No hay que menospreciar la capacidad auto regenerativa del Estado burgués. Sin retroceder mucho en el tiempo y ciñéndonos sólo a Europa, la experiencia de la Comuna de París de 1871 y el auge de las luchas obreras posteriores, llevaron a una de las reformas más profundas del Estado burgués en cuanto a su capacidad […]
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No hay que menospreciar la capacidad auto regenerativa del Estado burgués. Sin retroceder mucho en el tiempo y ciñéndonos sólo a Europa, la experiencia de la Comuna de París de 1871 y el auge de las luchas obreras posteriores, llevaron a una de las reformas más profundas del Estado burgués en cuanto a su capacidad de absorción e integración relativa del movimiento obrero y, a la vez, a la mejora de su violencia represiva especializada. Otro tanto hay que decir de las lecciones extraídas de la revolución de 1917, sobre todo en el sentido de además de las reformas sociales integradoras y además de las policías y ejércitos represivos tradicionales, ante determinadas crisis era necesario un ataque contrarrevolucionario más brutal: el fascismo. Tras 1945 y ante la ausencia de poder burgués y de gran fuerza de las masas y guerrillas antifascistas en muchos Estados europeos, el capital reaccionó con la presencia militar yanqui, con un pacto social-keynesiano y con la represión de las izquierdas. Tras la Gran Crisis de 1968-73 y larga inestabilidad posterior, actualmente padecemos otra fase de mejora represiva y coercitiva del Estado inherente al proceso de concentración y centralización de capitales que es la Unión Europea.
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La experiencia acumulada en el capitalismo imperialista, o capitalismo «desarrollado», muestra que, en estos países, es muy difícil empezar un proceso revolucionario en el sentido crudo de la palabra porque la burguesía ha desarrollado, primero, sistemas de alienación, absorción e integración muy eficaces, de entre los que destaca el beneficio material que las clases trabajadoras obtienen por la explotación imperialista. Es verdad que el grueso de las sobreganancias imperialistas se las queda la clase dominante, pero no es menos cierto que una parte de esos beneficios van a parar directa e indirectamente a las clases trabajadoras, que gozan de una mejora de sus condiciones de vida gracias a ello; además, las masas de los países imperialistas tienden a identificar como propios los intereses de sus burguesías, defendiendo por acción u omisión esas agresiones. Todo esto ya lo criticó Marx desde la década de 1850 en adelante, y ha sido confirmado una y otra vez. Además, el capitalismo imperialista tiene aliados muy poderosos como el reformismo político-sindical, etc.
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Segundo, la burguesía imperialista dispone de la ventaja de la subsunción real en cuanto capacidad integradora inherente al proceso de explotación, subsunción real menos desarrollada en los capitalismo débiles; el efecto desmovilizador de la subsunción real es tremendo, y ha sido y es una de las fuerzas paralizadoras más efectivas del capitalismo, si no la que más. El tránsito de la subsunción formal a la real marca el tránsito de la disciplina externa, basada en la fuerza y en la amenaza exterior aplicada por la policía, a la autodisciplina interna aplicada por la propia persona que ha interiorizado al policía, al patrón y al Estado, es decir, que ella se ve a sí misma con toda normalidad como parte integrante en el proceso de valoración del capital. Esto hace que las burguesías imperialistas necesiten, por lo general, menos violencia represiva descarnada y pública en comparación a la que necesitan las burguesías más débiles, mientras que ambas siguen necesitando más sistemas de manipulación, desviación de las tensiones hacia víctimas propiciatorias, etc.
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Tercero, las burguesías fuertes necesitan también menos violencia oficial descarnada porque se han multiplicado los sistemas indirectos de autoridad y orden cotidianos, los micropoderes que girando siempre de forma difusa o concreta alrededor de explotaciones concretas o difusas, producen disciplinas, coerciones, amenazas, chantajes, dependencias, sujeciones, etc., muy efectivas en el subsuelo social, en la intimidad de las sujeciones interpersonales que presionan como losas de plomo sobre las personas dominadas cuando deben tomar decisiones sobre su libertad. Estos sistemas también actúan en los países empobrecidos, pero su efectividad se multiplica en los enriquecidos donde el consumismo, los créditos, las deudas hipotecarias o de otras muchas clases, «cadenas de oro» al decir de Marx, atan a la gente a sus deudas y, especialmente, a quienes ocupan las escalas inferiores en los procesos de explotación cotidiana, la más dependiente e indefensa, la que puede ser movilizada por la demagogia derechista.
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Y cuarto, debido a lo anterior, la burguesía imperialista dispone de sistemas represivos más eficaces que los de las burguesías débiles, precisamente por su mayor invisibilidad, porque la mayor fuerza de sujeción está anclada en la estructura psíquica de las masas a partir de la sorda coerción del capital que funciona en el proceso productivo social, en la misma dinámica de explotación y valoración del capital. Romper esas cadenas inconscientes que a diario son reforzadas no sólo por el sistema represivo sino también por toda la compleja, diversificada y efectiva maquinaria de alienación, centralizada estratégicamente por el Estado, es una de las prioridades de todo movimiento revolucionario dentro del capitalismo imperialista.
