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Yo soy Charlie o el luto fascista

Fuentes: Rebelión

Es humanamente repulsivo el atentado contra el semanario Charlie Hebdo en Francia. Pero no es menos indecente el relato que urdieron los mass media para «explicar» el ataque en París. Otra vez la trillada fórmula del «choque de civilizaciones», de las «invasiones bárbaras» que descienden de agrestes enclaves con el objeto de mancillar, por una […]

Es humanamente repulsivo el atentado contra el semanario Charlie Hebdo en Francia. Pero no es menos indecente el relato que urdieron los mass media para «explicar» el ataque en París. Otra vez la trillada fórmula del «choque de civilizaciones», de las «invasiones bárbaras» que descienden de agrestes enclaves con el objeto de mancillar, por una mera cuestión de deporte, el conjunto de valores intachablemente nobles que profesa el Occidente culto o avanzado. La misma narrativa vulgar de un traumatismo externo que transgrede por vocación gratuita la trama de relaciones equilibradas, desconflictuadas o armoniosas que presuntamente encarna el mundo cristiano occidental. Y todo el andamiaje discursivo sigue más o menos este tenor. Ellos, los «otros» bárbaros, musulmanes o islámicos o yihadistas o terroristas, son el enemigo, y por consiguiente la fuente vital de las disrupciones. En el «Yo soy Charlie» desfilan personas de distintas procedencias, preferencias y raleas. Se dan la mano el bueno y el malo. Pero esa pretendida universalidad es un espejismo: en este clamor no caben las víctimas de la islamofobia occidental. Esos, aún cuando sean víctimas, pertenecen a esa naciente estirpe étnica cuya población crece vertiginosamente en nuestro siglo: terroristas. 

El significado original de «terrorismo» aludía al uso extremo de la violencia de Estado. Pero la asociación de «terror» con «Estado» era poco rentable para las configuraciones de poder, que justamente se agruparían alrededor del aparato estatal en los siglos XIX y XX. Era preciso asignar esa afición de imponer terror a los grupos que se oponían a esos poderes. Con gran éxito, el artilugio propagandístico consiguió que el calificativo de «terrorista» circulara indisolublemente asociado a cualquier acto o moción cuyos contenidos denotaran crisis o desequilibrio. Es la clásica fórmula de externalización de los daños, arguyendo que toda irregularidad o inconsistencia o convulsión es cortesía de una entidad exterior al orden de cosas. Terrorismo encierra una connotación conscientemente xenofóbica, y se le atribuye casi universalmente a grupos que discrepan, a menudo violentamente, con el «progresismo» burgués. En realidad se trata de un concepto estéril o caduco, pues no define nada preciso, es oportunamente vago, propicio para utilizarlo donde mejor convengan los poderes establecidos. Y acá no se pretende minimizar lo ocurrido en Francia. Todo lo contrario. Más bien es un acontecimiento demasiado alarmante como para reducir la explicación a una terminología ideológica que distorsiona u oculta categóricamente el fondo del asunto. Pero aún admitiendo que se trata de un atentado terrorista o una agresión efectuada por terroristas, por el evidente uso de terror como instrumento para perseguir un fin, lo cierto es que las causas permanecen inexploradas, que hasta ahora nadie se detuvo a interpretar o conocer los fines, y que la masiva circulación del término «terrorismo» tenía como propósito justamente el ocultamiento terminante de las causalidades profundas. Esta obsesión por evitar el análisis de las causas subterráneas y ceñirse a un relato lastimero, falsario e inútil, es un signo cuando menos preocupante: se incuba el germen de la tentación fascista.

Las narrativas que siguieron al 9-11 estadunidense, y que ahora se replican en Francia tras el brutal ataque a Charlie Hebdo, tienen altos contenidos ideológicos con rastros fascistas. El fascismo no es un asunto del pasado. Recorre subrepticiamente el presente occidental. Y se perfila peligrosamente como un horizonte dominante en el futuro cercano.

En la Alemania de la primera posguerra, los emergentes poderes germánicos atribuyeron la causa de todos los males al «leviatán» judío. La derrota en la Primera Guerra Mundial dejó en el pueblo alemán una herida profunda, y las expectativas en la carrera por la supremacía de la época no eran nada alentadoras. El efecto democratizador del pujante movimiento obrero era incompatible con el proyecto burgués de superioridad geopolítica. Desmoralización, confusión e inestabilidad eran las cifras dominantes de esa Alemania. Triunfó la solución fácil (o falsa) al problema: la satanización de un grupo étnico y la persecución de sus adherentes, y la totalización de un proyecto político alrededor de un chivo expiatorio. El resto de la historia la conocen todos.

