Fue Roberto Bolaño, un chileno aún no suficientemente reconocido, un tipo que murió joven y un escritor de mucha altura, quien mejor describió la brutal violencia contra las mujeres de Ciudad Juárez (México) en su monumental obra 2666. Y, aunque el texto es pura literatura, ese relato bien podría haberse convertido en el decálogo contra […]
Fue Roberto Bolaño, un chileno aún no suficientemente reconocido, un tipo que murió joven y un escritor de mucha altura, quien mejor describió la brutal violencia contra las mujeres de Ciudad Juárez (México) en su monumental obra 2666. Y, aunque el texto es pura literatura, ese relato bien podría haberse convertido en el decálogo contra la violencia machista. Otros lo han intentado. Y otras también. Pero uno tiene sus gustos. Y a mí, esa narración me descubrió donde radican los huecos que deja el diablo. Puro escalofrío.
Como cada año, se celebró el día Internacional contra la Violencia de Género. Y como cada año los medios emitieron programas especiales, cifras, datos y relatos de miles de vidas de mujer al borde del abismo. Incluso más allá de ese despeñadero existencial. Unos más sensacionalistas que otros. Y como cada año, y este con más razón porque las mujeres asesinadas han sido más numerosas que en el 2005 y en el 2006; el mensaje critico preventivo de esta violencia se ha sustentado más en lo cuantitativo que en lo cualitativo. Y sé que es muy importante decir y expandir datos como que, desde junio de 2005 hasta mediados de este año, 50.086 hombres han sido condenados por maltratar a sus parejas o ex parejas. Y que ello supone el 72% del total de las sentencias emitidas sobre este tipo de delitos. Pero esta violencia no puede ser interpretada ni visibilizada sólo por el número de quienes la padecen. Sé que no faltarán las grandes opiniones que se mostrarán sensibles a los rostros marcados, a las vidas sesgadas, a las trayectorias vitales rasgueadas por una violencia más íntima y perversa, pero no por ello menos pública y social. Pero más allá de este escenario mediático de denuncia, útil y necesario, uno cree necesario ir más allá. Para no reproducir el sensacionalismo políticamente correcto. Para incorporar nuevos análisis, no ya sólo acerca del origen de esta violencia. Se sabe y se reconoce abiertamente que la violencia sobre las mujeres se ejerce para imponer la voluntad de esos hombres que se creen poseedores de los cuerpos y almas de sus compañeras. También se sabe y se acepta que esta sociedad está construida sobre códigos masculinos de poder y dominación. Uno cree espera nuevos análisis que vayan más allá de la bondad o carencias de una Ley y de un cuerpo legislativo que trata de bloquear y sancionar este gravísimo problema social, político y relacional. Creo importante que, sin dejar de tener en cuenta esas dos perspectivas, incidamos en dos aspectos, a mi parecer fundamentales para entender la persistencia y la perseverancia de la violencia que se ejerce contra las mujeres.
Primera: hay una constante estratégica que perfila las actuaciones en materia de violencia contra las mujeres. Y esta es la invisibilización de los hombres agresores. Si bien la ley de Protección Integral contra la violencia de Género reconoce que esta violencia no es solo individual e íntima, sino que representa una agresión contra el resto de la ciudadanía, -y ese es el plus social, político y democrático de la misma- no es menos cierto que los agresores, los hombres en general, no sienten que esa ley vaya con ellos. Es una ley hecha para las mujeres en la que los hombres quedan fuera del punto de mira. Como ocurre con la Ley de Conciliación. Solo concilian ellas. Porque ellos siguen trabajando o están ausentes de la conciliación. Por eso uno cree que la sociedad entera no acaba de entender que la violencia contra las mujeres es un problema de los hombres. De los hombres violentos. No de las mujeres. La sociedad percibe, y los mensajes son evidentes, y las construcciones mentales también, que son ellas quienes tienen el problema de ser agredidas o ejecutadas. Es cierto que la Ley Integral ha desplegado una enorme batería de protecciones jurídicas, sociales y económicas pertinentes hacia las victimas. Y debe seguir haciéndolo. Pero ahora hay que poner a los agresores en su sitio. El discurso teórico acerca de la violencia de género debe de girar la mirada. Hay que mirar a los agresores. Y sobre ellos elaborar nuevos análisis. Porque da la impresión de que campan a sus anchas. Y ellos son el peligro social y democrático.
Segunda: si los hombres se sienten ajenos al problema nada mejor que apuntalar esta ajenidad. Uno cree que se está generalizando un gran movimiento teórico y práctico en contra de la pretendida y legitima alteración de los códigos sociales que todavía sostienen una sociedad machista y patriarcalista. Una especie de contrarrevolución o contrarreforma como también está ocurriendo en los ámbitos de los servicios públicos, del Estado del Bienestar y otros espacios sociales. Y a la cabeza están hombres que sienten amenazada su masculinidad. Las principales tesis de este movimiento las ha expuesto Andrés Montero y vendrían a ser las siguientes. Uno: según esta lectura, el ecosistema de igualdad está ganando mucho terreno en la socialización de estrategias de relación. Está perfectamente instalado en la sociedad. Por tanto, ellas llegarán a esa igualdad por pura inercia. Ese es el discurso social dominante. Pero lo que no se analiza es que ese sistema de igualdad ha sido diseñado y codificado con claves de dominación masculina. Dos: ciertos sectores sociales sienten la desmasculinización de la sociedad como una amenaza para su correcto funcionamiento. Por eso, entre otras cuestiones, afirman que la violencia es bidireccional. Que viene y va. Vamos, que ellas provocan. Que ellos reaccionan violentamente porque están ellos también sometidos a una tensión psicológica y relacional que necesariamente acabará en sangre. De ahí a institucionalizar asociaciones de hombres maltratados y a victimizar a los agresores y maltratadores, solo hay un suspiro. Uno cree, pese a otras tesis, que los agresores no son victimas de nada, sino el resultado de sus pulsiones y pasiones. Los agresores son conscientes de lo que hacen. Y lo hacen porque obtienen beneficios. Esa idea marco tiene un gran poder de seducción. Y lo que pretende su agenda oculta es desmontar el entramado igualitario y democrático que dos leyes de gran calado social están generando, la Ley de Igualdad entre hombres y mujeres y la Ley de Protección Integral contra la Violencia de Género. Y tres: la contrarreforma masculina en materia de violencia de género trata de incidir en la Justicia para que ésta solo penalice la violencia masculina en aquellos casos en los que haya agresiones físicas avaladas técnicamente. Pruebas y señales. Según Andrés Montero, esta es una estrategia para desarticular la penalización de la violencia masculina que desde sus inicios se ha logrado con la puesta en marcha de la Ley Integral. Y, a juicio de este autor «el objetivo de fondo es retornar a un código penal, sin enfoque de género, que nos han contado que es neutro, puesto al servicio de la hegemonía masculina». Así las cosas, uno es optimista respecto a los avances legales, pero también precavido y cauto a la hora de valorar los nuevos discursos filomachistas que emergen en amplios sectores del tejido social.