El Amazonas arde. Las llamas devoran el pulmón de la tierra, nuestra mayor fuente de agua y aire, el ecosistema con más diversidad vegetal y animal en el mundo. Al final, en lugar de la selva de la que todos vivimos, tan sólo nos quedan ceniza y humo, gases de efecto invernadero para intoxicarnos y […]
El Amazonas arde. Las llamas devoran el pulmón de la tierra, nuestra mayor fuente de agua y aire, el ecosistema con más diversidad vegetal y animal en el mundo. Al final, en lugar de la selva de la que todos vivimos, tan sólo nos quedan ceniza y humo, gases de efecto invernadero para intoxicarnos y para calentar aún más el planeta.
El fuego no cae del cielo. Viene de la codicia de quienes lo encienden. Sabemos que los grandes ganaderos y terratenientes, apoyados por el presidente brasileño Jair Bolsonaro, queman los bosques para convertirlos en pastizales y en tierras cultivables que a su vez producen todo aquello que se vende para ganar dinero.
De lo que se trata es de enriquecerse a costa de lo que nos rodea. No importa que se acabe con todo mientras que se obtenga una jugosa ganancia económica. Es así como funciona el capital.
Empujándonos a la sobreproducción y al sobreconsumo, el capitalismo ha deforestado más y ha extinguido más especies en un par de siglos que el homo sapiens en doscientos mil años. Hay que entender bien que no somos nosotros, en general y en abstracto, los que estamos devorando el Amazonas y todo lo demás. Es lo que se quiere que pensemos para culparnos de lo que ocurre y para convencernos de que resulta inevitable, pero lo cierto es que existen innumerables ejemplos de convivencia armoniosa entre la naturaleza y la humanidad. Lo destructor no es lo humano, sino eso monstruoso que es el capital.
Es verdad que el capitalismo se disimulaba mejor hace medio siglo. Había entonces algo de mesura y de vergüenza. Luego el capital se ha tornado excesivo y cínico en el neoliberalismo, el cual, desde hace algún tiempo, se vuelve a su vez aún más excesivo y cínico en el neofascismo.
La política neofascista de Bolsonaro, como la de Trump y sus semejantes, nos descubre sintomáticamente la verdad infame del capitalismo. Somos testigos de lo que Marx ya nos había explicado: la forma en que la producción de capital es la destrucción de todo lo demás. El capitalismo se pone en evidencia como lo que siempre ha sido, como devastación de lo existente, como fin del mundo.
Ahora vemos que nuestro planeta y el capitalismo no pueden coexistir. Son mutuamente excluyentes. Debemos elegir o el capital o todo lo demás, o la bolsa o la vida, o el fin del sistema o el fin del mundo.
Optar por el capital o por el mundo es tomar posición en un campo de batalla en el que se está decidiendo nuestro destino. Tenemos, como siempre, dos posiciones. Una es la de quienes parecen conocer tan sólo el valor del dinero, los neoliberales y neofascistas que ven la naturaleza como recurso y mercancía, los capitalistas pirómanos que ahora se llenan los bolsillos al incendiar el planeta. La posición contraria es la ocupada por las víctimas y los bomberos, quienes padecen el incendio y quienes intentan apagarlo, quienes recuerdan que viven de la tierra y conocen otros valores que el pecuniario.
El enfrentamiento entre las dos posiciones es una clara expresión de lucha de clases. Las posiciones enfrentadas corresponden alas tradicionales posiciones de clase capitalista y anticapitalista. Remiten a intereses, deseos e ideales contradictorios, además de referirse a niveles socio-económicos a los que evidentemente no pueden reducirse.
Los de arriba, los estratos y los países más opulentos, son aquellos en los que se concentra el capital. Son también, por eso mismo, los que más contaminan y más calientan el planeta. Son ellos los que más consumen, los que más generan basura, los que más conducen automóviles privados y los que más viajan en avión o en cruceros.
Sabemos, por ejemplo, que el 10% más rico de la población mundial emite hasta once veces más gases de efecto invernadero que el 50% más pobre. Sin embargo, como también sabemos, son los de abajo los que sufren las más graves consecuencias de la emisión de esos gases y del resultante cambio climático. Sólo esto ha hecho que la brecha entre los ingresos de países ricos y pobres aumente 25 puntos porcentuales .
Los de abajo, como de costumbre, pagan las facturas de los de arriba. Los países pobres han debido incluso convertirse en los vertederos de los países ricos. Reciben su basura plástica y electrónica, pero también sus industrias más contaminantes.
