El ultramontano discurso que hasta el momento ha abrazado el Partido Popular se antoja, pase lo que pase, una bendición de Dios para el principal rival político de aquél: el gobernante Partido Socialista. Y es que, por mucho que merezca atención el hecho de que los populares conserven apoyos importantes, y aun, y en su […]
El ultramontano discurso que hasta el momento ha abrazado el Partido Popular se antoja, pase lo que pase, una bendición de Dios para el principal rival político de aquél: el gobernante Partido Socialista. Y es que, por mucho que merezca atención el hecho de que los populares conserven apoyos importantes, y aun, y en su caso, los hayan acrecentado, la apuesta del PP facilita un cierre de filas en torno al PSOE, convertido a los ojos de tantos en una suerte de mal menor ante el arrebato de la derecha montaraz. A ello se suman dos circunstancias: si, por un lado, son muchos los ciudadanos que no aciertan a apreciar dónde está ese caos general -el fracaso del proceso de paz no da para tanto- que Mariano Rajoy identifica porfiadamente en sus proclamas, por el otro los partidos de izquierda que apoyan parlamentariamente al PSOE parecen haber remitido en sus críticas a éste.
En un escenario tan singular se han asentado dos llamativas ilusiones ópticas. La primera acepta de buen grado que el proyecto del presidente Rodríguez Zapatero se halla claramente emplazado en la izquierda. Aunque leyes como las relativas a los matrimonios homosexuales o a la dependencia invitan a arribar a tal conclusión, la abrumadora mayoría de los datos se ordena en sentido contrario. Ahí están, para testimoniarlo, una auténtica edad de oro de los beneficios empresariales, el descarado aprovechamiento de los activos que se derivan de la docilidad sindical, un discreto mirar hacia otro lado cuando de por medio está el negocio del ladrillo, la callada aceptación de ese impresentable mito contemporáneo que es la competitividad, el acatamiento paralelo del dictado que emana de filantrópicas instituciones como el Fondo Monetario o la Organización Mundial del Comercio o, en fin, el ostentoso incumplimiento de lo que reclama el protocolo de Kyoto.
Pero ahí está también una política exterior que, luego de la retirada de los soldados presentes en Iraq, no ha ofrecido ningún retoño que invite a concluir que entre nuestros gobernantes se barrunta algún designio de romper amarras con una histórica relación de sumisión hacia Estados Unidos: el mismo PSOE que se sumó en marzo a las manifestaciones con ocasión del cuarto aniversario de la agresión norteamericana en Iraq prefiere que olvidemos el redespliegue de soldados en Afganistán y, más aún, la presencia en territorio español de dos bases, Morón y Rota, vitales para el dispositivo militar estadounidense. ¿Alguien piensa en serio que hay algún trasunto creíblemente innovador en una Alianza de Civilizaciones que pretende que esquivemos que las principales fisuras en el planeta contemporáneo no remiten al orden de lo cultural-civilizatorio sino, antes bien, al de las relaciones económicas y militares? ¿Qué no decir, en fin, del idolatrado tratado constitucional de la UE, producto de un pacto, que ingenuamente calificaremos contra natura, entre conservadores, liberales y socialistas?
El propósito de cerrar los ojos ante la realidad es el cimiento de la segunda de las ilusiones ópticas: la que da en olvidar que las protestas del Partido Popular surten frecuentemente sus efectos de la mano de significativas renuncias en las políticas gubernamentales. Es difícil recurrir a otra clave para explicar cómo en 2006 el gobierno socialista no dio paso alguno en lo que atañe al ya mentado proceso de paz en el País Vasco; a muchos sigue dejando perplejos que José Blanco repita incansable que a lo largo de ese año, cuando había que mover pieza, es cuando jueces y policías realizaron con mayor rigor su trabajo. En la misma rúbrica hay que emplazar el continuismo, con respecto a la era de Aznar, en materia de política económica, los recortes en las reformas estatutarias, la marcha atrás en lo que se refiere al tratamiento de los flujos migratorios y un sinfín de medidas en política exterior que obedecen al palpable deseo de no romper un plato. De resultas, más bien parece que el gobierno se inclina por acallar las protestas que por sacar adelante un proyecto del que, con toda evidencia, y claro, carece.
Al amparo de tantos desafueros se despliega una irritante ceremonia de la confusión eficientemente espoleada por esa plaga contemporánea que son los tertulianos de radios y televisiones. En un magma de papeles difusos e intercambiados, el PP consigue que muchos de sus propósitos se abran camino, bien que realizados por otros, mientras el PSOE se mantiene, al menos provisionalmente, en el poder a costa de renunciar a cualquier horizonte de cambio. Convidados de piedra, entre tanto, muchos ciudadanos se ven medio obligados a dar por bueno lo que cabe intuir que no les satisface. Piénsese, si no, en esos abstencionistas históricos que, inequívocamente situados en la izquierda, se aprestan tal vez a votar de nuevo en las generales a Rodríguez Zapatero con un único objetivo: el de evitar males mayores.