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En los países empobrecidos y machacados, la alienación, las cadenas psíquicas están ancladas, por lo general, en mitos religiosos, en restos del lealismo y del clientelismo precapitalista que sobreviven entre el desorden de las pequeñas economías familiares que deben reforzarse mediante la fidelidad a clanes dominantes, con todos los límites de la subsunción formal, etc. Pero en el capitalismo imperialista, la estructura psíquica de masas está ya dominada por la abstracción-mercancía, por el valor de cambio y por el trabajo abstracto, con toda la efectividad de la subsunción real, lo que hace que sea mucho mayor su dependencia al capital. Sólo cuando una parte significativa e importante del orden cotidiano entra en crisis profunda, surgen las condiciones para que comience a debilitarse la solidez del sistema y se desarrollen los requisitos citados por Lenin para la irrupción de una crisis revolucionaria.
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Las cuatro razones vistas tan sintéticamente explican que ya desde finales del siglo XIX los marxistas más lúcidos tomaran consciencia de que cada día era más difícil hacer la revolución en Occidente, y empezaran a estudiar con más detalle las luchas anticoloniales en todo el mundo. En Marx esta evolución es innegable, y al final de su vida intuyó que la revolución no empezaría por Inglaterra como había pensado al comienzo, sino por Asia, por Rusia. Más adelante, esta tesis se fue extendiendo hasta tomar cuerpo definitivo a raíz de 1917 y de las dificultades de la lucha revolucionaria en Europa. Mariategi ya advirtió que la revolución se desplazaba a otros continentes basándose en los últimos textos de Lenin y Marx. Por no extendernos, bajo el fascismo europeo algunos marxistas llegaron a la conclusión teóricamente correcta por su esencia dialéctica de que, en el capitalismo desarrollado, la revolución tiene más dificultades para iniciarse pero el socialismo tiene más facilidades para realizarse, mientras que en el capitalismo débil sucede lo contrario: la revolución puede estallar más fácilmente pero el socialismo encuentra muchas más dificultades para avanzar.
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Esto no quiere decir que las revoluciones sean imposibles en el capitalismo desarrollado, en absoluto. De hecho ha habido muchos más inicios de revolución, muchas situaciones críticas prerrevolucionarias en la historia del siglo XX que lo que admite la historiografía burguesa. No es este el sitio para enumerar esos intentos, y menos aún para definir qué es una situación revolucionaria y qué un a crisis prerrevolucionaria, pero una mirada crítica y no atolondrada, no drogada por la ideología burguesa muestra que las tensiones sociales en el capitalismo imperialista han sido más frecuentes de lo que se cree. Que es así se comprende más fácilmente si recurrimos a la noción de oleadas o fases revolucionarias antes que a la más simple y limitativa de revoluciones aisladas e incomunicadas entre sí, como hechos sorprendentes que estallan sin conexión alguna entre ellos.
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Partiendo de estos criterios, podemos analizar con más rigor las perspectivas posibles para Euskal Herria, empezando por una constatación obvia e innegable: todo intento insurreccionalista aislado, realizado sólo en Euskal Herria, está condenado al fracaso sangriento en muy poco tiempo como muestra la historia militar «moderna» de nuestro pueblo desde finales del siglo XVIII hasta ahora. La poca capacidad de resistencia vasca al ejército republicano francés tras 1789 fue la primera lección capitalista. Luego, las dificultades españolas para vencer militarmente a Hego Euskal Herria a lo largo del siglo XIX desde la crisis posterior a la Guerra de la Convención hasta terminar con la denominada «tercera guerra carlista» en 1876, fueron debidas, en primer lugar, a la crisis interna del imperio español, a su agotamiento; en segundo lugar, a los restos operativos del poder militar del Antiguo Régimen, capaz de armar ejércitos «carlistas» –nacionalmente vascos porque la inmensa mayoría de sus miembros lo eran, mientras que los ejércitos «liberales» eran objetivamente extranjeros para la población vasca– en poco tiempo; y, tercero o primero, a la capacidad de resistencia del pueblo y a la genialidad de algunos de sus mandos. Cuando el Estado español puso orden en su interior y racionalizó sus recursos, venció con menos dificultades.
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La impresionante experiencia de paros, manifestaciones, motines, huelgas locales, huelgas generales e insurrecciones realizadas desde 1890 y hasta 1934, y las tensiones posteriores hasta julio de 1936, realizadas por el movimiento obrero y popular vasco, así como las amplias movilizaciones de masas en todas sus formas realizadas por las fuerzas políticas nacionalistas y socialistas en Hego Euskal Herria, esta rica experiencia de lucha que no podemos olvidar, nos aporta dos lecciones decisivas: una, confirma la lección anterior extraída de las luchas del siglo XIX y, otra, plantea a una escala superior el debate clásico en el marxismo sobre la centralidad estatal de la lucha de clases y/o sus ritmos diferentes según la ley del desarrollo desigual y combinado. Este debate que fue decisivo a finales de 1960 y durante todo 1970 está ahora resuelto en lo esencial pero debe ser enriquecido por otras experiencias más amplias, como veremos.
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La suerte del efímero y pequeño Estado Vasco en 1936-1937, sus dificultades para obtener recursos externos e internos, el boicoteo impune de la burguesía con la pasividad del PNV en el gobierno, la opción reaccionaria del carlismo y de sectores del PNV, la lucha de clases entre vascos, etc., esta experiencia añade una lección que no se podía extraer antes de 1936: que la izquierda española, excepto una minoría honrosa, optó por la lógica centralizadora estatal del proceso revolucionario, supeditando los derechos nacionales vascos y el ritmo de la lucha de clases en nuestro pueblo al proceso estatal. Esta lógica, profundamente arraigada en el marxismo mecanicista y eurocéntrico, exige la supeditación de las luchas avanzadas a las más retrasadas con la excusa del escaso desarrollo de las «condiciones objetivas», excusa que oculta la aceptación por esa izquierda del nacionalismo español.
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Sin embargo, desde 1947, por no hablar desde 1937, nada más vence el fascismo en tierras vascas, las luchas sociales y nacionales en el Estado español demostraron regirse más por la ley del desarrollo desigual y combinado que por la exigencia dogmática de la supeditación de dichas luchas a un supuesto ritmo único y común a todo el Estado. Las huelgas vascas de entre 1947 y 1952 así lo confirman, y aunque luego vino un período de descenso que volvió a reiniciarse a finales de los ’50, desde entonces y de forma imparable ese ascenso se mantuvo, en el plano estrictamente obrero –aceptando la momentánea separación analítica con respecto a la síntesis entre la lucha nacional y la social– hasta la primera mitad de los años 1980, aproximadamente. Estos ritmos sociales fueron desiguales a los de la mayor parte del Estado, con los ejemplos destacados de Asturias y sus luchas en la segunda mitad de 1960 hasta el final de los 70, en Catalunya desde comienzos del 1970 hasta la «gran claudicación», en Madrid con sus ritmos propios pero aproximados en la misma época, y poco más.
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La ley del desarrollo desigual y combinado de las luchas ha sido confirmada por toda la experiencia revolucionaria anticapitalista, y dice varias cosas: una, que los pueblos atrasados pueden acelerar súbitamente en su emancipación superando a los adelantados; dos, que las revoluciones no surgen simultáneamente en todas partes de un Estado o en todos ellos, sino primero en unos lugares y luego en otros, en respuesta a sus historias propias; tres, que mientras llega el estallido, las luchas más avanzadas sirven de guía a las menos pero, a la vez, atraen sobre sí el grueso de la represión para acabar con ellas y con su ejemplo; cuatro, que estas luchas avanzadas deben mantener su ritmo de emancipación sin supeditarse al resto ya que eso supondría una derrota segura, pero, a la vez, sin caer en aventurerismos suicidas condenados a la masacre; cinco, que el mantenimiento e incremento de las fuerzas revolucionarias acumuladas por esas luchas avanzadas debe basarse en sus propias razones y causas, en su historia, dado que han sido éstas las que han posibilitado; y último, seis, sólo cuando el resto de luchas hayan desarrollado la suficiente fuerza como para dar el salto a la revolución, sólo entonces la más avanzada podrá hacerlo con visos de victoria, porque las fuerzas represivas estarán muy desgastadas al tener que responder a varios frentes.
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La desigualdad en el proceso es tanto más manifiesta en el momento de la síntesis entre lo nacional y lo clasista, es decir, cuando pasamos a estudiar la historia del independentismo vasco comparado con la historia catalana y gallega, en las que también hubo lucha armada. Igualmente, la experiencia vasca en el plano estricto de la lucha armada es muy diferente a las luchas armadas anarquistas y marxistas que se desarrollaron en el Estado español en esos años, y que subsisten en la actualidad. Durante las tres últimas décadas, la especificidad de la lucha vasca ha sido manifiesta desde cualquier lado que se observe, y todo indica que lo seguirá siendo teniendo en cuenta el lento ritmo de crecimientos de las izquierdas revolucionarias en el Estado, las únicas que pueden ayudar a estructurar las luchas sociales y de masas intermitentes que recorren al Estado desde alrededor del año 2000.
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Antes de seguir conviene insistir en que la situación de las movilizaciones de masas y de las organizaciones de izquierda tanto en las naciones oprimidas por el Estado español como la situación española en cuanto tal, dista mucho de ponerse a la altura y al ritmo del proceso vasco. O en otras palabras, durante bastante tiempo Euskal Herria deberá aguantar sola tanto los embates represivos como las estrategias burguesas de asentamiento del orden capitalista. Lo mismo hay que decir con respecto al panorama europeo, en donde el aumento de la precarizad social, el empobrecimiento relativo, las restricciones democráticas y el endurecimiento represivo, etc., si bien facilitan las condiciones para la protesta, no están impulsadas internamente por unas izquierdas revolucionarias consolidadas. Las condiciones objetivas van permitiendo una espontaneidad crecientes en las protestas, pero las condiciones subjetivas no logran centralizarse organizativamente y, gracias a ello, guiar esas luchas hacia objetivos precisos y hacia reivindicaciones más políticas.
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Según esta perspectiva y desde los intereses vascos, el debate sobre la centralidad estatalista de las luchas o sobre su desarrollo desigual y combinado debe seguir orientado hacia la acumulación de fuerzas democráticas, progresistas y revolucionarias propias al ritmo posible en Euskal Herria, y sin supeditarse en modo alguno a las necesidades estatales. Esta es la única alternativa posible que existe no sólo para salvaguardar las fuerzas acumuladas en estas décadas, sino para aumentarlas al son de los ritmos propios. Ahora bien, en la medida en que aumente la crisis del sistema, lanzando a la lucha a más y más clases y pueblos, en esta medida crecen las posibilidades de una agudización general con lo que se entra en otro contexto. Captar estos cambios y responder adecuadamente es uno de los retos fundamentales de toda dirección revolucionaria. Mientras tanto, el pueblo con más fuerzas emancipadoras debe, como hemos dicho, cuidar que no se desmoralices, debe incrementarlas y no debe dilapidarlas de manera infantil.
