El poder casi siempre dice la verdad; lo que ocurre es que, como los antiguos oráculos, a menudo habla en lenguaje figurado o poético, lo cual puede confundir a los menos sutiles. Por ejemplo, Aznar no mentía al asegurar que Iraq tenía armas de destrucción masiva y que el objetivo de la invasión era destruirlas. […]
El poder casi siempre dice la verdad; lo que ocurre es que, como los antiguos oráculos, a menudo habla en lenguaje figurado o poético, lo cual puede confundir a los menos sutiles.
Por ejemplo, Aznar no mentía al asegurar que Iraq tenía armas de destrucción masiva y que el objetivo de la invasión era destruirlas. Por eso las bombas «inteligentes» de los invasores destruyeron más de treinta mil escuelas y hospitales. Los niños (más aún que la poesía y por análogas razones) son armas cargadas de futuro; si crecen sanos y cultos (como los cubanos, como los de las generaciones iraquíes anteriores a la mal llamada «Guerra del Golfo»), forman un tejido social tupido y sólido, nada conveniente para los planes neocoloniales del Imperio y sus cómplices. Las escuelas son armas de destrucción masiva de la ignorancia, y la ignorancia es la mejor aliada de los Bush, los Blair, los Aznar… El poder suele hablar en lenguaje poético, y para comprender sus nada oscuros designios basta con no dejarse engañar por la literalidad de un discurso hecho, como los delirios y las pesadillas, de feroces metáforas y brutales metonimias.
Tras el último (y ojalá sea realmente el último) atentado de ETA, los aspirantes al poder y algunos de sus detentores hablan insistentemente de que hay que volver al Estado de derecho y a la transparencia informativa. Y, una vez más, lo que dicen es cierto: eso es exactamente lo que hay que hacer; para lo cual habría que empezar por:
-Explicarle a la opinión pública por qué se hizo explosionar el coche bomba de la T-4 sin antes asegurarse de que no hubiera nadie en el aparcamiento, una negligencia difícil de comprender en cualquier caso, y más si se tiene en cuenta que a aquella hora era bastante probable que alguien estuviera descansando en el interior de algún vehículo. El argumento de que no había megafonía tal vez pueda convencer a los niños de menos de ocho años, pero no al resto de la población.
-Reconocer que una condena de catorce años de cárcel por un par de artículos de prensa es un atropello a la razón, a la justicia y a la jurisprudencia (como han señalado numerosos juristas, algunos de ellos poco sospechosos de «radicales»); y, en consecuencia, poner inmediatamente en libertad a Iñaki de Juana, que, al margen de cualquier otra consideración, ya ha cumplido su condena.
-Derogar la Ley de Partidos, por la sencilla razón de que es una aberración jurídica (como han señalado numerosos juristas, algunos de ellos poco sospechosos de «radicales»). No se puede promulgar una ley «a la medida» para ilegalizar a un partido político concreto: o la legislación vigente basta para ilegalizarlo, o ese partido es legal, por más que ello incomode a los nostálgicos del franquismo. Sacarse de la manga una ley ad hoc para neutralizar a una formación política en ascenso y con amplio apoyo popular, equivale a todos los efectos a decretar el estado de excepción, o a dar, desde el propio Gobierno, un minigolpe de Estado.
-Revisar el caso Galindo. El más abyecto criminal convicto del postfranquismo, que secuestró, torturó, asesinó y enterró en cal viva a dos jóvenes vascos, con el agravante de cometer sus repulsivos crímenes a la sombra de un tricornio, está en su casa tras una breve farsa penitenciaria. Y, por cierto, acaba de publicar un libro: Mi lucha contra ETA (Mi lucha, para los amigos).
-Juzgar a Felipe González y a todos sus cómplices por su responsabilidad en la infamia de los GAL (una responsabilidad tan evidente que hasta Baltasar Garzón, poco sospechoso de «radical», intentó sentar al ex presidente del Gobierno en el banquillo de los acusados).
-Juzgar a José María Aznar y a todos sus cómplices por su participación en la invasión de Iraq y por conspirar para atribuir a ETA los atentados del 11-M.
-Acercar a todos los presos a sus lugares de origen y reconocerles a los presos políticos su condición de tales, y acabar con la incomunicación, las celdas de castigo y los regímenes penitenciarios «especiales».
-Tomar medidas contundentes para la erradicación de la tortura, una práctica sistemática e impune que ha sido denunciada por la ONU, Amnistía Internacional y otras organizaciones poco sospechosas de «radicales» (entre las que hay que destacar a la Coordinadora para la Prevención de la Tortura, que reúne a más de cuarenta asociaciones de todo el Estado español).
-Respetar el derecho de autodeterminación de las personas y de los pueblos.
Estas son algunas de las primeras medidas que habría que tomar para volver al Estado de derecho. Mejor dicho, para ir, pues para volver a un lugar hay que haber estado previamente en él. Y no es el caso.