Primer artículo definitivo de la paz perpetua: La constitución política ha de ser en todo Estado republicana. (Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua) En su opúsculo de 1795, un Kant ya septuagenario medita sobre las condiciones de una humanidad sin guerras, y establece los artículos de una Constitución Universal para conseguir ese objetivo. Comienza […]
En su opúsculo de 1795, un Kant ya septuagenario medita sobre las condiciones de una humanidad sin guerras, y establece los artículos de una Constitución Universal para conseguir ese objetivo. Comienza con una introducción tal vez auto-irónica, donde se satiriza la condición humana: nos cuenta que un tabernero había escrito ese lema de ´A la paz perpetua’ bajo el dibujo de un cementerio. Una broma que nos recuerda a Espronceda y aquellas creencias liberales, que nadie supo plasmar con tanto arte, como él lo hizo en su soneto A Jarifa en una orgía : ¡sólo en la paz de los sepulcros creo!
Kant comienza, pues, constatando una creencia extendida entre los hombres, acerca de la íntima relación entre la vida y la guerra -hasta el punto de que ciertos evolucionistas llegaran a situar este maridaje indisoluble en el núcleo de su concepción de la vida-. Y quizás Kant se esté así burlando de la condición humana y de sus intérpretes liberales, capaces de devaluar algo tan sagrado como la ‘paz entre los hombres (y las mujeres) de buena voluntad’ .
Es esa cuestión de la paz y la guerra, el primer gran dilema de la Revolución Burguesa, al mismo tiempo alzamiento popular contra la tiranía del Antiguo Régimen bajo un imaginario colectivo utópico, y preludio para una nueva constitución del Estado capaz de impulsar el desarrollo capitalista de las fuerzas productivas. La cuestión de la guerra y la paz es también el núcleo esencial del combate que emprende el proletariado contra el nuevo orden social capitalista, tras la reconciliación de la burguesía post-revolucionaria con el pasado feudal para proclamar la eternidad de las clases sociales.
Pero no se entenderá bien el problema, si no buceamos en sus raíces históricas, filosóficas, psicológicas y sociales. No es una cuestión de hechos, sino de actitudes. La alternativa revolucionaria contra el Antiguo Régimen, consiste en acabar con un orden social fundado en la expansión militarista, al tiempo que en la intolerancia religiosa, las diferencias de fortuna, la superstición y la ignorancia. Los liberales dicen tener la solución: basta con sustituir el orden social feudal, cuya clase dominante noble, improductiva y perezosa, funda su dominación en la violencia y el robo; en lugar de éste, una sociedad fundada en la cooperación económica, gracias a las relaciones comerciales, traerá la convivencia pacífica entre los hombres con intereses comunes. El comercio dulcificará las costumbres, civilizará a la humanidad y traerá una era de paz y prosperidad para todos los pueblos.
Sin embargo, pronto se comprobará que ese supuesto no es cierto: el capitalismo necesita al Imperio Colonial, y éste no puede traer la añorada paz entre las gentes. La expansión del capitalismo liberal traerá un enorme sufrimiento, una violencia multiplicada, una destrucción mas completa para las culturas humanas en todos los rincones del planeta. La búsqueda insaciable de materias primas había ya comenzado en el Renacimiento con el descubrimiento, conquista y destrucción del continente americano, y ya no se detendría ya hasta nuestros días. El liberalismo no consiste en una rotura con esa expansión -comenzada por el Absolutismo del Antiguo Régimen- de la civilización europea a costa de todas las otras culturas humanas; por el contrario no es sino una intensificación todavía más violenta de esas mismas tendencias. Como mostrarán Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, hay una perfecta continuidad entre todas las etapas del desarrollo de la burguesía.
Jean-Jacques Rousseau será encargado de explicar ese fenómeno, derivado de una confusión ideológica, tal vez interesada o quizás sólo ingenua. Lo que hace al ser humano violento es una profunda herida infecciosa en su alma -el amor propio, el deseo de competencia, la envidia-, que se origina con el desarrollo económico de la humanidad y el aumento de la riqueza colectiva. Todo orden social justo debe combatir contra esos sentimientos, si es que no quiere sucumbir; el Estado justo, sólo puede existir si se funda en una moral ciudadana que supere el egoísmo individual. La armonía entre política y moral, según el concepto trascendental del derecho , es la formulación kantiana.