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Euskal Herria se encuentra en una situación así. Siendo actualmente imposible avanzar en directo e instantáneamente al socialismo y a la independencia nacional sí puede seguir acumulando fuerzas para una posible crisis futura, por lejana que se encuentre. La dialéctica entre contrapoder, doble poder y poder popular será decisiva en todos los sentidos a lo largo de este período. Más aún, en la medida en que se avance en esa dirección se ampliarán las condiciones que faciliten un tránsito con la menor violencia posible, e incluso sin ella, a la independencia y al socialismo en una primera fase inicial. No debe sorprender esta afirmación.
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Los clásicos de marxismo defendieron en determinados momentos la posibilidad del tránsito pacífico al socialismo en condiciones excepcionalmente raras. De hecho, hasta ahora, la mayoría de procesos revolucionarios han sido bastante menos violentos, o pacíficos incluso, en sus inicios que en las etapas posteriores, cuando por diversas razones las burguesías han podido reorganizarse y lanzarse a una brutal contraofensiva. En la inmensa mayoría de los casos, las revoluciones se han vuelto violentas en el sentido fuerte de la palabra cuando no han tenido más remedio que autodefenderse ante la contrarrevolución burguesa interna y externa.
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La teoría marxista no dice que es imposible el tránsito pacífico al socialismo en cualquier caso, sino que ese tránsito es posible pero en la minoría de casos, en condiciones excepcionales en las que la relación de fuerzas a favor de las masas es tal que la clase dominante no tiene, en ese momento, recursos para lanzar su violencia represiva. Esta teoría tampoco dice que la revolución haya de triunfar sólo gracias a la máxima violencia aplicada desde el primer segundo, sino que la máxima violencia la aplica la burguesía derrocada para recuperar su poder obligando a la revolución a responder en consecuencia. También dice que cuanto mayor es la decisión y fuerza del pueblo menor es la violencia inicial que ha de aplicar y más posibilidades tiene de impedir una reacción capitalista. Hasta ahora, esta es la experiencia práctica acumulada. Al contrario, son los reformistas quienes sostienen que el tránsito pacífico no sólo es posible en todos los casos, sino que además es el único que garantiza la victoria.
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La teoría sobre la violencia aparece desde el principio mismo de la extensa obra marxista y es imposible resumirla aquí por lo que vamos a dar sólo cuatro criterios básicos, teniendo en cuenta que por marxismo debe entenderse no sólo la obra de Marx y Engels sino la totalidad de la obra realizada por quienes explícita y prácticamente se ha definido como marxistas, es decir, han luchado con todos los medios adecuados contra la burguesía buscando tres objetivos irrenunciables: uno, crear un poder revolucionario basado en el pueblo en armas y en la democracia socialista que garantice, dirija y vigile el proceso de autodisolución del Estado obrero; dos, partir siempre de una concepción mundial e internacionalista del proceso revolucionario y del comunismo y, tres, avanzar simultáneamente en la expropiación de los expropiadores, es decir, acabar con la propiedad privada capitalista mientras se avanza en las condiciones objetivas y subjetivas que permitan hacer realidad el principio: «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad». Naturalmente, estos puntos esenciales deben ser aplicados concretamente en cada país, huyendo de los esquemas prefijados e impuestos dogmáticamente en todas partes.
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Partiendo de aquí, a lo largo de casi dos siglos de lucha de clases mundial, por poner la fecha «inicial» en las luchas de los años ’30 del siglo XIX como anunciadoras de lo que vendría, podemos descubrir como mínimo cuatro principios básicos de la teoría marxista de la violencia. El primero es la afirmación de Marx de que la violencia es la partera de la historia, es lo que decide e impone qué camino seguir en el momento de una crisis entre dos poderes iguales: el del capital y el del trabajo. Este principio es decisivo en su perspectiva histórica y está siendo confirmado en todas las situaciones fundamentales en las que las masas oprimidas se han enfrentado a la clase dominante. Según como sean las situaciones concretas, las fuerzas en conflicto, los aliados de cada una de ellas, etc. Según todo eso que hay que analizar concreta y particularmente, será el grado de virulencia, extensión e intensidad de la violencia desatada, pudiendo darse casos en los que ha sido necesaria muy poca y mayormente preventiva o en los que ha sido necesaria mucha y desesperada.
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Hay ejemplos para todos los casos, pero la constante que los recorre internamente es que cuando las masas oprimidas han rechazado este principio marxista han cavado la tumba de su derrota estratégica durante mucho tiempo, tumba rebosante de sangre y cadáveres, porque al despreciarlo, al rechazar las lecciones de la historia y al creerse la mentira reaccionaria del pacifismo a ultranza, se han despreocupado por prepararse mental, política y organizativamente para la práctica de la violencia defensiva, de la autodefensa ante la violencia fundante y primera, la opresora. La preparación psicopolítica para la autodefensa es imprescindible, y cuanto más efectiva sea menos violencia defensiva habrá que aplicar en su momento, más fácil, rápida y pacífica será la victoria revolucionaria y su avance posterior. Si algo ha demostrado la historia desde el surgimiento de la explotación precapitalista es la veracidad del axioma popularizado por la agresiva y esclavista Roma republicana de ‘si vis pacem, para belum’, si quieres la paz prepárate para la guerra. Multitud de pueblos y clases oprimidas han sufrido derrotas aplastantes y brutales por despreciar o ignorar esta lección histórica.
