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Santiago Alba y la era de Acuario.

Yo no quiero ser nacionalista

Fuentes: Rebelión

1 En un artículo recientemente publicado en esta página con el título de: «Nacionalismo Universalista» (Rebelión jueves 8 julio de 2004 sección Opinión), el filósofo y escritor Santiago Alba llevaba a cabo una defensa de cierto nacionalismo particularista como puede ser el vasco, como forma legítima de respuesta ante el creciente expansionismo «del nacionalismo más […]

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En un artículo recientemente publicado en esta página con el título de: «Nacionalismo Universalista» (Rebelión jueves 8 julio de 2004 sección Opinión), el filósofo y escritor Santiago Alba llevaba a cabo una defensa de cierto nacionalismo particularista como puede ser el vasco, como forma legítima de respuesta ante el creciente expansionismo «del nacionalismo más trasnochado: la empresa colonial, el nazismo, el militarismo globalizador de hoy» del cual participan todas las potencias «democráticas» europeas encabezadas por los Estados Unidos -país este cuya actitud en ese sentido era denominada por Robert Kagan con el término «nacionalismo universalista» que toma Santiago Alba para dar título a su artículo-.

El argumento que empleaba Santiago Alba para defender esta posición recordaba bastante al que, hace poco, usaba también el periodista y filósofo Simón Royo en un artículo titulado «Sobre el terrorismo individual contra la dominación» (Rebelión miércoles 23 de junio de 2004 sección Opinión), e igualmente al que empleaba el matemático y escritor Carlo Frabetti en un artículo titulado: «Todos somos putas» (Rebelión miércoles 9 de junio de 2004 sección España) para defender la legitimidad del terrorismo y la del puterío -respectivamente- como formas de respuesta que no sólo no son criminalizables sino que constituyen casi un imperativo ético, humanista y democrático ante una opresión, represión y dominación tan elevadas como aquellas bajo las que nos encontramos hoy las mujeres y los hombres que vivimos en las «democracias» occidentales.

Así, en el primer caso, el argumento venía a decir que si aceptamos una prostitución colectiva e institucionalizada como aquella a la que nos vemos todos sometidos (en cuerpo y alma) bajo un régimen como el capitalista, no tiene sentido que nos neguemos a admitir una prostitución individual y alternativa como la que ejercen las putas que consiguen así, al menos, sacar algún beneficio económico -y, en esa medida, emancipatorio- de su condición de dominadas. En el artículo del periodista Simón Royo se usaba también un argumento análogo para sostener que ante un terrorismo de Estado tan violento y tan criminal como aquel en el que nos hallamos sumidos en la actualidad en todo el mundo y al que asistimos con toda naturalidad, resulta ridículo empeñarse en condenar un terrorismo individual y alternativo como aquel que practican los terroristas suicidas y los «equipos» que ejercen la lucha armada que matan mucho menos y a gente que se lo merece mucho más, y que son así capaces, al menos, de sacar algún beneficio histórico o estratégico (o cuando menos emocional) -y, en esa medida, emancipatorio- para la humanidad del ejercicio de esa actividad violenta que a nadie nos gustaría tener que ejercer pero que…, etc.

En el caso del artículo de Santiago Alba, los beneficios emancipatorios de un nacionalismo regionalista como el vasco se tratan de hacer ver por contraste con los perjuicios que produce un «nacionalismo universalista» como el norteamericano, o bien un «antinacionalismo nacional» como el de «los franceses, los alemanes, los españoles», así como el «capitalismo imperialista» de los italianos, ilustrado con una estupenda frase en la que Berlusconi afirma que: «Los productos italianos tienen más aceptación en los EEUU que los franceses y españoles gracias a nuestra política de alianza con Bush». «La tranquilidad con la que se hace esta afirmación -dice allí Santiago Alba- y la seguridad de que va a ser bien recibida por parte de los votantes expresa con la misma contundencia que un tiro en la nuca esa forma de nacionalismo nada moribunda en virtud de la cual los productos italianos (ni siquiera los italianos mismos) son más importantes, más valiosos, más respetables, que el derecho internacional, la paz mundial y la vida de millones de iraquíes«.

