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Viviendo de sueños morimos de…

Fuentes: Rebelión

No es una novedad señalar que el paradigma de la producción capitalista establece que la libre competencia, en la búsqueda individual de la riqueza, es lo único que la hace posible. Esto fue grabándose en piedra, como máxima tabla de ley, a lo largo de los siglos que tienen las sociedades humanas. Es así, orientado por tal “verdad”, como se han conformado, en las diversas civilizaciones, sus culturas, sus sistemas políticos, educativos y organizacionales -claro, luego del exterminio a sangre y fuego de las organizaciones tribales o el aislamiento de aquellas que aún sobreviven en algunos rincones de la tierra-. Por eso no está de más que los marxistas nos preguntemos cómo diablos pretendemos cambiar esta realidad.

Durante los últimos 106 años se han establecido, de manera más o menos estable, diversos gobiernos que se reconocieron a sí mismos como socialistas. Sin meterme en la enredada discusión sobre sus errores, desviaciones y fracasos, me hago una nueva pregunta, cuál de ellos ha logrado establecer aquello que Marx consideraba el paradigma socialista: un nuevo, y estable, modelo económico que transforme el valor de cambio en valor de uso. No hace falta profundizar mucho, es un hecho que, con las lógicas diferencias acarreadas por las realidades objetivas y las subjetividades revolucionarias, todos ellos han apelado a su interpretación del centralismo democrático, un confortable eufemismo, para establecer un aparato de gobierno que, apoyándose en un partido fuerte, asume la planificación, la producción y el control de lo producido.

Pues bien, tampoco hay que ser un adelantado para afirmar que la puesta en uso de los planes de un Estado socialista no puede depender, en cualquiera de sus niveles de desarrollo, de la voluntad de los funcionarios que controlan esos niveles. El socialismo, en el sentido enunciado por Marx, sólo será posible con la puesta en marcha, apoyado con toda la fuerza del Estado, de la libre organización colectiva para el trabajo, control y distribución de lo producido, y el partido, actuando como vanguardia y no como sustituto de la sociedad, debe ser la brújula que permite mantener ese rumbo.

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