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El segundo principio es el de la licitud moral y ética de la autodefensa, de la violencia defensiva. No existe una única y obligatoria ética, es decir, el conjunto de valores que explican por qué hay que realizar tal o cual acción moral. Según el marxismo existen dos escuelas éticas enfrentadas: la que explica y defiende la necesidad de la explotación, que es la primera que surgió en la historia a partir del surgimiento previo de la opresión social, y la que explica y defiende la lucha contra la explotación, que surgió más tarde y dificultosamente porque las masas oprimidas no tenían apenas capacidad cultural, tiempo libre y recursos materiales para elaborar esa ética liberadora que ha sido perseguida siempre. Las dos éticas cambian en las formas exteriores y bastantes de sus componentes internos al son de los cambios sociales, aunque mantienen intocable su núcleo originario. Por ejemplo, debido a las largas luchas de siglos, la ética dominante, la burguesa, ha tenido que aceptar la ilicitud de la esclavitud pero cierra los ojos cuando la burguesía aplica una nueva esclavitud, la asalariada y en su forma más brutal, el trabajo precarizado e infantil. Abundan los ejemplos al respecto, pero ahora nos interesa analizar un problema ético-moral y teórico-político crucial: ¿podemos los países ricos y opresores condenar la violencia defensiva de los países invadidos y de las clases explotadas por feroz y terrible que pueda llegar a ser?
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Tanto Marx como Engels dicen que no, que no podemos dar lecciones a quienes se defienden y que debemos comprender su situación y el grado de desarrollo en su cultura y tradiciones, el grado de desarrollo de la ética liberadora en su cultura, etc. En sus análisis sobre las luchas en la India y en China, por ejemplo, ambos amigos se enfrentaron decididamente a la hipócrita moral burguesa, a su ética, denunciando al verdadero causante de las sanguinarias violencias defensivas de los pueblos oprimidos: la anterior e inicial violencia opresiva del colonialismo británico, tanto o más inhumana que la de los hindúes y chinos. La dialéctica entre lo esencial de la ética liberadora –el rechazo a toda opresión– y la defensa de la historicidad de sus formas concretas de práctica –la ferocidad de las masas invadidas contra los invasores–, esta dialéctica es el segundo principio marxista sobre la violencia y su actualidad es innegable. Cuando el imperialismo ataca a media humanidad y prepara más ataques contra el resto, incluidas las clases trabajadoras en el centro imperialista, es inmoral y antiético que las izquierdas revolucionarias asuman, defiendan y propaguen los valores y normal de la burguesía. Un mínimo de decencia ética y de sentido teórico de la historia de las luchas humanas debe llevarles, en caso extremo, al silencio o al debate fraternal y solidario, pero nunca a la defensa de la ética capitalista.
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El tercer principio lo expone Lenin en su análisis de la guerra de guerrillas de 1906: «el marxismo se distingue de todas las formas primitivas del socialismo pues no liga el movimiento a una sola forma determinada de lucha. El marxismo admite las formas más diversas de lucha; además, no las «inventa», sino que generaliza, organiza y hace conscientes las formas de lucha de las clases revolucionarias que aparecen por sí mismas en el curso del movimiento. El marxismo, totalmente hostil a todas las fórmulas abstractas, a todas las recetas doctrinas, exige que se preste mucha atención a la lucha de masas en curso que, con el desarrollo del movimiento, el crecimiento de la conciencia de las masas y la agudización de las crisis económicas y políticas, engendra constantemente nuevos y cada vez más diversos métodos de defensa y ataque. Por esto, el marxismo no rechaza categóricamente ninguna forma de lucha El marxismo no se limita, en ningún caso, a las formas de lucha posibles y existentes sólo en un momento dado, admitiendo la aparición inevitable de formas de lucha nuevas, desconocidas de los militantes de un período dado, al cambiar la coyuntura social. El marxismo, en este sentido, aprende, si puede decirse así, de la práctica de las masas, lejos de pretender enseñar a las masas formas de lucha inventadas por «sistematizadores» de gabinete. Sabemos — decía, por ejemplo, Kautsky, al examinar las formas de la revolución social — que la próxima crisis nos traerá nuevas formas de lucha que no podemos prever ahora (…) el marxismo exige que la cuestión de las formas de lucha sea enfocada históricamente. Plantear esta cuestión fuera de la situación histórica concreta significa no comprender el abecé del materialismo dialéctico. En los diversos momentos de la evolución económica, según las diferentes condiciones políticas, cultural-nacionales, costumbrales, etc., aparecen en primer plano distintas formas de lucha, y se convierten en las formas de lucha principales; y, en relación con esto, se modifican a su vez las formas de lucha secundarias, accesorias. Querer responder sí o no a propósito de un determinado procedimiento de lucha, sin examinar en detalle la situación concreta de un movimiento dado, la fase dada de su desenvolvimiento, significa abandonar completamente la posición del marxismo».
