El sábado murió Julio Anguita. Se nos fue, pues, un político ejemplar e irrepetible. Una persona de una honestidad y coherencia como se han dado pocas a lo largo de la historia. Un insigne defensor de los Derechos Humanos. Un reivindicador impenitente del cumplimiento de la Constitución, y una vida volcada a preservar de la injusticia y el abuso de poder a los desfavorecidos, marginados, postergados y excluidos por el Sistema, desde la óptica de un comunismo modélico.
Con su pedagogía y racionalismo, su inclinación hacia la reflexión y el estudio, su dialéctica y el insobornable compromiso con sus ideales, dejó marcada su impronta allá por donde fue, sea la alcaldía de Córdoba, Convocatoria por Andalucía, Partido Comunista de España e Izquierda Unida, organismos donde ejerció los más altos cargos. También el Congreso de los Diputados guarda memoria de su manera de armonizar la férrea e inquebrantable defensa de sus tesis con su amabilidad en el comportamiento. Jamás pronunció una ofensa ni una descalificación ni nada que pudiera resultar chocante. Era inflexible con el fondo, pero de una exquisita cortesía en sus formas. Nada que ver con el patio de vecindonas en que, para oprobio de la clase política, demasiadas veces vemos hoy convertido el Parlamento.
También fue un encajador de los más firmes que han existido. Su aguante para reaccionar ante los contratiempos que le vinieron, en política, tanto de fuera como de dentro del PCE e IU, y en la vida, con la desgracia de su hijo Julio, creo que excedió a lo que su corazón podía soportar. Pero su voluntad fue indomable. Ni aquella terrible manipulación informativa que se conoció como “la pinza” ni los felones que el PSOE introdujo como “topos” dentro de IU, desde la corriente de Nueva Izquierda –todos devenidos después al pesebre de su verdadero amo–, con el daño tan grande que hicieron, consiguieron doblegar sus ideas ni quebrarle sus convicciones sobre sus propuestas, contenidos y programas.
Más importante todavía que todo esto, fue su paradigmática lucidez, fruto, entre otras cosas, de una previsión en el trabajo político que no encuentra parangón en la política de hoy, donde poco importan las ideas elaboradas y se vive del márketing de la inmediatez del mensaje. Serían muchos los ejemplos que podría citar de las cosas que el tiempo y la memoria han subrayando sobre los aciertos de Anguita, pero quiero pararme a señalar su negativa a defender el tratado de Maastricht, tan contestada entonces por la socialdemocracia, la Nueva Izquierda, Comisiones Obreras y tan criticada por la prensa afín al PSOE. Después de que hayan transcurrido más de veinticinco años, quién se atreve a negar o a poner el mínimo reparo a lo que Julio Anguita defendía. Ahí tenemos la Europa resultante. ¿Quién está ahora de acuerdo con ella? Se podían haber hecho las cosas de otro modo, como argumentaba el peyorativamente motejado de Ayatolá, pero no le hicieron caso.
Más aún que su muerte, me duele la oportunidad perdida por este país de haber aprovechado un político de tal envergadura. España se lo perdió, no estuvo a la altura, y ese fue un error que lo estaremos pagando caro mucho, mucho tiempo.
Lo siento Julio, descansa en paz.