Terminaron los fastos y conmemoraciones del décimo aniversario en memoria de las víctimas del 11M de 2004 en Madrid. Un funeral de Estado católico, avalado por una Constitución laica, puso, como siempre, el broche final a la efeméride social y pública. Una paradoja en toda regla. La fuerza de la costumbre y las órdenes latentes […]
Terminaron los fastos y conmemoraciones del décimo aniversario en memoria de las víctimas del 11M de 2004 en Madrid. Un funeral de Estado católico, avalado por una Constitución laica, puso, como siempre, el broche final a la efeméride social y pública. Una paradoja en toda regla.
La fuerza de la costumbre y las órdenes latentes de los poderes fácticos, todo hay que decirlo también con la complacencia pasiva de la izquierda parlamentaria, hace que el pueblo tenga que engullir la liturgia católica porque sí, sin posibilidad de enmienda, vulnerándose con alevosía los derechos constitucionales y las sensibilidades diferentes que buscan la convivencia pacífica sin imponer sus doctrinas irracionales o creencias íntimas esotéricas o religiosas a terceros.
Una ceremonia civil hubiera sido lo legítimo, legal y correcto. Sin más parafernalias ni adornos ni aditivos ni colorantes externos superfluos. Pero el integrismo nacionalista español exige estar en el útero de las mujeres, atosigando la conciencia de la ciudadanía torticeramente y en el rol privilegiado de protagonista estelar del luto de las víctimas y sus familiares. No se pregunta a nadie si es ateo, agnóstico o adepto a otra religión: el fundamentalismo católico cristiano invade el escenario público con sus ritos y mensajes espurios por decreto-ley divino.
Ofende a la razón ponderada y crítica que un cardenal de la talla ultramontana y fascista de Rouco Varela presida y acapare un acto de memoria histórica y hondo dolor cívico lanzando a los cuatro vientos su homilía de odio y sus arengas ideológicas y políticas de corte ultraderechista, en clara sintonía con el PP y los bulos de la misteriosa conspiración urdidos por Aznar, Acebes y el rotativo El Mundo.
Que la iglesia romana es un poder fáctico nadie lo duda. Nada se opone con fuerza similar a la suya y rigor político y científico a su influencia nociva en la sociedad. Está omnipresente, de hecho y subrepticiamente, en amplias esferas sociales, contaminando el discurso político de maneras muy distintas y dispares. Por ejemplo, influyendo en la actualidad inmediata a través de las prelaturas personales seglares a las que pertenecen varios miembros de la elite financiera, del PP y otras fuerzas afines; mediante las celebraciones populares transformadas en fiestas oficiales, y dando cobertura estética a diversos acontecimientos cotidianos y sociales de índole exclusivamente civil, militar, lúdica o privada: nacimientos, matrimonios, semana santa, entrega de diplomas o de premios, desfiles, aniversarios nacionales, autonómicos y locales y funerales corpore in sepulto o in memoriam, su producto estrella favorito. Por no hablar de su presencia intocable e inatacable como propietario principal del patrimonio artístico y cultural, el sistema educativo y el sector de la caridad.
¿Es España un país laico o neutral en asuntos religiosos? No. Vivimos en un Estado confesional atípico: la letra constitucional dice una cosa, con la coletilla expresa que menciona al catolicismo como reminiscencia trasnochada de otras épocas de infausto recuerdo, y la realidad capitalista se mueve por derroteros en apariencia distantes del fenómeno religioso, pero no tan lejos de él como pudiera dar la sensación en un vistazo ligero y superficial. La vigilia de los curas y quintacolumnistas mediáticos es permanente para apuntalar y ensanchar su capacidad de influencia casi ilimitada.
Ese Rouco visceral y antediluviano que dirigió su palabra falsa y retrógrada en recuerdo emocional de los muertos y damnificados por el atentado del 11M es uno de los potenciales atizadores intelectuales como jefe, amigo, compadre, conmilitón, encubridor y cómplice de los presuntos desmanes y elocuentes silencios de lesa humanidad imputables a la jerarquía católica y sus acólitos más reaccionarios: abusos nefandos a niñas y niños desvalidos e inocentes, golpes morales a las mujeres que quieren abortar y difundiendo urbi et orbe mentiras contumaces a los pobres y marginados para que sublimen su sufrimiento terrenal en aras de una explotación laboral y social más llevadera, aceptable y resignada. Los poderes fácticos saben con plena seguridad y sin margen alguno de error que cuantos más roucosvarelas haya, el mundo será mejor… para ellos, por supuesto.
Por enésima vez, las gentes progresistas han claudicado al influjo redentor del catolicismo. Han callado por dignidad y elegancia, para no manchar la memoria del 11M, evitar suspicacias hipócritas y polémicas estériles (¡?) y salvar una unidad coyuntural que nadie en su sano juicio puede tragarse a pies juntillas. Es de esperar y desear que a largo plazo se abran alamedas de auténtica libertad laica que arrinconen a los fanáticos de la irracionalidad religiosa. No será empresa fácil: el capitalismo venera las sotanas y los alzacuellos y los monaguillos viven extraordinariamente bien en el ambiente capitalista. El beneficio es muto gracias a la sacrosanta plusvalía. El capital roba y se alimenta del esfuerzo ajeno, mientras que las religiones someten la razón crítica y la rebeldía a sus intereses propios a base de sucedáneos ideológicos represivos, tradicionales y conservadores. Al final, ambos se reparten los dividendos. ¿Hasta cuándo Señor seguirán tus fieles jodiéndonos la vida? ¿Tendremos que aguardar a tu parusía milagrosa? Mira que el fin de los tiempos nos queda a trasmano, más allá de nuestras posibilidades mortales. Ven ahora, por favor, y llévate en tu regazo a los Roucos y cuadrilla similar que tanto fastidian nuestra sencilla existencia. Una palabra tuya, eso dicen, servirá para que huyan en desbandada a los golosos placeres del cielo eterno. Amén.
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