Nuevamente puede decirse que un planteamiento como el de Santiago Alba sirve, quizás, para denunciar el carácter paradójico de posiciones como las de aquellos que denuncian o secundan -según el caso- las luchas nacionalistas de determinados países y regiones en función de «los propios intereses nacionales» -pero, eso sí, de unos intereses bien particulares, si bien «olvidados», sumidos en un plano «inconsciente» y ocultos gracias a los buenos oficios de un «discurso abstracto contra los ‘nacionalismos’, sostenido por los filósofos más ilustrados, los analistas más sutiles y los gobernantes más humanitarios», discurso que es capaz de mostrar una «extraordinaria tolerancia» frente a unos, mientras denuncia enérgicamente los «bucles melancólicos» y los «fanatismos primitivos» de los otros-.

Sin embargo, Santiago Alba también va algo más allá para intentar mostrar el peculiar giro que ha recibido en nuestro siglo una frase como la de Montesquieu que nos conmina a poner por delante de nuestros intereses individuales los de aquellas instituciones más universales que nosotros mismos y que nosotros hemos creado para que, «devenidas autónomas de nuestra voluntad» -como diría Simón Royo-, nos sobrevivan y consigan hacer eso que a nosotros mismos tanto nos cuesta hacer por nuestra propia voluntad: hacer el bien a cualquiera. Tal y como afirma irónicamente Alba: «hoy hemos descubierto» -con Kagan- «que el bien de la Humanidad sólo puede defenderse a través del ejército estadounidense, de las multinacionales estadounidenses y de la cultura estadounidense»… «si algo hemos aprendido a lo largo del último siglo» -sigue diciendo, en efecto, Alba- «es que el humanitarismo, la civilización y la democracia son el excipiente más moderno, el más fácil de tragar, del nacionalismo más trasnochado».

Frente a este «nacionalismo trasnochado» Santiago Alba defiende uno mucho más «simpático», uno que, de hecho, y «por contraste», se le antoja «la cosa más simpática, honrada e inocente de la tierra«: el nacionalismo vasco, el cual representa una forma de «separatismo» que: «no sólo no es criminal sino que constituye un imperativo ético, humanista y democrático». Así, «si a ese imperativo lo llamamos también a veces nacionalismo -por una homonimia casi aleatoria- es sólo porque, en el marco fijado por el ‘nacionalismo universalista’, hay que arrancar inevitablemente de un territorio definido y asediado; y porque, si hay una vía posible -entre otras- de la democracia a Guantánamo, también hay una vía posible -entre otras- del nacionalismo al ciudadanismo«.

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Pues bien, el caso es que tampoco sería muy difícil -para alguien que tuviera ganas de hacerlo- el -sin tener para ello ni que molestarse siquiera en denunciar el carácter esencialmente reaccionario, conservador e ideológico de cualquier posición intelectual que pretenda poner derechos particulares por encima de derechos universales- pasar directamente a darle la vuelta a estos argumentos y sostener, por ejemplo, que, «por contraste», un nacionalismo con, al menos, vocación universalista como el de Alejandro Magno, Trajano o Napoleón puede llegar a resultar más «simpático» que uno pueblerino como el de Gengis Kan, Erik el Rojo o Francisco Franco, o que, «por contraste», una satisfecha constatación de las ventajas comerciales que se siguen de una alianza política resulta más «inocente» que una exhortación a la destrucción de los establecimientos de una multinacional de comida rápida, o al boicot de los productos procedentes del Estado de Israel como la que se pudo ver en Rebelión hace unos días -como si los productos israelíes (ni siquiera los israelíes mismos) fuera los culpables de que el derecho internacional, la paz mundial y la vida de millones de palestinos estén como están-. El caso es que «por contraste» ni siquiera unas declaraciones tan indecentes como las de Berlusconi sosteniendo la conveniencia de secundar a los Estados Unidos en sus iniciativas bélicas para vender más queso de búfala en Ohio resultan, ni mucho menos, «tan contundentes como un tiro en la nuca» -como uno efectivamente salido del cañón de una pistola y llegado de verdad a la nuca de un concejal-, sino que parecen mucho más «honradas» -«por contraste», claro está- y hacen pensar, más bien, en un sonriente Marcelo Mastroiani regalando salamis y pastrami en el aeropuerto de Huston que en un siniestro encapuchado pisoteando brutalmente una bolsa de pistachos iraquíes y colocando en su lugar un enorme queso parmesano.

