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Y al final, sin principios

Fuentes: www.javierortiz.net

Chile cabalga sobre una contradicción que no puede dejar de resultarnos familiar: igual que España, pasó de la dictadura a la democracia sin propiciar un reexamen riguroso de lo mucho y malo que sucedió durante su particular y sangrienta larga noche de piedra, y ahora ve cómo los fantasmas de su no tan lejano horror […]

Chile cabalga sobre una contradicción que no puede dejar de resultarnos familiar: igual que España, pasó de la dictadura a la democracia sin propiciar un reexamen riguroso de lo mucho y malo que sucedió durante su particular y sangrienta larga noche de piedra, y ahora ve cómo los fantasmas de su no tan lejano horror se exhiben con perfecta impudicia a plena luz del día. El alto mando de la milicia chilena homenajea a Pinochet «en su calidad» (¡en su calidad!) de ex comandante supremo de las Fuerzas Armadas y Manuel Fraga dice -balbucea- que, si bien es cierto esto, lo otro y lo de más allá, «no se puede negar» (¿por qué? ¿está prohibido?) que Pinochet dejó a Chile «mejor» de lo que estaba antes de su Presidencia.

Tanto montan, montaron tanto.

Resulta significativo que los mismos que apelan a las virtudes del borrón y cuenta nueva cada vez que los demás recordamos los crímenes del pasado -esos mismos que nos piden resignación, capacidad de olvido, generosidad en el perdón, etcétera, etcétera- sean los que se ponen como motos y se apuntan a la intransigencia más feroz e innegociable en cuanto oyen hablar del proceso de paz en Euskadi. No conciben para los protagonistas de este último asunto sino las leyes más puras y más duras -incluyendo las injustas- y el respeto más lineal y literal a las normas intangibles del Estado de Derecho. En cambio, son partidarios de la tolerancia y la comprensión más benevolentes para con los cómplices de la dictadura nacional-católica, que torturaron y asesinaron todo lo que les vino en gana desde el sedicente final de la Guerra Civil y hasta que no pudieron más.

Se ve que también ellos dejaron España (¡a que sí, don Manuel!) mejor de lo que estaba.

No sólo la derecha confesa se revela capaz de defender alternativamente la transigencia o la intransigencia según el color político de los concernidos. También el Gobierno, que se proclama socialista, hace lo propio. Habrán oído decir a la vicepresidenta que no pueden aceptar la revisión de todas las condenas inicuas que dictaron los tribunales del franquismo, porque en ese caso la Justicia española se convertiría en un caos. Piensen lo que quieran sobre tan peculiar defensa de la injusticia funcional, pero admítanme que tampoco quienes la asumen están en condiciones de negarse por sistema a transigir en cuestiones de principios. Dependerá de cuáles, de cuándo y de para qué.

Toda esta tropa, que pasa de enaltecer tales o cuales posiciones de principio (como si no concibiera más opción que llevarlas a la victoria o morir por ellas) a ridiculizarlas sin piedad cuando son otros quienes las esgrimen en respaldo de sus intereses específicos, parece directa heredera de aquel empaque que ridiculizaba Groucho Marx cuando fingía ponerse solemne: «Éstos son mis principios. Pero, si no le gustan, tengo otros».