La historia ha dado la razón a Rousseau. El desarrollo capitalista ha expandido el comercio hasta límites insospechados hace unos siglos, sin habernos traído la deseada paz universal y la reconciliación entre los hombres. Pues la expansión capitalista no respeta ningún límite moral, ningún derecho humano, ninguna barrera racional y política que pueda imponerse a la lógica del beneficio. Pospone siempre la consecución de la justicia, de la paz y la armonía entre los seres humanos, a un futuro idílico cada vez más lejano. Sus discursos son pacifistas, pero su amarga verdad es el conflicto perpetuo, sólo cree en la paz de los sepulcros.
Mientras tanto, el modo de producción fundado en el interés privado y el mercado, ha empezado a chocar contra un límite cuya superación parece muy difícil, si no imposible: el límite es el propio planeta Tierra en el que vivimos, que ya no soporta más la presión de la industrialización sobre los ecosistemas de la vida. Por ello que la propuesta republicana es más actual hoy que nunca: necesitamos -¡y con urgencia!- un orden social que no sea expansivo, sino autocontenido, respetuoso con el medio ambiente. Capaz por ello de fundarse en la virtud de los ciudadanos responsables, que moderan sus pasiones y apuestan por la satisfacción condicional de sus deseos. Ese sistema es la República.
Kant supo entenderlo a la perfección. Sus artículos para la paz perpetua republicana prohíben toda política expansiva, como garantía de una actitud respetuosa entre los pueblos y los Estados: Ningún Estado independiente podrá ser adquirido por otro Estado, mediante herencia, cambio, compra o donación… No debe el Estado contraer deudas que tengan por objeto sostener su política exterior… Los ejércitos permanentes deben desaparecer por completo con el tiempo… Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y el gobierno de otro Estado…
¿Es realmente posible la República, el orden social autocontenido, la utopía aristocrática de Platón, o mejor aún la utopía comunista de Thomas Moro? Desde hace siglos que esa propuesta republicana ha ido desapareciendo cada vez más de las perspectivas de la civilización. La primera revolución burguesa que triunfó sobre el Antiguo Régimen, se produjo en Holanda en el siglo XVI y se configuró como una Confederación de ciudades soberanas que duró medio siglo. Pronto fue sustituida por una monarquía liberal, que garantizaba la defensa del comercio y la industria mediante un ejército estatal. La segunda revolución burguesa triunfante sucedió en Inglaterra en el siglo XVII, duró veinte años y tras un período absolutista sería sustituida por una Monarquía Parlamentaria, en lo que para los liberales fue la auténtica revolución, la Gloriosa de 1688. La República Francesa apenas duró un par de años, y el resto de revoluciones burguesas, como la alemana, ni siquiera llegaron a tener un régimen republicano alguna vez. La Constitución Republicana se transforma en una fantasía idealista, y al mismo tiempo la perspectiva de la paz perpetua se difumina para siempre, ahora que los Imperios capitalistas reclaman el derecho a la injerencia humanitaria. ¿Puede alguien imaginar lo que habría pensado Kant de eso?
La explicación de esa evolución histórica es muy simple: el modo de producción capitalista es un sistema expansivo, la forma política de su dominación es el Estado es liberal, su lema ‘vicios privados, públicas virtudes’ busca la expansión económica de las necesidades y los deseos, y acaba siempre en la competencia y el conflicto. El capitalismo no es compatible con la República.