En cuotas acaso diluidas o más eficazmente invisibilizadas, Estados Unidos en contubernio con las potencias europeas ponen en circulación el catecismo fascistoide, un remedo de evangelización con fuertes componentes revanchistas, que involucra la estigmatización de las culturas o etnias o religiones cuyas geografías son atractivas para el pillaje. Hasta el hastío reproducen la mitología de un «choque de civilizaciones», que no es una descripción de la realidad, sino una prescripción acerca de cómo deben abordar los gobiernos el conflicto humano, un formulario que aspira a legitimar la guerra, la militarización, las intervenciones, la agresión unilateral de los pueblos que no figuran en el pináculo de la cristiandad occidental.

Occidente prefiere callar sus crímenes, omitir su responsabilidad en la proliferación de eso que denomina «terrorismo», que no es más que una respuesta absurda, siniestra e irracional a esa otra violencia absurda, siniestra e irracional que ejercen las potencias occidentales en Oriente Medio, Indochina y vastas regiones del planeta.

«Murieron para que nosotros podamos vivir libres» declaró Francois Hollande, el presidente francés, en la ceremonia fúnebre en honor a los policías muertos en los ataques al periódico Charlie Hebdo. Este es el tipo de subterfugios retóricos, lugares comunes, frases efectistas e incoloras que envuelven a la coyuntura luctuosa en cuestión. La mayoría de los franceses aceptan la versión de una supuesta agresión a la «tolerancia», los «valores occidentales» o la cacareada «libertad de expresión»; o la de una escalada de la «guerra santa» en nombre de Alá; o la de una acción estratégica de Al Qaeda para posicionar al islamismo. Pocos reflexionan acerca de un hecho a nuestro juicio insoslayable: que los operativos de esos grupos terroristas, en este caso de Al Qaeda, no benefician en nada al Islam, al contrario, lo perjudican notablemente. Tampoco se preguntan acerca de cómo las políticas de control y militarización comprendidas en la doctrina de la Seguridad Nacional, tan socorridas en Estados Unidos y Europa, contribuyen a la propagación del «terrorismo» y la violencia. Mucho menos se le ha ocurrido a alguien condenar públicamente a la CIA, por su responsabilidad confesa en la creación y el financiamiento de Al Qaeda. Es más reconfortante y redituable la condenación moral, la evasiva retórica que ubica la fuente del problema en «una ideología maléfica y extrema cuyas raíces se encuentran en una pervertida y venenosa manipulación del Islam» (Tony Blair, ex primer ministro del Reino Unido).

El orden del discurso está dispuesto para alimentar la guerra. La guerra por el dinero y el poder y contra las poblaciones, que en nuestra época recibe el nombre de «guerra contra el terrorismo» (o en otras latitudes «guerra contra el narcotráfico»). A través de esta guerra ciertos Estados imponen la agenda de los poderosos. El atentado en París abona al clima de guerra, favorece el intervencionismo y la militarización, alimenta la ilusión de la «exterioridad» del mal. Los relatos explicatorios anuncian un escalamiento de la guerra total, y un coqueteo con la solución fascista.

La «guerra contra el terrorismo» es como el perro que persigue en círculos su cola. Al igual que en la Alemania fascista, la actual comunidad de potencias occidentales inventa una guerra contra un conjunto de etnicidades cuya responsabilidad en la trama de la crisis es francamente marginal. Más aún: el yihadismo, el Estado Islámico, Al Qaeda, son criaturas de Occidente. El terrorismo es un reflejo de Occidente. El Islam es el espejo.

A propósito de las guerras y el terrorismo, en una entrevista en 2013 Eduardo Galeano manifestó: «Las guerras son fábricas de terroristas, es decir, lo que se hace alzando muros o desatando guerras es multiplicar el terrorismo contra el cual se dice que se está combatiendo. Esta paradoja sólo puede explicarse si se tiene en cuenta que el mundo padece una maquinaria de guerra, este es un mundo loco donde se gastan 2500 o 2600 millones de dólares en la industria militar, o sea, en el desarrollo del arte de exterminar al prójimo, y entonces hay que justificar esa maquinaria de guerra, y si los terroristas no están hay que fabricarlos. Yo creo que éstas son fuentes de locura, de desesperación, que están convirtiendo al mundo en un matadero, en un manicomio…»

Cabe hacer notar que Ayotiznapa y Charlie Hebdo están enraizados en una problemática común, que no es ni la disidencia política ni el extremismo islámico, sino la gestión militarizada de todos los asuntos humanos que prescribe o decreta Occidente, y la agresión de las potencias globales a los territorios susceptibles de lucro geopolítico o utilidad económica.

En el luto de Francois Hollande, Angela Merkel, Benjamin Netanyahu y consortes, se esconde el cálculo de la ganancia política, la satanización del islamismo, la apología de la arrogancia occidental, el rastro de un fascismo en germen.  

 

Blog del autor: http://lavoznet.blogspot.com/2015/01/yo-soy-charlie-o-el-luto-fascista.html

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.