Cada efemérides de la Constitución trae consigo una postal similar: la de una clase dirigente casi unánimemente dispuesta a entonar las loas de un texto presentado como insuperable garantía de convivencia, unidad y libertad. Lo cierto es que a tres décadas de su aprobación, esta imagen sacralizada del texto de 1978 resulta un escollo para […]
Cada efemérides de la Constitución trae consigo una postal similar: la de una clase dirigente casi unánimemente dispuesta a entonar las loas de un texto presentado como insuperable garantía de convivencia, unidad y libertad. Lo cierto es que a tres décadas de su aprobación, esta imagen sacralizada del texto de 1978 resulta un escollo para la profundización democrática.
Hija de la presión en la calle, pero también del miedo y de una adhesión casi forzosa a las condiciones impuestas por los sectores duros y moderados del régimen franquista, la Constitución ha condicionado notablemente el desarrollo político posterior. No tal o cual artículo, sino la interpretación dominante de la misma, sus principales leyes de desarrollo, las actuaciones y omisiones que han alterado su sentido o la han privado de efecto. Es el sistema constitucional, en realidad, lo que se ha convertido en elemento de bloqueo para una genuina regeneración democrática.
Disipado el ruido de sables, la democracia española sigue siendo una democracia de baja intensidad. Este fue el modelo que se fraguó en la transición y nunca fue del todo contradicho. Por el contrario, las élites que la protagonizaron se sintieron cómodas o se acomodaron a una democracia de representantes, dominada por las cúpulas de los grandes partidos y claramente reticente a abrir cauces de participación ciudadana. Ahí están, como prueba, la escasa iniciativa para reformar una legislación electoral que distorsiona la voluntad ciudadana, la mezquina cabida dada a las iniciativas legislativas populares o al referéndum, la negación del derecho de voto a las personas migrantes, la lamentable evolución de la legislación sobre partidos o, simplemente, la dificultad para asumir en términos no criminalizadores el conflicto y la disidencia política.
Esta sensación de bloqueo es extensible también al ámbito social. La Constitución fue aprobada en los inicios de la crisis del «Estado de Bienestar» y los Pactos de La Moncloa dejaron claro las líneas rojas que no podían transgredirse en materia económica. Así, los derechos sociales recibieron un reconocimiento debilitado y su desarrollo acabó supeditado a criterios de «estabilización» que no beneficiaron a todos por igual. La incorporación acrítica al proceso de integración europea y, sobre todo, la asunción de los criterios de convergencia consagrados en Maastricht, acabaron por forjar un corsé neoliberal que neutralizaría el despliegue de la Constitución social y ambiental. Los resultados saltan a la vista: la economía española ha crecido, sí, pero en un sentido irracional, insostenible e injusto, con estándares sociales y ecológicos muy inferiores a los de otros países europeos (algunos de los cuales, como Noruega, ni siquiera forman parte de la Unión Europea).
Otra de las hipotecas heredadas tiene que ver con el pluralismo territorial. Todavía en 1977, una parte importante de la izquierda -incluidos el PSOE y el PCE- reclamaban un Estado federal respetuoso con el derecho democrático a la autodeterminación de los pueblos. La Constitución, empero, se limitó a consagrar un modelo abierto de descentralización, condicionado por la «indisoluble unidad de la Nación española» y cuya integridad se confía al Ejército (artículo 8). El Estado de las autonomías se desarrolló así a regañadientes. Las resistencias centralistas y españolistas no han dejado de aflorar una y otra vez. Desde la LOAPA, de infausta memoria, hasta la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de consultas vasca o la histeria jurídico-política generada en torno al nuevo Estatuto catalán.
Otro tanto podría decirse de la monarquía, que amparada en el mito del «motor de la democracia», terminaría por convertirse en una institución superprotegida constitucional y penalmente y blindada a la crítica social. O de la Iglesia Católica, cuyo poder, a pesar de la supuesta a-confensionalidad del Estado, ha sido enorme, y le ha permitido exigir prebendas políticas o económicas como contrapartida a cada avance en un sentido laico. O de la ausencia, en suma, de una sólida cultura anti-franquista, que permita juzgar con naturalidad crímenes que no sólo ofenden a sus víctimas, sino al conjunto de la sociedad.
Se podrá decir que esta lectura es simplista. Que en la transición se consiguió menos de lo que se pedía pero más de lo que se esperaba. Puede ser. Pero habrá que admitir que buena parte de los avances políticos, sociales, culturales de los últimos años, han estado vinculados, más a luchas cotidianas, persistentes, construidas desde abajo, que al marco constitucional gestionado por las clases dirigentes. Dicho marco, por el contrario, arrastra ya muchas sombras. Treinta años más tarde, es imprescindible una revisión profunda y profana del mismo, que lo despoje de su aura de sacralidad. Ello exige algo más que una simple apelación a la reforma constitucional, cuyos rígidos mecanismos son parte del problema. Acaso la movilización y organización, lenta pero firme, de una opinión pública realmente democratizadora, republicana, y por tanto, constituyente.
Gerardo Pisarello es Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y colaborador habitual de SINPERMISO. Jaume Asens es vocal de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona.