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18/98

Fuentes: Gara

Pese a vivir en Madrid, no he podido asistir al comienzo de ese proceso elefantiásico, desbordante, paranoico para los juristas observadores por la misma imposibilidad técnica de su pretensión. Hará falta un seguimiento más continuado y más especializado que el mío para ir registrando su inmensa chapuza, caritativamente tapada por los media. Aun así tengo […]

Pese a vivir en Madrid, no he podido asistir al comienzo de ese proceso elefantiásico, desbordante, paranoico para los juristas observadores por la misma imposibilidad técnica de su pretensión. Hará falta un seguimiento más continuado y más especializado que el mío para ir registrando su inmensa chapuza, caritativamente tapada por los media. Aun así tengo que ir al menos a algunas sesiones. No sólo para acompañar a viejos amigos que tan bien conozco, sino ante todo para presenciar in situ y en acto la autodisolución fenomenal de una institución clásica del Estado liberal. El Estado español, como ya decía Franco, se encuentra en cabeza de la evolución… hacia la catástrofe. El «arreglo» que se hizo tras su dictadura no cuenta con la relativa cohesión social y el respeto de ciertos mínimos propios de tradiciones más democráticas. Y esto hace que los procesos de disolución inherentes a las democracias se desarrollen en Madrid con un descaro y una irreflexividad malignas, que repiten el camino de Weimar.

Claro que el camino ni parte ni llega en las mismas estaciones. Tras los años rosa de la Postmodernidad y del fin del imperio del mal ­no sustituido por nada mejor­ hemos entrado en la globalización a cara de perro bajo el signo del Terrorismo. La producción militar vuelve a ser ­casi como en la Edad Media­ la principal industria y países enteros son arrasados o están amenazados por la Guerra contra el Terror (todo con mayúsculas teológicas). Dentro de los Estados «la violencia que vacía el Derecho» ­como decía W. Benjamín­ trata de prevenir «la violencia que funda Derecho». Y es que el Derecho ­contra las beaterías del Derecho Natural­ siempre ha sido violencia, y sin ella no hay ni Derecho ni Estado. Sólo que la violencia fundadora, cualquiera que sea, requiere estabilizarse en un sistema legal aceptado, mientras que actualmente el sistema de Derecho establecido es incapaz de sostenerse sin constantes petachos, leyes ad hoc, abusos interpretativos favorecidos por una opinión pública inducida mediante grandes mecanismos industriales y violaciones del propio Derecho en atención a «bienes más altos». Lo peor es que, como hemos visto recientemente en Francia, Inglaterra, Italia, el problema es general y no les parece tan mal que España vaya rompiendo brecha por delante.

La reclamación de derechos civiles y políticos o la supuesta inoportunidad política para un hipotético proceso de paz son argumentos débiles frente a la fusión con la Justicia de una policía que no sólo suministra pruebas, sino que se las valora al juez y de hecho suplanta en éste y otros puntos bien conocidos a la mis- ma democracia con el consenso tácito de la sociedad. El Estado proclama enemigos a los disconformes e insumisos; le va la supervivencia en ello, porque vacila su misma legitimidad. Es la hora de Carl Schmitt. Se aduce el terrorismo; cuando no lo haya, «la defensa de la paz civil» hará que se declare terrorista al piquete de huelga, como ya lo permite la legislación vigente.

El proceso 18/98 es un hecho histórico y puede marcar un punto de inflexión. La pretensión de Zapatero de acercar las opiniones públicas de Euskal Herria, Catalunya y España tal vez consiga frenar en Catalunya el deterioro profundo del Estado español. En Euskal Herria no veo cómo podría hacerlo. No es la Constitución ­tan politeísta en sus valores­ el problema principal, pese a algunas concesiones abusivas al Viejo Régimen en su redacción. Lo insoluble es la mentalidad de una clase política que no ha sido capaz de pasar del Imperio a la Nación, porque «la violencia que funda Derecho» ha sido aquí la de los poderosos de siempre, sin más concesiones que la cooptación de una izquierda anémica, pero encantada consigo misma.

* Josemari Ripalda. Filósofo.