente en su madurez conservadora y tirando a chocha.
Hay mucho de esa generación de la que conviene aprender, y casi todo como ejemplo negativo. Nacidos en la inmediata posguerra fueron, tras siglo y medio de tentativas, guerras y dictaduras, la primera generación de la “modernidad vernácula y europeísta”, hasta el punto de que muchos creyeron haberla inventado ellos mismos. Pasaron su infancia y su primera juventud en una época de prosperidad casi continua, en la que el franquismo empezaba a reconocerse como una carcasa quebrada y frente al cual los costes de la oposición (especialmente para estos hijos de la clase media) no eran ya tan altos como en las décadas pasadas. En los años setenta, muy jóvenes todavía, se convirtieron en la gran promesa del país. Se educaron sentimentalmente en una izquierda que fuera de los barrios obreros no existía, y que improvisaron a base de lecturas apresuradas y postureo adolescente. Por ocupar rápido y mal ese hueco, obtuvieron un premio inimaginable para cualquier nacido en fechas posteriores.
En la transición a la democracia, y prácticamente en las tres décadas que preceden la crisis de 2008, actuaron como los verdaderos protagonistas y gestores de esa finca llamada España. Y plantaron sus mejores propiedades en el espacio de la política y de la cultura, o de ambas, porque durante mucho tiempo no hubo mucha diferencia. Vivieron durante todo este tiempo de un mito: “Que ellos habían traído la democracia al país”, y que por eso les pertenecía. Mito sonrojante, pues la democracia fue el resultado de la reforma de los últimos franquistas y del impulso incontenible de las luchas obreras de la época. Pero a fuerza de repetirlo (aquello de “correr delante de los grises” y de “barrer la mugre franquista”), les valió.
En tanto fenómeno generacional, Pérez Díaz les dedicó un temprano retrato (en España puesta a prueba 1976-1996), que calificó como atravesado por la encrucijada “entre el poder y la libertad”, edípicamente determinado por el cumplimiento del sueño de sus padres (el logro, el éxito) y siempre bajo la particular constelación de “aspiración a la libertad”, proyección de “carrera” y obvia debilidad moral. En fechas recientes, Gregorio Morán les ha obsequiado con otro grueso volumen (El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Letrados. Cultura y política en España 1962-1996), con escasos remilgos a la hora de describir su temprana vocación crítica, cuando no radical, que terminó con su acabamiento en la formación de un nuevo establishment cultural.
Sánchez-Cuenca, también no hace mucho, publicó La desfachatez intelectual, un análisis de la figura del “intelectual público” en España. De su lectura se confirma lo que ya sabíamos: el estilo sentencioso, sobrado y pomposo de estos figurones es solo eso, estilo. En la vieja tradición católica e inquisitorial (también aprendida en su improvisada juventud de izquierdas), son especialistas en el juicio rápido y definitivo. No hace falta rascar mucho para encontrar que, por lo general, no son capaces de fundar sus afirmaciones con tres datos y dos argumentos. Si quieren un ejemplo arquetípico, llevado hasta el extremo, escuchen a Federico Jiménez Losantos. Este comparte todo con su generación: formación en la extrema izquierda, ambición sin mesura, pátina intelectual superficial y gran confianza en sus capacidades. La única diferencia con sus compañeros está en su genio para el insulto y en que no fue reconocido rápido y tanto como quiso por el monopolio cultural de la época (Prisa-El País). Por eso tuvo que virar hacia otra forma de radicalismo, en este caso, de derecha recia e hispana. Por lo demás, es un ejemplo puro de retórica generacional.
Ciertamente, toda explicación sobre la base de una sucesión de generaciones, cada cual como representante del “espíritu de su época”, es un abuso, cuando no una caricatura. En la generación de la Transición están también los que se quedaron por el camino o los que renunciaron al éxito, algunos con la amargura de la derrota y otros con la alegría de seguir conectando con lo nuevo que se abría paso. De todos modos, este juego entre generaciones permite comparar a aquellos que protagonizaron el ciclo, que va de la Transición hasta 2008-2011, con los que lo hicieron a partir de entonces. Pues aunque no fuera de forma directa y clara, contra esta vieja generación se levantó el 15M. Reconoció en la misma un tapón que bloqueaba el periodismo, la universidad, la política y casi toda posición institucional de cierta relevancia. Y ellos, como perros de guardia, capaces de oír frecuencias imperceptibles para los humanos, lo entendieron desde el primer momento. Desde entonces se empeñaron en una continua labor de zapa y derribo.
Si consideramos el actual Gobierno (y los de la Transición lo consideran así) como la desembocadura última del 15M, se explican muchas cosas que van más allá de las posiciones ideológicas, o que de hecho explican las posiciones aparentemente “de principios”. Ciertamente, este Gobierno tiene poquísimo de aprovechable, al igual que es poquísimo lo ha quedado “de izquierda sincera” después de ese campo de batalla interna que ha sido la nueva política.
En esto es posible una comparación trágica, y a la vez paródica, entre los años setenta-ochenta y la actual década. De hecho, a la generación del 15M (la misma de quien escribe) no se le deberá restar ni un ápice de crítica en su fracaso a la hora de reformar las instituciones y revolver el país de cabo a rabo. De lo que no cabe dudas es de que al despreciar, no reconocer, ni siquiera escuchar, a la generación de la Transición, el 15M hizo una labor de inigualable higiene mental.
Quizás la mejor lección que nos deja esta generación es la de aprender a envejecer mejor. Indudablemente estamos en una posición ventajosa. Pocos o casi ninguno de los nacidos en fechas posteriores han recibido tal exposición y reconocimiento, tan joven y sobre una base intelectual y política tan pobre. No hay entre nosotros jóvenes políticos convertidos en apenas unos años en “grandes hombres de Estado”, catedráticos encumbrados con apenas 30 años, directores de periódicos con menos de esa edad, intelectuales festejados durante tres décadas por unos libritos que el tiempo ha condenado para siempre. Hoy, el famoso (también el político) es un bufón, que sabe que hace de bufón. Si se cree algo más, estará perdido antes de que medie su carrera.
De todos modos, lo que es seguro es que la generación de la Transición, con toda su obra política e intelectual, ha quedado con certeza bajo el influjo de la maldición a la que estamos todos condenados y que tanto preocupaba a los guerreros homéricos: nadie los recordará una vez muertos. El 15M abrió las puertas a su olvido en vida. Y eso no lo perdonan.
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es ¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.