“Puede parecer imposible imaginar que una sociedad tecnológicamente avanzada escoja, en esencia, destruirse a sí misma, pero eso es lo que estamos en ciernes de hacer” (Elizabeth Kolbert)
“El mundo moderno basado en el capitalismo, la tecnociencia, el petróleo y otros combustibles fósiles, el individualismo, la competencia, la ficción democrática y una ideología del “progreso” y el “desarrollo”, lejos de procrear un mundo en equilibrio, está llevando a la especie humana, los seres vivos y todo el ecosistema global, hacia un estado caótico” (Víctor Toledo)
Nuestras sociedades actuales llevan décadas, incluso siglos, derivando hacia un peligroso y exclusivo antropocentrismo, donde la vida gira en torno al hombre. La principal causante de ello ha sido la civilización industrial capitalista. Y obsérvese que no decimos que gira en torno al ser humano, ya que las implicaciones patriarcales también influyen sobremanera en esta forma de entender el mundo y la vida, y por lo tanto, la mujer queda marginada en esta visión. El hombre (y más concretamente, un cierto tipo de hombre, occidental, blanco y heterosexual) es el epicentro de la vida, y el resto de manifestaciones de la misma, así como el resto de actores que forman parte de ella, quedan relegados a un segundo plano. Y así, modos de producción y consumo, pero también modos y formas de vida, e imaginarios económicos, sociales y culturales, vienen definiendo los moldes del funcionamiento de nuestras sociedades. Los dogmas del capitalismo y del neoliberalismo, con sus peligrosos valores, no solo han imbuido las relaciones humanas y sociales en el fundamentalismo de mercado, que provoca los procesos de explotación del ser humano y de la naturaleza, sino que además han conducido a un absoluto desprecio hacia todo el resto de formas de vida no humanas, es decir, animales, plantas y el resto de organismos vivos que alberga la Madre Tierra.
Todo ello nos ha conducido a la ampliación del concepto originario sobre el conflicto capital-trabajo, que ya nos dejara planteado Carlos Marx, que ahora se nos manifiesta también en el orden capital-vida, o si preferimos, en el conflicto capital-planeta. Dicho conflicto viene generado por la degradación del medio ambiente y los recursos naturales, vinculada cada vez más a la acción del hombre. El planteamiento antropocéntrico (al que se le pueden rastrear incluso motivaciones y orígenes religiosos) nos conduce inexorablemente a un abismo civilizatorio, planteado en sus manifestaciones más evidentes como un agotamiento de materias primas y de fuentes de energía fósiles, así como en los terribles efectos de un caos climático que amenaza con arrasar todo vestigio de vida en menos de un par de décadas, si no somos capaces de adaptarnos a dicho colapso. Y dicha adaptación requiere, por tanto, de un cambio de paradigma civilizatorio. Del antropocentrismo característico de la civilización industrial capitalista, de carácter monocultural, patriarcal y depredador, hemos de conseguir migrar hacia un paradigma ecocentrista, o si se prefiere, biocentrista, que reside fundamentalmente, como su nombre indica, en poner la vida en el centro. Una vida (humana y no humana) que deberá volver a ser valorada y respetada, para que pueda merecer la pena el hecho de ser vivida. ¿Dónde descansan los fundamentos del biocentrismo? Básicamente, en reconceptualizar los significados de diversos términos que han sido apropiados por el actual paradigma, tales como “progreso”, “desarrollo”, “bienestar” o “riqueza”.
Bajo la visión antropocéntrica estos conceptos están absolutamente ligados a los postulados capitalistas, de tal modo que son entendidos únicamente en función del crecimiento económico, medido por sus propios indicadores, y que se manifiesta en un continuo crecimiento en el nivel de producción de bienes y servicios, ligado a un uso creciente de las fuentes de materiales y energía que son necesarias para dichos procesos. El crecimiento sin fin de la producción, así como el consumo irracional y compulsivo son los Dioses de este tipo de civilización, donde la propia vida es relegada a un segundo plano, sacrificada en aras del crecimiento perpetuo. Las necesidades humanas se han resignificado en el altar de estos valores, y la “riqueza” y el “bienestar” son medidos únicamente de forma material, en la dimensión del “tener”, en vez de en las dimensiones del “ser”, “estar” o “hacer”. La visión del “progreso”, muy ligada igualmente a la concepción utilitarista de la ciencia, mide el avance de forma lineal de manera que se entiende que nuestras sociedades progresan si son capaces de producir cada vez más elementos para el consumo humano, sin preocuparse de otros indicadores que puedan darnos pistas sobre nuestro grado de felicidad, de cohesión social, de igualdad o de redistribución de la riqueza generada.