Eso es lo malo del contraste, que delante de lo negro hasta lo gris plomo resulta más brillante que el sol, y contra un fondo confuso, caótico y amenazador cualquier figura mínimamente definida y estable aparece tan sólida y tan proporcionada como la de un busto de César Augusto. Por contraste, hasta Asnar resulta un brillante orador frente a Llamazares.

El problema de todos los argumentos basados en el «pues tú más», está en que resulta demasiado fácil darles la vuelta. De hecho no le sería muy difícil a alguien con un verbo tan fluido como -pongamos por caso- Gabriel Albiac, escribir algo en ese sentido, algo como: «Dice el preclaro rabí Magefuz: el queso no es sino leche podrida de la que gustan vuestros labios como vuestra alma gusta de la mentira: tapándose la nariz. Y así hacen esos roedores de cadáveres, exhibiendo sus muertos cubiertos de banderas tan muertas como ellos, tapándose la nariz ante el hedor de los cuerpos que embuten con sus propias manos en las tripas de su ideología genocida a penas vaciadas de los excrementos que por doquier han ido vertiendo, bien empapados todos en sangre cuajada para unir los miembros inmundos y tratar de darles nueva vida a esos abyectos monstruos sedientos de sentido y de venganza que llaman sus naciones. Matanzas aldeanas. Fiestas de la muerte hendidas por el grito chillón de las bestias destinadas desde su nacimiento al cuchillo. Como todos, pero antes. Chorizos infames elevados al rango de mártires. Morcillas improvisadas para aclamar a un nuevo héroe del disparo por la espalda, de la bomba sin remite. Costillas laceradas y humeantes regadas con vino de la tierra. Llamadas a la resistencia desde las herrikomezquitas. El imperio sangra. Las nubes se levantan. Que sí. Que no. Que caiga un chaparrón… » etc. Pero ¿para qué lo iba a hacer?

Si sostenemos que hay una prostitución buena y una mala, un terrorismo bueno y otro malo, y que hay también un nacionalismo moderno y progresista y otro «trasnochado» prepotente, grosero y francamente inaguantable la pregunta -como diría alguien- sigue siendo: ¿cuál es la diferencia? Si la respuesta es que lo uno prostituye, mata o se expande menos que lo otro -sólo a una parte (y a una parte más pequeña) y no al todo-, entonces la diferencia es una diferencia de grado, y tiene que ver, concretamente, con el grado de violencia que cada posición enfrentada es capaz de ejercer para expandirse, con la capacidad de dominio que consigue acumular y los partidarios que logra atraerse. Todo consiste entonces en defender que, en el mejor de los casos, las fuerzas deberían llegar a estar más equilibradas para que todos pudieran matar, putear y tratar de ocupar su espacio vital en la misma medida, para que así todo quedara equilibrado de una forma puramente mecánica, como encuentran los planetas sus órbitas o como, antiguamente, se definían las fronteras, mediante obstáculos físicos que impedían a unos vecinos invadir a otros porque había por medio una montaña, un río o un mar que lo convertían en algo muy molesto, o bien que quedara todo repartido como se reparten los territorios los mafiosos a base de tenerse tanto miedo unos a otros que llegue un momento en el no se atrevan ya a meterse con ninguno de los de la otra banda -revéase otra vez más El Padrino I, II y II-.

