«Nulla aesthetica sine ethica», Jose María Valverde
Todo tiene límites –y cada cual, libremente, los fija donde considera, donde puede o donde le conviene–. Reconozco que no tenía ninguna gana de escribir en caliente sobre esto, pero esta mañana he recibido un mensaje de Guillem Agulló padre. Después he leído lentamente la carta de los familiares de Yolanda González, a propósito de la contratación como perito en la defensa de Laura Borràs del ultra Emilio Hellín: el ultra que asesinó Yolanda en 1980. Y todo ha cambiado. Los hechos son dolorosamente conocidos y siempre habrá que rememorarlos, cuando la tarea de la memoria no tiene nada de venganza, sino de justicia, respeto y reparación. Hablamos del secuestro, tortura y asesinato de una joven vasca de 19 años a manos del pelotón 41 del Batallón Vasco Español, con tantas terminales con la derecha española como la cúpula de interior del PSOE con los GAL –al fin y al cabo, un agente policial formaba parte del pelotón que la secuestró–. Hellín –después de dos intentos previos– se fugó en 1987 aprovechando un controvertido permiso penitenciario –Fiscalía e Instituciones Penitenciarias se oponían por «riesgo de fuga»– y su elección para escabullirse fue cualquier cosa menos neutral: se fue a Paraguay a colaborar con la dictadura de Stroessner, que le dio cobijo. En aquella machacada América Latina que sucumbió bajo tantas botas militares, complicidades ultra y programas neoliberales que todo lo arrasaban.
Hellín –militante de la Fuerza Nueva de Blas Piñar, autor material de los tiros y el mismo que reivindicó el atentado con un télex enviado a la agencia Efe– fue condenado a 43 años de prisión, de los cuales cumplió solo 12. Extraditado en 1990, salió en libertad definitiva en 1996 sin arrepentirse nunca de nada. Costó bastante más años que Yolanda fuera reconocida oficialmente como víctima del terrorismo. No fue hasta el 2000: 20 años después. Entonces Hellín ya había montado su empresa y sus negocios. Sorprende que ahora algunos se sorprendan de una polémica más que previsible y más que necesaria. Pero si escribo no es tanto por el hecho en sí –que también, y con carácter de urgencia–, sino porque todavía me han trastornado más los argumentos espurios e insostenibles que pretenden justificarlo. Si nos indignamos en 2013 porque Hellín instruía a agentes policiales –del Cuerpo Nacional de Policía, de la Ertzaintza o de los Mossos– y porque trabajaba para Interior, ¿por qué no lo tendríamos que hacer ahora? ¿Si entonces todos los grupos parlamentarios –excepto el PP– pidieron investigaciones y aclaraciones, por qué ahora se tiene que mirar hacia otro lado? ¿Cuál es la diferencia? ¿Que si lo hacen los otros está mal y si lo hacen los propios no? No hay nada más arbitrario que la doble moral, la practique quien la practique.
La sorpresa ha venido por donde menos se esperaba. Los que hace tiempo que no creemos en la prisión como rutina y vertedero; los que hace mucho que leemos a Sarrionandia y sabemos que en el corazón de cualquier ex-preso late siempre el hábito de un condenado; los que creeremos siempre en la justicia transicional y especialmente en la justicia restaurativa –la que repara daños más que multiplicar castigos y por la cual Hellín nunca ha transitado–, no tenemos ninguna objeción, sino todo el contrario, a la defensa abierta de los principios rectores del humanismo penal, tan olvidados cuando se trata del más común de los presos: el preso social. Como que si no lo decimos todo acabaremos por no decir nada, también habrá que aclarar que la inédita petición de la fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya –en un ataque repentino de memoria democrática– para apartar Hellín del caso –»quien ha transgredido la ley y el derecho de esta forma no puede ser considerado como cooperador válido en ningún acto o efecto de la justicia»– no tiene ni un gramo de base jurídica. De base moral sí, y toda. (Y podría añadir que compartida y podría añadir que ojalá; es decir, que es todo un debate qué régimen de incompatibilidades tendría que existir en determinados supuestos).