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El cuarto principio ya está enunciado en este tercero expuesto por Lenin, y se refiere al contenido de masas de las luchas violentas. Para los doctrinarios y dogmáticos que trocean y reducen la realidad para que quepa en su estrecha «teoría revolucionaria» es lo mismo la acción armada individualista que la lucha armada realizada por organizaciones profundamente asentadas entre las masas, que durante decenas de años nutren sus filas de voluntarios que permanentemente salen del pueblo trabajador, que militaban en distintos frentes de masas, en la lucha obrera, vecinal, estudiantil, feminista, ecologista, cultural, etc., y que, por las razones que fueran y allí en donde se practica la lucha armada, dan el paso a la autodefensa en su forma más seria. Un ejemplo ¿puede denominarse como «terrorismo individual» a la lucha armada de las FARC-EP, de los palestinos, iraquíes, chechenos o en su tiempo del IRA, etc.? Sin entrar ahora al concepto de «terrorismo» y ciñéndonos sólo al de individualismo, es claro que no. La diferencia entre una lucha armada de masas y una lucha individualista consiste básicamente en que la primera, la de masas, tiene un programa a largo plazo, una estrategia y unas tácticas, un sistema organizativo y unas relaciones con el pueblo del que surge que le hacen escoger siempre los métodos más adecuados para avanzar en la conciencia política del pueblo, buscando siempre tanto el contenido pedagógico de las acciones como su efectividad política siempre dentro de los fines perseguidos, lo que le lleva a recurrir a la autodefensa como un instrumento táctico inserto en la globalidad de medios de lucha de su pueblo, interaccionando con ellos.
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Mientras que la segunda, la violencia individualista es practicada por personas más bien aisladas o a lo sumo por muy reducidos colectivos sin apenas implantación directa en las masas, lo que les limita mucho calibrar la efectividad pedagógica y política de sus acciones, aprender de las masas, mejorar su programa y su estrategia viendo la necesidad de cambiar de tácticas según cambian las condiciones sociales, siendo por tanto incapaces para integrar sus acciones con las de las masas al margen de la buena voluntad subjetiva de quienes las realizan y, de esta forma, resulta prácticamente imposible lograr la interrelación de todas las formas de lucha. Hay que tener en cuenta que esta interrelación es una de las garantías esenciales del aprendizaje mutuo entre las masas y las organizaciones que practican la violencia política de respuesta, sin ella más temprano que tarde el colectivo o la persona que practica la autodefensa cae en la desorientación o en el aislamiento más enloquecedor.
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Son estas diferencias, por último, las que permiten explicar por qué los marxistas insistimos en que toda respuesta individual básica y primaria, la que sea, desde una paliza dada por una mujer maltratada a su agresor, o por una obrera a su patrón, o por torturado a su torturador, etc., si quiere ser efectiva a la larga ha de integrarse en organizaciones de masas más amplias aunque no practiquen esas formas de resistencia instintiva, de justa ira y de justicia popular aplicada individualmente. Son, deben ser, esas organizaciones más enraizadas y extensas, las que analicen por qué, cómo, cuando y con qué argumentos habrá que proceder contra un violador, o contra un empresario especialmente explotador, siempre con acciones de masas y con exigencias reivindicativas fácilmente comprensibles. Sin estas organizaciones de masas las acciones individuales que muy frecuentemente se realizan sin que trasciendan a la prensa, quedan en nada, en un esfuerzo baldío y hasta contraproducente si son falseadas por la prensa de la burguesía, como ocurre siempre que salen en sus cadenas sensacionalistas.
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Naturalmente, estas cuatro notas básicas son corregidas y ampliadas por las luchas de las masas, por su permanente innovación e iniciativa práctica, pero aunque se mejoren en sus formas y actualicen en sus prácticas, y aunque surjan otras lecciones posteriores, las cuatro aquí analizadas mantendrán su vigencia esencial mientras dure la violencia primera inherente a la explotación asalariada, a la opresión nacional y al terrorismo sexo-económico del sistema patriarco-burgués. Se aplicarán con mayor o menos extensión e intensidad según las necesidades concretas, pero rechazarlas supone, como hemos dicho, cavar la fosa en la que el sistema capitalista enterrará a la libertad humana.
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Si esto es así con respecto al tránsito al socialismo, es decir, al cambio de un modo de producción por otro, la conquista de la independencia nacional de los pueblos oprimidos se mueve en un nivel de menos complejidad, es relativamente más fácil también en una primera fase dado que la fase primera de la independencia no supone la expropiación de los expropiadores, es decir, la propiedad colectiva de las fuerzas productivas. Es cierto que la independencia de verdad, la práctica y decisiva para las masas trabajadoras, sólo existe cuando estas son propietarias de las fuerzas productivas, de su propia nación, lo que supone un proceso revolucionario socialista, pero, según las circunstancias particulares, eso puede tardar en llegar. Las izquierdas revolucionarias latinoamericanas acuñaron el término de «segunda independencia», la definitiva, para designar la recuperación por el pueblo trabajador de sus fuerzas productivas expropiadas por la invasión española, por la clase criolla y por el imperialismo.
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La «primera independencia» fue la conquistada por la clase criolla y su bloque social de apoyo cuando expulsaron a los españoles, a los gachupines. Las naciones y pueblos indios, las masas de esclavos, las mujeres y la inmensa mayoría de la clase trabajadora de la ciudad y del campo fueron excluidos de los beneficios sociales y culturales de la «primera independencia» monopolizada por la clase criolla dirigente. Lentamente y con muchos sacrificios, estas masas, la mayoría de la población, obligaron a las burguesías latinoamericanas a determinadas concesiones, a ampliar los derechos nacionales a cada vez más sectores de la población, etc. Estos y otros conflictos crearon los Estados-nación oficiales actuales, troceando y dividiendo brutalmente a las naciones «originarias», cuando no terminaron de exterminarlas. Para las masas de los Estados oficiales actuales, la verdadera independencia nacional aún no ha llegado porque lo decisivo, las fuerzas productivas materiales y culturales, sigue en manos del capital «nacional», entrecomillado porque, en realidad, el imperialismo yanqui es el principal amo.