Esta era, en efecto, la posición sostenida por John von Neumann en sus famosos estudios sobre Teoría de Juegos; la de que en casos de irreductibles conflictos de intereses -en los juegos de «suma cero» donde lo que gana el uno, lo pierde el otro- el mal menor es siempre la opción más racional. La opción por el mal menor es, sin duda, la más razonable -al menos desde ese punto de vista- pero no es, necesariamente, la más racional. La distancia más corta, el mayor volumen con la mínima superficie, la mayor rigidez con el mínimo de material, etc. es el camino que elige siempre la naturaleza y el que es más razonable elegir cuando de lo que se trata es de construir una estructura mecánica, sea un puente o un avión. Pero no está claro que un Estado tenga que ser un mero mecanismo de ese tipo.

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Por más que un Estado tenga que ser algún tipo de mecanismo coaccionador, no está claro que tenga que ser un mero dispositivo para equilibrar, en la medida de lo posible, las fuerzas que cada una de sus partes pueden ejercer sobre las demás consiguiendo dar a todas la misma capacidad de ejercer presión -la misma capacidad para reaccionar expansivamente a la opresión- y haciéndolas así responsables a ellas de oponerse individualmente -o junto con aquellos que se pongan de su parte (o de la de su partido)- a la violencia que se les hace -al exceso de presión con el que se intenta reducir el espacio de impenetrabilidad constituido por su derecho a la autodeterminación-, legitimando, incluso, con ese fin a unas partes a reaccionar violentamente contra esos intentos llevados a cabo por otras -como ocurre en los Estados Unidos con aquellos que pretenden defender el derecho a la inviolabilidad del domicilio autorizando a los particulares a poseer armas de fuego-.

Aunque es verdad que un cierto liberalismo radical podría llegar a entender así el estado -como un mero árbitro en un combate de lucha libre (o más bien en una pelea de perros o de lobos -por decirlo con Hobbes-)-, de lo que no cabe duda es de que tal concepción llevada al extremo daría lugar a un Imperio del Terror como el jacobino, y que en el mejor de los casos -aquel en el cual las presiones mutuas que pueden llegar a ejercerse, los roces y las fricciones entre los elementos del mecanismo, son ya mínimas- daría lugar a un reino de marionetas en el que las personas discurrirían por carriles que les impedirían mecánicamente abofetear a sus semejantes y defraudar a Hacienda y recibirían, como mucho, una pequeña presión, un suave y cariñoso empujoncito o pescozoncillo -pero tan irresistible para ellos como irresistible es la ligerísima atracción magnética de la bobina que lo dirige para el haz de electrones que dispara el tubo de imagen de una televisión- cada vez que intentasen hacer alguna excentricidad; en fin, lo que se dice Un mundo feliz.

Si bien, obviamente, este mundo no es imposible – incluso nos vamos aproximando cada vez más a él gracias a los dispositivos electrónicos de vigilancia, los antirobos electrónicos de las tiendas que nos hacen mucho más fácil no caer en la tentación de mangar un libro, las pulseras de alarma que mantendrán alejados a los maltratadores de sus víctimas, los chips que nos impedirán abandonar a nuestros perros, etc.- tampoco está dicho que sea necesario y mucho menos que sea deseable. Evidentemente yo no puedo robar si discurro por un carril que me impide hacerlo, incluso si ese carril tiene la forma de una repugnancia patológica hacia la sola idea de intentarlo que me han inculcado unos padres que, después de ver La naranja mecánica me sometieron a violentas sesiones de condicionamiento. Hay muchas cosas malas que ni se me ocurre hacer por el mero sentimiento de antipatía, deshonestidad y perversidad que despiertan en mí gracias al delgado o grueso barniz cultural que he recibido a través de mi familia, mi región, mi nación y mi continente. Es, incluso, hasta cierto punto, bastante útil que haya carriles y rejas que me impidan físicamente acercarme a ciertos sujetos -porque, si no, hay veces que uno no sabría lo que les haría-, y que haya otros que psicológica o sociológicamente me encarrillen y me den ciertas disciplinas y ciertos apoyos que me alejen de los precipicios y me permitan salvar los barrancos. Todo esto puede llegar a ser, incluso, muy razonable, pero eso no quiere decir que sea lo más racional.