La Naturaleza, bajo el paradigma antropocéntrico, es valorada únicamente en el sentido de proporcionarnos fuentes de energía y materiales, alimentos o sustento para satisfacer nuestras necesidades básicas. Para conseguir todo esto, la naturaleza es continuamente expoliada y saqueada, sometida a brutales procesos de extractivismo, y las demás formas de vida no humanas son infravaloradas, y no se reconocen sus derechos. Hemos de resignificar, por tanto, los conceptos de desarrollo, riqueza y bienestar, y para ello, hemos de cambiar de paradigma civilizatorio. El desarrollo debe ser a escala humana, promoviendo la riqueza y el bienestar interior, y dejando de valorarla únicamente como el conjunto de nuestras posesiones materiales. Esto exige también resituar las necesidades humanas, renunciando a la visión capitalista y consumista. El progreso debe renunciar a estar ligado al crecimiento continuo, sino que ha de ser entendido como la plena realización de las necesidades sociales, y la valoración de todas las formas de vida. Hemos de situarnos bajo un prisma que conceda valor al florecimiento de la vida, que le reconozca un valor en sí misma, independientemente de la utilidad para el ser humano. La diversidad de las formas de vida debe ser entendida como un valor en sí mismo (valor intrínseco), y su mantenimiento contribuye a conservar dicho valor. Nuestra relación con la Naturaleza debe ser únicamente para satisfacer nuestras necesidades vitales. Pero para alcanzar este nuevo paradigma debemos conceder importancia a una nueva ética, una ética ecológica o una ética de la Tierra.
El paradigma biocéntrico o ecocéntrico no ha de renunciar al mercado en sí mismo, pero es evidente que los mercados han de ser intervenidos y controlados socialmente, desde las comunidades humanas, que los han de gestionar democráticamente. Debemos conceder a todos los seres vivos un valor inherente, por sí mismos, y por tanto, reconocer derechos a los animales y a la propia Naturaleza, es una consecuencia lógica de esta visión biocéntrica. Ello implica también pasar desde una ética fundada en el hombre, a otra ética anclada en la vida. Tradicionalmente, la ética se ha centrado en la conducta humana, asignándole al hombre una serie de atributos morales que lo han convertido en el único ser digno del reconocimiento de un valor intrínseco. Ello es debido a que esta ética se encuentra atravesada por un profundo antroprocentrismo, ligado a un dualismo fundacional, que distingue entre el hombre y el entorno natural que lo rodea. Esta distinción ha ido evolucionando hacia una ubicación del hombre en un plano de clara superioridad en relación al mundo natural, sea éste animado o inanimado, autorizando al ser humano para su explotación y aprovechamiento. Este enfoque ya no da más de sí, y necesitamos ir evolucionando hacia una ética centrada en la vida (humana y no humana), mediante un replanteamiento en torno a los supuestos sujetos morales. Necesitamos igualmente despojarnos del especismo que nos caracteriza como humanos, y comenzar a plantearnos el principio de igual consideración de intereses para todas las especies que habitan el planeta.
Así mismo, los clásicos valores del capitalismo y del neoliberalismo imperantes deben también erradicarse, para evolucionar hacia valores de interdependencia y de ecodependencia, que nos reconozcan como sujetos en plena interrelación con los demás. Hemos de entender el verdadero desarrollo de las potencialidades humanas en el sentido de una apertura hacia la interconexión e identificación que existe entre todo lo vivo, lo cual permite superar valores como el egoísmo y el individualismo, para reemplazarlos por el ideal de igualdad de todos los organismos, pues el potencial individual no se puede alcanzar aisladamente, sino bajo una conexión con los demás seres. La vida dejará de ser entendida entonces como la capacidad de supervivencia en plena competencia con los demás, sino como la capacidad de coexistir y cooperar. En definitiva, necesitamos pasar desde la perspectiva antropocéntrica a la perspectiva biocéntrica, desde la banalidad e infinitud de las necesidades humanas hasta su tasación, satisfacción y garantía, desde el crecimiento material hacia la calidad de vida, desde la Naturaleza como objeto de explotación hasta la Naturaleza entendida como patrimonio natural y lugar común de todas las especies, desde la conservación utilitarista de dicho patrimonio hacia su preservación ecológica, desde su valoración instrumental hasta su valoración múltiple e intrínseca, necesitamos evolucionar desde el rol humano de consumidores hasta el rol de ciudadanos, desde una mirada ensimismada individual hasta una mirada del sí-mismo expandida e integrada con el resto de seres, desde el escenario mercado hasta el escenario social, desde el saber científico como conocimiento único y privilegiado hasta la valoración de una pluralidad de conocimientos, y desde una justicia social y ecológica opcionales, hasta una justicia social y ecológica garantizadas. Ésta es, en esencia, la mirada biocéntrica.
(Blog “Actualidad Política y Cultural”, http://rafaelsilva.over-blog.es)