Se dirá que hay muchas repúblicas burguesas. Pero no es que yo ignore la historia. Lo que sucede es que he dado una definición de República -‘sistema social autocontenido, no expansivo y fundado en la moral pública’ -; y estoy usando esa palabra con ese sentido, y no en la manera ambigua como las constituciones políticas la utilizan. Una definición compatible con el sentido en que Kant decía que la República es la condición para la paz perpetua, estableciendo así un punto crucial para toda la modernidad, la piedra de toque de toda auténtica posición revolucionaria en sentido racional y humano. La República se basa en la idea de un ‘contrato originario entre los miembros de una sociedad, los cuales son libres, dependen todos de la legislación común y son iguales como ciudadanos’. Con una Constitución así, donde la ciudadanía participase en las decisiones políticas -nos dice Kant-, no estallaría la guerra, pues nadie en su sano juicio la promovería teniendo en cuenta los enormes sacrificios que conlleva.
Es necesario no confundir la constitución republicana con la democrática , pues también existen las otras revoluciones -las que triunfan-. Aquéllas donde los políticos usan la reserva mental al firmar sus compromisos públicos, donde utilizan espías y provocadores para incitar guerras y conflictos, aquel Estado donde prevalece el oportunismo y el pragmatismo político de Maquiavelo.
Si echamos un vistazo a l a Constitución de la Segunda República española, descubrimos que ésta disponía en su artículo 6: «España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional» . Nada parecido se encontrará en las constituciones liberales de casi todos los países democráticos. El que redactó el artículo 6, sabía lo que decía, conocía su tradición. Pero ¿sabía cómo podía alcanzar los objetivos propuestos? ¿No fue la ingenuidad el problema de nuestra República, por no abundar en el carácter ideológico de sus propuestas?
Varios problemas importantes se les presentaron a los republicanos que alcanzaron el poder el 14 de Abril de 1931 -hace ahora 80 años-. La principal cuestión internacional que la II República heredó de la Monarquía borbónica fue el Rif, la colonia en el norte de África. Recuérdese que la revolución de 1921 trajo la República del Rif, bajo la presidencia de Abd al-Krim, cuyas ideas eran socialistas; y que esa República fue destruida por el ejército colonial español, aliado al francés. Ahí es donde anidaba el peligro que iba a costar tan caro a los pueblos peninsulares, en aquel ejército monárquico y colonial, que había sido capaz de organizar un genocidio contra la población rifeña, y que no se iba a echar para atrás en el genocidio de la guerra civil contra la población ibérica.
¿No fue un grave error del gobierno republicano y una inconsecuencia con el artículo 6 de la Constitución y con la concepción republicana del Estado, el no haber actuado a tiempo en ese terreno, aceptando la independencia a la colonia y deshaciendo el ejército colonial? En mi opinión hay que responder afirmativamente a esa pregunta; como también fue un grave error el retraso en la reforma agraria y el enfrentamiento con los campesinos anarquistas de Casas Viejas, otro gran problema de la República.
Pero el problema de fondo es mucho más grave que esos errores de cálculo político, y está relacionado con la ingenuidad del propio Kant, cuando piensa que la constitución racional para la humanidad se encuentra inscrita en los designios de la Naturaleza, que como una providencia obligará a los seres humanos, un pueblo de diablos , a comportarse moralmente a pesar de su poca inclinación, por causa de su también natural egoísmo y su propia carencia de sociabilidad. Optimismo ilustrado que hoy ya ha desaparecido de nuestra civilización, abocada al desastre ambiental y humano en el que progresa sin pausa.
El Imperio no traerá la paz perpetua, pero la Federación de Repúblicas Libres , que nos la traería, se aleja cada día de nuestro horizonte histórico. Una vez fenecida la esperanza racional en el ser humano, habrá que darle la razón a Heráclito quien nos dijera ya en siglo V a.n.e. que la guerra es la madre de todas las cosas . ¿Cómo pretender, por tanto, una Constitución Universal garantizase la paz perpetua?, ¿no es -como se nos muestra todos los días- el pragmatismo liberal la esencia de la humanidad? Pues, ¿no habíamos dicho que la República es una utopía, algo que está más allá de nuestras limitadas posibilidades humanas?
Propongo seguir leyendo a Kant: Los ejércitos permanentes deben desaparecer por completo con el tiempo. Consolación de la filosofía: ¡Viva la República!
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