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El caso es que, -al menos en opinión de «los filósofos más ilustrados, los analistas más sutiles y los gobernantes más humanitarios»-, lo más racional es, siempre, lo más universal, mientras que lo más particular, y lo más individual suele ser, no sólo lo que más dependiente se muestra de las circunstancias concretas que se presentan, sino también lo que más apegado está a las inclinaciones de cada cual y a sus simpatías y antipatías y lo que más directamente depende de lo sensibles que seamos a algo, es decir: de lo acostumbrados que estemos a ello, del grado de presión o de crispación en el que nos hayan acostumbrado a vivir, del adiestramiento que hayamos recibido.

Así, en las alturas del Perú muchos nos marearíamos tanto como se marearía una llama en Madrid y los ciudadanos de los países del este, insensibilizados casi a la presión estatal (compresiva), parecen resultar mucho más sensibles y estar más expuestos a la tensión mercantil (extensiva) propia de los países del oeste, mientras que los ciudadanos de estos otros países están más flexibilizados (casi podría decirse que están, incluso, un poco «dados de sí») y van siendo cada vez menos frágiles, aunque aportan también -todo hay que decirlo- un rendimiento mucho menor, como el que se obtendría al intentar construir un puente de goma o al unir dos piezas de aluminio con un pegote de silicona -«el nuevo material universal de construcción» (por decirlo con la profesora Vanessa Ripio)- en lugar de hacerlo con un buen remache polaco o rumano pero que bien remachado.

Porque el caso es que, por muy naturales que nos parezcan esas sensibilidades, susceptibilidades y tolerancias, debido al hecho de que nunca nos hemos tenido que esforzar lo más mínimo para aprenderlas y apropiárnoslas son, en realidad, algo tan artificial y tan construido como los artículos de un código civil o los raíles de un ferrocarril. La única diferencia está en que son menos universales, son, precisamente, el resultado de un proceso de circunstanciación y particularización en marcha desde que estábamos aún en el cielo (rodeados de ideas y esencias eternas y universales que contemplamos -sentados en un cochecito alado- antes de tener memoria de ello); la consecuencia de un reparto de cuyos resultados nos han hecho partícipes -sin que nosotros mismos hayamos llegado a participar nunca en él- los nuestros, permitiéndonos así hacernos cargo de cuál es nuestra parte de tierra, de agua y de cielo (si es que la tenemos), cachito gracias al cual hemos podido nosotros particularizarnos y distinguirnos, vernos como en un espejo y reconocernos como aquellos que ocupan, precisamente, ese cuerpo, ese lugar bajo el sol, y que comen estos quesos, les gustan estos vinos y les caen simpáticos los que tienen este acento. Hemos conseguido llegar así a ser alguien.

Puede decirse -sin duda muy razonablemente- que es imposible no ser alguien, que es imposible incluso -tal y como están las cosas- no ser, de una manera o de otra, una puta (como sostiene Frabetti), un terrorista (como afirma Royo), un nacionalista (como afirma Alba) o hasta un jacobino. Puede que sólo haya una diferencia de grado, o bien que no haya, incluso, ninguna diferencia entre unas maneras y otras de ser eso que no hay más remedio que ser de alguna manera, a saber: una puta terrorista nacionalista y jacobina. A lo mejor es una locura pretender no ser alguien e intentar juzgar y actuar como cualquiera -tal y como nos pide la más universal de las leyes, el (así llamado) «imperativo categórico» que nos manda comportarnos, en el ámbito público, como querríamos que cualquier ser racional se comportara-. Pero el caso es que aun así y mientras no se demuestre lo contrario sigue pudiéndose, al menos, querer eso, y hay una diferencia fundamental -esta vez sí, claramente visible- entre querer eso (con total independencia de que lo consigamos o no) y no quererlo. Incluso cuando el poeta Jolderlín estaba ya muy malito y muy pirado de la pinza todavía tenía clara la diferencia, y así en el juicio que se llevaba a cabo contra algunos amigos suyos acusados de revolucionarios -y del que él se había librado por sus claros síntomas de demencia- comenzó a gritar: «yo no quiero ser jacobino, yo no quiero ser jacobino» -no: «yo no soy jacobino», sino «yo no quiero serlo»-. Al final Jolderlín, como no quería ser ni Jolderín comenzó a firmar sus poemas como Scardanelli poniéndoles fechas fantásticas del pasado, y después dejó ya de firmarlos y se limitaba a escribir en su torre frente al Neckar donde había sido recogido por un carpintero por pura humanidad -ya que no les unían otros lazos que el de la impresión que le produjo a aquel su lectura del Hiperión– versos sobre la primavera, el verano, el invierno, y Grecia, que podría haber firmado cualquiera y a los que se da (por muy cuerdos, sabios y coherentes que sean) el nombre de «los poemas de la locura».

