Durante muchos siglos la posibilidad de ascender de una clase social a otra más alta era algo imposible para la mayoría de los seres humanos. Se nacía jornalero y lo más probable es que uno muriera jornalero y que sus hijos y nietos hicieran lo mismo. La única forma de salir de la pobreza pasaba por arrimarse al noble, al poderoso, al cacique de turno, y que éste valorase como aprovechables para sus fines las cualidades del pretendiente, previo pago de innumerables servicios y humillaciones, pago que no era muy difícil de acometer dado que la vida obligaba a ello cotidianamente. El matrimonio, sobre todo para las mujeres, o el apadrinamiento de un cacique, para los hombres, podían ser la cuerda por la que determinadas personas iniciasen el camino del ascenso social. Excepcionalmente, el mundo del espectáculo, la inteligencia o la astucia ayudaban a hacer realidad el sueño.
La revolución industrial y las revoluciones burguesas que la acompañaron rompieron ese círculo cerrado donde se escondían las clases poderosas, que al ver como algunos menestrales eran capaces de ganar más dinero que ellos –por tanto de tener más bienes que los derivados de la herencia, por grande que ésta fuese- con su trabajo, su sacrificio y su ingenio, decidieron fundir el blasón con la empresa para no ser expulsados del paraíso del privilegio en el que siempre habían vivido. La complejidad de la sociedad industrial no permitía mantener el estatus social cuando los ingresos provenían exclusivamente de las rentas, de la mala explotación de inmensas propiedades de las que los antiguos siervos huían para romper las cadenas de la esclavitud.
A lo largo de las últimas décadas son muchos los casos de ascenso social ostensible siguiendo la lógica del mercado o los principios de capacidad, mérito, excelencia y suerte, elemento este último nada desdeñable. Dentro de los casos paradigmáticos podríamos citar a Ramón y Cajal, hijo de un médico rural sin muchos medios que llegó a obtener el premio Nobel en un contexto español muy poco propicio para la investigación; o, más acorde con la ortodoxia mercantil, a Alfonso Escámez, que comenzó a trabajar de botones en una sucursal bancaria de Águilas, su ciudad natal, y llegó a ser Presidente de uno de los bancos más poderosos de España, el Central.
En el lado más oscuro, están los ejemplos de Juan March y Mario Conde, personas que consiguieron subir a lo más alto del escalafón utilizando argucias y trampas de toda laya. El primero, hijo de un tratante de ganado, contrajo nupcias con una acomodada mallorquina muy relacionada con la banca, llegando en su ambición a financiar el golpe de Estado de 1936 a cambio de incontables prebendas; el segundo, hijo de un inspector de aduanas, saltó a la fama con la venta de los laboratorios de su amigo Abelló, para después llegar a presidir Banesto, banco al que dejó con un agujero de medio billón de pesetas. Son casos extremos entre los que caben millones de personas que en los últimos tiempos han podido subir de clase social gracias a la mayor permeabilidad de las mismas.
Hoy en día la movilidad social está rota y es difícil tanto el ascenso como el descenso de una clase a otra, protegidos los más poderosos por cien mil leyes y argucias, condenados los más a las filas de la exclusión o sus proximidades. Sin embargo, en las últimas tres décadas hay un personaje que llama especialmente la atención y ante el cual –siempre dentro del catecismo del sistema económico demencial en que vivimos- no cabe otra cosa que quitarse el sombrero: Don Eduardo Zaplana Hernández-Soro. En la democracia española han surgido personajes de lo más variopinto, ingenieros que no lo eran como Roldán, no el de la canción, sino el que fue Director General de la Guardia Civil; Javier de la Rosa, especialista en quiebras, en la fabricación de dosieres comprometedores y “amigo” de reyes y magnates kuwaitíes; Jesús Gil, constructor de los Ángeles de San Rafael y Alcalde de la Marbella malaya; o Juan Villalonga, presidente de Telefónica por la gracia de Aznar, introductor en España de las “stock opcions”, matrimoniado con la hija del magnate mexicano Emilio Azcárraga y residente en Miami, hogar de patriotas.
Sin menospreciar a nadie, ninguno de ellos llega a la suela del zapato a nuestro cartagenero de oro. Nada hay de brillante en su juventud, ninguna cualidad extraordinaria parece acreditar cuando ingresa en la UCD. Empero, dentro de él se escondían las virtudes que sólo los tocados por la gracia del destino pueden albergar. Si grandes son su méritos, yerno del Senador Barceló, amigo de una tránsfuga socialista, Alcalde de Benidorm, Presidente de la Generalitat, Ministro, Portavoz del Grupo Parlamentario Popular; grandes han sido las dificultades que los enemigos de los emprendedores, de los que descuellan sobre el común, pusieron en su camino, infundadas acusaciones de corrupción ligadas al caso Naseiro-Palop, al IVEX, a Terra Mítica, a los contratos millonarios firmados con Julio Iglesias para promocionar el buen nombre de la Comunidad valenciana, a la compra de terrenos en Benidorm, a la adquisición de un pisito en Madrid o a las aventuras de nunca bien ponderado Carlos Fabra. Calumnias que sólo han servido para acrecer el buen nombre de Don Eduardo, hombre honrado y digno donde los haya, pero con una vocación política innata y una capacidad de trabajo, de entrega, de sacrificio por el bien común inigualables que hacen de él un modelo a seguir por cuantos se dedican a la “cosa pública”. Después de una tan dilatada como fructífera carrera política, pese a quien pese, Don Eduardo no pudo tener mejor recompensa a sus desvelos y anhelos que su nombramiento como Delegado para Europa de Telefónica con 600.000 euros de sueldo. Empero, la envidia es mala, y los puristas porfiaron hasta dar con sus huesos en la cárcel, de la que salió debido a la cruel fortuna que le endilgo una enfermedad no compatible con el presidio. Desde entonces, pese a las condenas y gracias a la intervención del Altísimo, Don Eduardo es libre y dispone de una fabulosa fortuna en Colombia y otros países que hará bien en disfrutar como sólo los patriotas saben hacer. Un ejemplo para todos. Admirable Don Eduardo, yo de mayor no quisiera ser como usted.