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Están tardando más de cinco siglos en conquistar su «segunda y definitiva independencia» porque las clases dirigentes, el imperialismo, la Iglesia oficial, todos los poderes reaccionarios e inhumanos existentes, se resisten a la desesperada usando las peores atrocidades represivas. Si bien la vesania y la iniquidad son inherentes a la civilización capitalista y a su fundamentalismo cristiano, pocos continentes como el americano sufren tanta brutalidad tan fríamente aplicada. La razón no es otra que en esas tierras ya no es posible encontrar una «burguesía nacional» progresista y valiente que dirija la «segunda independencia» contra el amo imperialista. Las corruptas clases dirigentes prefieren ser la cola del monstruo yanqui que la cabeza de la liberación de sus pueblos porque saben que éstos ya no se contentan con limosnas y engaños, como resulto ser la «primera independencia», sino que ahora ya exigen lo que sólo ellos han creado y crean con su sudor y su cansancio. La «segunda independencia» será socialista o no será.
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Realmente, no estamos ante una visión nueva, totalmente original, porque esa teoría aunque con otras palabras aparece ya en los análisis de Marx de la revolución europea y especialmente de la alemana de 1848-49, con el calificativo de «revolución permanente», análisis que será troncal en toda su construcción teórico-política y en la de Engels. Después aparece de forma indirecta en Rosa Luxemburgo. También en Lenin aparece indirectamente en su análisis de la revolución de 1905, se concreta un poco en la de febrero de 1917 y toma cuerpo definitivo en las Tesis de Abril de ese año, aunque sin emplear la denominación usada por Marx. Es Trotsky el que recupera el concepto marxista en 1905, reconociendo la influencia del socialista Parvus que había «predicho» los efectos movilizadotes causados por la derrota rusa ante Japón, abriendo una línea teórica que ha sido seguida de manera pública o soterrada por todos los procesos posteriores. Sin ir muy lejos, no se entiende nada de la revolución cubana y de la actual Latinoamérica, como comprendió Mariategi en la década de 1920.
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Carecemos de espacio para entrar ahora al debate histórico –siempre actual– entre la teoría de la «revolución permanente» y la teoría de la «revolución por etapas», con las soluciones intermedias –«revolución ininterrumpida por etapas», etc.– que se han propuesto para resolver una cuestión que en sí misma está resuelta leyendo a Marx y estudiando su método dialéctico. Sin una comprensión mínima pero suficiente de la dialéctica marxista es muy difícil comprender el meollo de la teoría de la «revolución permanente», con frecuencia vulgarizada hasta por muchos trotskistas. Sólo podemos decir que, desde la dialéctica de lo viejo y lo nuevo, el carácter permanente de la lucha revolucionaria adquiere su pleno sentido en los procesos de liberación nacional durante la lucha anterior a la primera independencia y la lucha que se sostiene hasta la segunda independencia.
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De la misma forma en que se habla de «actualidad de la revolución» se habla también de «permanencia de la revolución» porque ambas expresiones se refieren, en el fondo, a la misma cuestión: saber descubrir las contradicciones en el interior de los problemas, actuar dentro de ellas para orientar su resolución en el sentido definido por los objetivos revolucionarios, hacerlo durante todo el tiempo sin perder de vista nunca la objetividad de las contradicciones que queremos resolver. De la misma forma en que nunca se detiene la explotación del trabajo social por el capital, de la misma forma en que el Estado burgués no duerme nunca, de la misma forma en que nunca desaparecen las contradicciones del capitalismo hasta que éste se extingue en la historia, por ello mismo la praxis revolucionaria siempre es actual y permanente por debajo y por dentro de sus fases sucesivas.
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Basados en estas constantes, podemos apreciar con más nitidez la perspectiva general del proceso revolucionario en Euskal Herria: partiendo del impacto destructor del capitalismo sobre nuestro pueblo desde el siglo XVIII, si no antes, el bloque social que en cada situación crítica ha defendido los elementales derechos nacionales y sociales tal cual los identificaban en su tiempo, ha ido dejando tras de sí experiencias que han servido a las generaciones posteriores. Ninguna experiencia de lucha se pierde del todo, y siempre la generación que recoge la antorcha las adecua a sus necesidades nuevas, las enriquece y las dona a las generaciones posteriores. Por esto es tan importante la memoria colectiva, sobre todo su componente militar. Pero toda memoria necesita de una conciencia que sepa sacar de ella lo mejor que guarda, y el componente militar y revolucionario de la conciencia independentista adquiere aquí su pleno sentido, aunque no haya necesidad de la autodefensa.
