El 75 aniversario de la República y el creciente interés que el tema despierta en sectores cada vez más amplios de la población (y muy concretamente entre los jóvenes), hacen imposible, por parte del poder, mantener su larga estrategia de omisiones, y ahora contraataca con su habitual alternativa a la desinformación: la sobreinformación insignificante (en […]
El 75 aniversario de la República y el creciente interés que el tema despierta en sectores cada vez más amplios de la población (y muy concretamente entre los jóvenes), hacen imposible, por parte del poder, mantener su larga estrategia de omisiones, y ahora contraataca con su habitual alternativa a la desinformación: la sobreinformación insignificante (en el sentido literal de carente de significado).
Se habla mucho de la República desde las instituciones, y a menudo muy elogiosamente, pero siempre como de algo acabado, de un capítulo cerrado de la historia de eso que algunos llaman España. El mensaje oficial, en esencia, es: Franco acabó con la República por la fuerza bruta de las armas, y la «transición democrática» acabó con el franquismo por la fuerza de la razón y el diálogo. Algunos seudoizquierdistas pretenden incluso hacer una lectura dialéctico-marxista del proceso: República/tesis, dictadura/antítesis, monarcodemocracia/síntesis.
De modo que ahora los republicanos tenemos dos frentes en los que luchar: el olvido y las mentiras por una parte y, por otra, el ruido informativo creado por la proliferación de «homenajes» a la República, dos fenómenos solo en apariencia antitéticos, puesto que ambos, silencio y ruido, intentan convertir la República en un cadáver. Unos quieren enterrarla en el anonimato de las fosas comunes, otros en un aparatoso mausoleo, pero todos quieren librarse de ella, darla definitivamente por muerta.
Nuestra reivindicación tiene que ser, por tanto, no la de la importancia de la República, que pocos discuten, sino la de su vigencia, que casi todos niegan.
Hay que recordarles a los pusilánimes y a los vendidos que el mero hecho de reconocer la monarquía y la bandera impuestas por Franco es un insulto a la República y a quienes murieron por ella, es una traición a la que sigue siendo nuestra legítima forma de Gobierno, amordazada -que no derrotada– por el franquismo y sus herederos de uno y otro signo. La República no ha muerto: está en el exilio, en el exilio interior de cuantos impugnan la farsa de la «transición».
Se trata, pues, de externalizar ese exilio y de rebelarse contra quienes lo imponen. De proclamar por todos los medios, en todos los foros, la vigente legitimidad de la República y de su bandera mutilada por el fascismo, una bandera que puede y debe convocar, como hace 70 años las convocó el Frente Popular, a todas las fuerzas democráticas del Estado español.
Creo que, en este sentido, hemos de remitirnos a dos referentes básicos: en el plano cultural, la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que politizó la cultura y obligó a tomar partido a los principales representantes del pensamiento y las artes, y en el plano más estrictamente político el propio Frente Popular, cuyo triunfo fue, significativamente, lo que desencadenó la sublevación militar.
Por lo tanto, quisiera aprovechar este debate para hacer dos propuestas concretas: promover un amplio encuentro de intelectuales y medios alternativos con el pretexto (en el mejor sentido de la palabra) de un homenaje (sin comillas) a la AIA, y otro de movimientos sociales y organizaciones de izquierdas alrededor de la idea de la continuidad del Frente Popular. Dicho de otro modo: volver -salir– del exilio interior.