Hay una diferencia muy notable entre un discurso que sostiene la necesidad de querer eso, de querer así y de hacer todo lo que se pueda para lograrlo, y uno que nos propone renunciar a ello, tratar de sacar beneficios (emancipatorios) de la coyuntura y tirar por aquel camino que las circunstancias nos dejen más transitable para tratar de llegar por él más rápido, por ejemplo, hasta el «ciudadanismo«. Pero el caso es que el ciudadanismo no puede consistir en lograrlo sino en quererlo, y se es ciudadano ya, aquí y ahora, queriendo lo mejor y lo más justo incluso cuando se fracase intentando conseguirlo -siempre que se trate de lo mejor y lo más justo para cualquiera, en los términos más abstracta, vacía y formalmente universales en los que esto se pueda llegar a pensar-. El ciudadanismo tiene que ser posible aquí y ahora y para cualquiera y si hay que aplazarlo hasta mañana entonces ya no vale. Así pues, si la única manera de lograr eso es interpretarlo como una manera abstracta y universal de querer -por aparentemente ineficaz que sea, al menos «por contraste» con otros quereres con más capacidad de movilización, porque todos sabemos que hay quereres que matan)- pues será mejor eso que renunciar a ello para siempre, o lo que es lo mismo: dejarlo para mañana. Es cierto que ese grado de abstracción nos parece tan inhabitable como las montañas del Perú a los que no estamos acostumbrados, y uno siempre anda echando de menos un entrante o un saliente en el que hacer pie, el olor de un queso, o el sabor de un vino que le recuerde a su casa, etc. Pues habrá que acostumbrarse, y consolarse pensando que tampoco se trata de vivir ahí, de la misma manera en que nadie propuso nunca a los ciudadanos de Atenas que se trasladaran todos a vivir en comuna hippie en el ágora porque había llegado ya la era de Acuario y a partir de ahora todo esto iba a ser el paraíso del ciudadanismo a tutiplen. Se trata de poder querer desde ahí, o mejor dicho, de tomarnos en serio eso que cualquiera de nosotros, siempre ya, está queriendo desde ahí -por más que trate de convencerse luego de que eso no es más que un «excipiente» con el que se traga todas las dominaciones y se esfuerce en luchar contra ese querer universal tanto (y con tan desiguales resultados) como otros se esfuerzan en luchar en contra de sus quereres particulares- y de poder comparar, ya, lo que queremos así, con lo que nos apetece, nos gusta o nos resulta más simpático, para ver si estamos o no poniendo nuestros intereses particulares por encima de los universales, en cuyo caso -no, por tanto, en todos los casos- nos veremos obligados a sacarlos de la plaza y a llevárnoslos a casa. Para eso sirve, precisamente, la universalidad: para comparar. No hay que esperar a que llegue una nueva era y el universal se haga real o concreto; está ya disponible aunque sea abstractamente, y está bien así. Justamente, cuanto más perfecto, ideal e inalcanzable sea aquello con lo que hagamos contraste tanto mejor porque así, de una vez, dejará de tener sentido todo el asunto del «pero tú más», «pero tú menos» que ya, francamente, parece de patio de colegio y sólo se le puede poner fin -como hacen los niños- con un: «pues yo infinito».