Pero si he acabado escribiendo sobre Yolanda es porque todavía no sé si me ha asustado más el hecho en sí mismo o la terrible ligereza y banalización de algunos tratando de justificar esa contratación. No diré cómo me sorprende y me conmueve que, fortuitamente, algunos se hayan convertido en un santiamén a la cultura antipunitiva, abolicionista y cuestionadora del agujero negro penitenciario. Mucho me temo que pasajeramente. En todo caso, cumplir solo un 28% de la pena, montar una empresa al salir y obtener contratos con el Estado enseguida me parece todo un ejemplo exitoso de reinserción, lleno de ángulos ciegos, turbios y vergonzantes. No sé cuántos ex-presos arrojados a la exclusión social pueden decir lo mismo. Sostener que es por razones técnicas y que es porque es el mejor es más que dudoso y casi que improcedente: peritos cualificados que pueden demostrar si una intervención de comunicaciones se ha hecho bien, regular o mal hay muchos más. No creo que las Madres de Plaza de Mayo contrataran nunca Alfredo Astiz, el Ángel de la Muerte de la dictadura. En ningún caso. Corolario: tan completamente innecesario es recurrir a la prestación de servicios de Hellín como justificarlo en nombre de la reinserción de alguien que no ha tenido ningún problema de inserción laboral ni de contratos institucionales desde 1998, ni de quien nadie pide que vuelva a prisión. La paja y el grano, el dilema lo tenía solo quien contrata, no el contratado.
Por eso la cuestión nuclear no es un derecho a la reinserción que está fuera de cuestión –y que demasiado a menudo va por clases y afinidades, a pesar de que está pensado para todas y todos– sino un telón de fondo, de contexto estructural, que remite a la naturaleza impune del corazón del Estado y a la quiebra sistémica en todo aquello relativo a la memoria democrática. En un país que todavía está reclamando que la Vía Layetana sea un espacio de dignificación de la memoria de los torturados bajo la dictadura, bajo un Estado donde un alcalde compara a Lluís Companys con Millán-Astray después de alabar al segundo y en una semana que deja dos ejemplos palmarios, al por mayor y al por menor, de todo. Al por mayor, las declaraciones infames de Barrionuevo, que no tiene ninguna calle dedicada en su pueblo: tiene una avenida. Al por menor, la primera sentencia judicial por fake news, perpetrada contra menores migrantes por un agente de la Guardia Civil en su perfil en redes sociales, trufado de iconografía neonazi, ultra y racista. Spoiler patitieso: continuará siendo guardia civil, solo se le abrirá expediente informativo. Todo esto en la misma sociedad que ha cantado hasta el agotamiento, en clave de memoria imprescriptible y cobijo para las víctimas, aquello de: «Asesinos de razones y de vidas, que nunca tengáis reposo en ninguno de vuestros días y que en la muerte os persigan nuestras memorias». Entre el rechazo absoluto a la cultura del linchamiento –antónimo de justicia– y la confrontación imprescindible con cada impunidad, hay un compromiso histórico antifascista a renovar, más que nunca, cada día. Y en cada gesto.
Accidentes domésticos, mientras voy acabando me cae en las manos el recomendable programa de la Muestra de Cine Árabe que se hace en la Filmoteca de Catalunya. Me fijo en el documental Par un jour de violence ordinaire, sobre el asesinato por la Yihad en 1985 del sociólogo Michel Seurat. Y leo: «¿Qué resiste la muerte sino lo que queda de nosotros en los corazones, los ojos y los recuerdos de los que hemos querido?». Y sí, todo tiene límites. Y no, contra cada violencia ordinaria no todo vale –y quien cree que todo vale ya no cree en nada–. Mientras todos estos dilemas no se resuelvan, mientras el nudo gordiano de la desmemoria no se descoyunte, siempre con Yolanda González. Políticamente. Éticamente. Jurídicamente. Pericialmente. E incluso y por si hiciera falta, también técnicamente.
David Fernández es periodista y activista social
Versión original en catalán Traducción: viento sur
Fuente: https://vientosur.info/yolanda/