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Yo, demagogo

Fuentes: Gara

Lo parece cuando relato los últimos acontecimientos que llenan las primeras páginas de los periódicos: el huracán Rita, y su furia, arremete contra el costado del mapa del grande y último imperio que conocieron los siglos. La gentes, recordando al Katrina, huyen asustadas en fuga precipitada, taponan carreteras, las «bombas de bencina» desabastecidas, clavetean puertas […]

Lo parece cuando relato los últimos acontecimientos que llenan las primeras páginas de los periódicos: el huracán Rita, y su furia, arremete contra el costado del mapa del grande y último imperio que conocieron los siglos. La gentes, recordando al Katrina, huyen asustadas en fuga precipitada, taponan carreteras, las «bombas de bencina» desabastecidas, clavetean puertas y ventanas, se abastecen con prisa, el miedo, ese impreciso y paralizante sentimiento, les acorrala. Un pueblo, hoy estampida acosada por la adversidad, Biblia en mano, predestinado, ellos dicen, como el de Israel y con iguales textos sagrados, a apropiarse y dominar, a capricho y voluntad, la totalidad del globo terráqueo. Parece que el infortunio lo creen, siguiendo al libro, como castigo de Dios, y así con ese fundamento, el emperador Bush II se pregunta, irreverente: «¿qué hemos hecho mal, Dios, para recibir este trato?». «¿Por qué se nos quiere tan mal?».

Desde aquí les daría respuesta, sin insolencia ni rencor, y siguiendo la lógica de su propia pregunta qué ha podido encolerizar a Dios-Naturaleza, o viceversa, y que, según, ignoran y tampoco encuentran en sus libros escolares. Desde que llegaron en el Mayflower los «padres peregrinos», escapando de la intolerancia religiosa, su avidez todavía no satisfecha, les llevó, quizá como premoni- ción, a la conquista del mundo mundial. No lo sabían, es posible, cuando eligieron para su escudo un águila con las dos garras desafiantes, entre sus uñas flechas y espigas, y dos alas dispuestas a emprender vuelo. Escucharon y siguieron la voz mesiánica del go away, go away en busca de las feraces tierras por donde se acuesta el sol y tan cruel y sangrienta travesía la abonaron con siembra de cadáveres de indios, de la Gran Pradera, con el pretexto de que carecían de alma, no eran hijos de Dios. En vez de convertirlos al metodismo, los exterminaron, pues muerto el perro se acabó la rabia. Hoy, quienquiera cave cimientos para construir su rancho se encontrará con huesos de apache o sioux, agujereados por rifles de repetición Winchester. No escribimos a ojo, lo acreditan las películas de John Ford, Edward Dmitryk, y las palabras dichas por Henry Fonda al sheriff Ben Owens: «Un hombre decente no desea matar a otro hombre, pero si tienes que disparar, dispara a matar». Rompieron pactos y tratados, escribieron a la entrada de tabernas y posadas «se prohíbe la entrada a perros y mejicanos». Luego le echaron el ojo a la Alta y Baja California, se las apropiaron, con Tejas y Arizona, que ya dejaron de pertenecer a Méjico, constancia hay en el mapa antiguo de mi archivo. Su apetencia voraz codiciaba más tierra, go away, go away, y las garras del águila imperial cayeron sobre los restos del viejo imperio español. Se inventaron lo del Maine, una explosión provocada, los rangers se cebaron en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, Dewey, con énfasis de predicador calvinista, arengó a sus soldados con el: «Dios y la historia os contemplan». Y desde ese día tomaron el nombre de Dios en vano, con desprecio del primer mandamiento mosaico y lo convirtieron en cómplice de su avidez expansiva. Intervenciones con ocupación por muchos años en la República de Cuba, Nicaragua y Santo Domingo, el horror de Colonia, Dresde, bombardeados hasta el aniquilamiento, la mortandad de Hiroshima y Nagasaki en la segunda guerra mundial. Y vino, casi seguido, la tumba de Viet Nam, las aguas del río Mekong traían, como restos de inundación o naufragio, cientos de cadáveres con pies y manos atados, comidos los rostros por los peces, los bosques desforestados por bombas napalm, la devastación y muerte descrita a lo crudo en «Apocalipsis now». Luego las cien guerras solapadas, si no encendidas sí no escuchadas, sus traficantes de armas, agentes de la potente industria de guerra nunca antes más floreciente, pistolas y fusiles cada vez mejorados para matar. Sirvieron para decapitar a gente negra y sus cabezas mostradas en provocadoras fotos de reportero de guerra. Niños mancos, sin piernas, y nunca tanto espanto mostrado con tanto descaro. El incendio no aplacado de Palestina, cabeza de puente en el corazón del Islam, vigía atento y guardián de los pozos de petróleo vecinos. El escándalo de las más de cien resoluciones de Naciones Unidas vetadas sin rubor por los EEUU, pues ellas dan licencia al «pueblo elegido» para seguir arrancando olivos de la Tierra Santa, arrebatar tierras en expolio, disparar a mansalva contra niños que cazaban pájaros, mujeres preñadas, ancianos subidos a un burro, en busca de agua. Este atropello, copia de la conquista del Oeste, y de la esclavitud descrita en «La cabaña del tío Tom». Y sin otra explicación que la interpretación de las profecías del Libro Santo.

También se desentendieron de la escabechina de Ruanda, y de Somalia, y del Sudán cristiano, paño en los ojos, pues son países sin petróleo, y donde lo hay, la Guinea ecuatorial, es un decir, el dictador se enriquece y, ya convertido en una de las grandes fortunas del mundo, lleva sus dólares a los bancos yanquis. Los derechos humanos, con tanto énfasis proclamados, como en otras cien ocasiones, se dejan sin efecto, y me viene al recuerdo lo oído de un cura, subido a una silla en la Plaza del Castillo, en julio del 36, que en su arenga a la tropa dijo: «Desde este momento queda derogado el quinto mandamiento de la ley de Dios». También por aquellos días se le comprometió a Dios en vano, y también sacrílegamente.

El imperio usoniano mantuvo a dictadores que, como era bien sabido, arrojaban a sus prisioneros vivos al mar, sólo que antes los confesaba un cura católico, y Pinochet sembró de muerte al país ilustrado de Chile. Y en la guerra del Golfo sus soldados, que por cierto están libres de ser in culpados en crímenes y otras fechorías en acción de guerra en cualquier país del mundo, ametrallaron a un ejército derrotado y en atropellada huida. Luego vino Afganistán, golpeado por las bombas «margarita», los campos de concentración, remedo de los de Hitler, a más del de Guantánamo, donde también se tortura. Y su otra «guerra preventiva», Irak, que todavía palpita para vergüenza de la «civilización cristiana», y como otra versión de las cruzadas medievales. Cristianos contra moros. Las religiones, foco, pretexto, fomento de guerras, y no lo desmienten los libros de historia. Ahora le toca, otra vez, al moro.

Podría seguir con los agravios pero ésta es la versión de un escribidor, al que se le acusará y con razón, de demagogo, pero sabedor de que la dialéctica de los hechos es irreprochable, y también demagogia. Repasen la historia menuda, la que no se enseña, tampoco aquí, la que no conviene a los que cifran la bandera como objeto santo, sagrado, y digno de dar su vida, mejor la de los otros, por ella. Amén. –