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Las masas campesinas que luchaban en defensa de las tierras comunales, de las minas de uso colectivo y rotatorio, de las aduanas que protegían sus derechos colectivos entre los que destacaban los de no pagar impuestos a potencias extranjeras y el de no ir obligatoriamente a servir en sus ejércitos, etc., estas masas defendían algo por lo que también lucharon los pueblos del mundo, los movimientos antiesclavistas y campesinos: la defensa del contenido popular y progresista inherente a la propiedad común que mal que bien resistía ante los ataques privatizadores de las burguesías en ascenso. Las masas precapitalistas vascas definían esos derechos como «lege zaharrak», y las clases medias vascas como «fuerismo». Luego, ya bajo el arrasamiento capitalista, aquellos ideales fueron transformándose con muchas crisis necesarias en diversas corrientes: desde el catolicismo social hasta el socialismo en todas sus gamas incluido el marxismo, pasando por el socialismo utópico incluido el anarquismo. Con crisis similares, el «fuerismo» y el «lege zaharrak» se transformaron en nacionalismo burgués y luego en independentismo de izquierdas. Con sus saltos y discontinuidades, apreciamos claramente la dialéctica de la actualidad y de la permanencia de las reivindicaciones básicas de nuestro pueblo.
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Un ejemplo más directo y reciente lo tenemos en la actualidad de la fallida reunión de Xiberta en 1977 en la que la izquierda abertzale propuso avanzar colectivamente alrededor de la territorialidad y del derecho de autodeterminación. Esta propuesta no anulaba el contenido socialista de la izquierda independentista sino que lo reafirmaba porque proponía un camino hacia objetivos necesarios en un contexto en el que Euskal Herria ya estaba sola en su lucha, un camino que exigía a la izquierda vasca no olvidar nunca la actualidad y la permanencia del independentismo como la única garantía de supervivencia de nuestro pueblo bajo el capitalismo. Es innegable la existencia de una «lucha permanente» desde entonces hasta ahora, que se ha ido plasmando en fases sucesivas: hasta la negociación de Argel y la reflexión posterior; hasta la Alternativa Democrática de 1995; hasta el Acuerdo de Lizarra-Garazi; hasta la Propuesta de Anoeta, etc.
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Con la mundialización de la ley de valor, con las nuevas ofensivas del imperialismo en su fase actual, con los espeluznantes datos sobre el empeoramiento de la situación mundial en cuestiones decisivas como la explotación, el empobrecimiento, la sed y el hambre, la enfermedad, el deterioro medioambiental imparable, la contraofensiva patriarcal y religiosa, etc., con estas tendencias presionando cada vez más, nuestro futuro ya no depende tanto de nuestras relaciones con las izquierdas estatales españolas, que también, sino cada vez más con las izquierdas europeas y mundiales como respuesta a las contradicciones mundiales. Esta forma de ver es inherente al socialismo y, en cierta forma, la lucha independentista siempre ha tenido su conexión internacionalista. Lo que ocurre actualmente es que estamos en plena fase de reordenación mundial de la tríada imperialista en medio de la aparición de potencias emergentes que pueden llegar a ser competidoras del imperialismo, lo que aumenta el valor del internacionalismo entre los pueblos.
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Viendo todo esto, resulta precipitado adelantar hipótesis muy precisas sobre qué sucederá y cómo en todas estas cuestiones. Los marxistas siempre nos hemos negado a predecir el futuro, desde que Marx advirtiera explícitamente que su método no era una filosofía de la historia de obligado cumplimiento. Con esta sinceridad teórica en cuanto a la aceptación de un horizonte de incertidumbre y de azar relativos dentro de las grandes tendencias hacia el agravamiento de las tensiones sociales, desde Euskal Herria hemos de saber que la mejor forma de no ser derrotados es la de no negar dogmáticamente ninguna posibilidad, tenerlas siempre presentes en su posibilidad relativa, aunque optemos por una de ellas como la más probable, y actuar en consecuencia desde la actualidad y la permanencia de la praxis revolucionaria.
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Tarde o temprano las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista harán que el malestar social genere preguntas, actos y resistencias iniciales, luchas posteriores más radicales y concretas en sus reivindicaciones. Cuando esto suceda, si no existen organizaciones revolucionarias que respondan a esas dudas, que propongan soluciones, que adviertan de los peligros, etc., si vuelve a fallar el «factor subjetivo», ese vuelta de las luchas se agotará en sí misma hundiéndose en el fondo de la derrota, en donde latirá hasta otra nueva primavera. Una de las bases de la teoría marxista de la organización revolucionaria encuentra periódicamente la confirmación de su solidez histórica en los altibajos de las luchas y en sus fases de recuperación y ascenso. No es en modo alguno «determinismo economicista» ni «voluntarismo idealista» sostener la existencia de un proceso tendencial hacia la periódica recuperación de las luchas tras una serie de derrotas y paralizaciones anteriores, es constatación de la historicidad de la dialéctica de la lucha de contrarios –el capital y el trabajo– irreconciliablemente unidos.
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En Euskal Herria hemos logrado crear un «factor subjetivo» sólidamente arraigado en nuestro pueblo, y es él el que nos garantiza la permanente actualidad de la praxis independentista y revolucionaria a lo largo de las fases que pueden conducirnos al logro de la primera independencia y luego de la segunda, en el más breve tiempo posible según las condiciones internas y externas. Las respuestas concretas a los problemas concretos que nos van a ir surgiendo mientras tanto en cada momento, deberemos realizarlas dentro de las condiciones entonces existentes, pero desde el método que se ha demostrado como válido durante medio siglo ya que nos ha conducido hasta aquí. Lo contrario, pretender responder ahora mismo a preguntas que desconocemos, es retroceder del socialismo científico al socialismo utópico.