Asiáticos, africanos y latinoamericanos deben envenenarse con exhalaciones líquidas y gaseosas de las fábricas en las que se produce lo que se consume en los entornos limpios, verdes y transparentes de Europa, Canadá o Estados Unidos. Las naciones más desarrolladas han prohibido también en su interior muchas de las sustancias con las que ellas mismas lucran al venderlas en las regiones menos desarrolladas. No debería sorprendernos que el cáncer afecte y mate cada vez más en los países pobres en comparación con los países ricos.
La hecatombe mundial no se está viviendo igual abajo que arriba. Naciones frías y prósperas como Noruega, Canadá, Suecia,Francia y Reino Unido se han visto incluso enriquecidas por el calentamiento climático en tasas del 4% al 34%. Al mismo tiempo, mientras que se incendia el Amazonas y se padece una creciente deforestación en casi todos los países pobres, la superficie boscosa tiende a crecer en el continente europeo y en otras zonas ricas del planeta. El caso de Irlanda es el más asombroso, con una multiplicación de sus bosques por diez en el último siglo.
Es como si el fin del mundo no estuviera ocurriendo en los países ricos, sino sólo en los pobres. Es como si fuera el fin del Tercer Mundo y no del Primero. Es como si fuera otra de tantas catástrofes que sólo sufren los de abajo.
No debemos olvidar que los pueblos originarios asiáticos, africanos y americanos ya conocieron el fin del mundo en el pasado. Ya lo vivieron cuando los colonizadores europeos los aniquilaron, los esclavizaron y arrasaron sus comunidades, culturas y ambientes naturales al abrir paso al naciente capitalismo. Todo ya fue devastado por los mismos que ahora lo están devastando todo.
Los capitalistas de siglos anteriores ya supieron enriquecerse con el fin del mundo. Siguen enriqueciéndose ahora con el mismo fin del mundo en el Amazonas y en muchos otros lugares. Lo nuevo es que el mundo al que están poniendo fin ya no es tan sólo aquel en el que vive otro pueblo, sino aquel en el que habita ese gran pueblo cada vez más indiferenciado en el que se está convirtiendo la humanidad.
Es el género humano y el planeta entero lo que está en peligro ante la misma pulsión mortífera del capital que ha devastado ya tantos mundos y pueblos en el pasado. Sabemos hoy que esta pulsión, que transforma todo lo vivo en capital inerte, puede terminar suprimiendo toda la vida humana sobre la superficie de la tierra. Quizás el cataclismo empiece por abajo, pero no respetará ni los bosques europeos ni los demás espacios protegidos en los que habitan los de arriba.
Los ricos no disponen aún de un hábitat protegido como el Elysium de la película homónima de Neill Blomkamp . Quizás ya existiría si fuera posible construirlo, pero todavía no es posible y el ritmo de la destrucción va demasiado rápido en relación con los avances tecnológicos. De cualquier modo es muy probable que se encuentre la manera de evitar la hecatombe, pero no por el mundo ni por la humanidad ni mucho menos por los de abajo y ni siquiera por los de arriba, sino sólo por el capital que sencillamente no puede volatilizarse por causa de la desaparición de la vida. Podemos aceptar el apocalipsis, pero no sus efectos en la economía.
Como diría Jameson, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero quizá la dificultad para imaginar el fin del capitalismo sea precisamente lo que nos proteja contra la destrucción total de un mundo que es necesario para la continuación del capitalismo. El planeta y la humanidad se preservarían entonces para que el capital pudiera seguir consumiéndolos y destruyéndolos al producirse a sí mismo. Sin embargo, si todo queda subordinado y subsumido así al capital, ¿podríamos considerar que aún existe como algo diferente del capital? ¿No sería más bien tan sólo el capital del capital?
Heidegger fue quizás quien mejor comprendió que el mundo que sólo se conserva como capital es otro fin del mundo que también acecha en el horizonte. Y al igual que el fin más literal, no es tan sólo un peligro, sino una realidad. Uno puede sentir con facilidad este otro fin en los países desarrollados. No es fácil consolarse de los incendios en el Amazonas al caminar por los tristes bosques artificiales de pinos alineados que se extienden por toda Europa.
Ya sea verde como los árboles o rojo como el fuego, el capital es el fin del mundo. Sólo podremos conservar el planeta y nuestra humanidad al acabar con el capitalismo. Tenemos que ser anticapitalistas para ser auténticos ecologistas. Para ser verdaderamente verdes, tenemos que ser también rojos. Hay que incendiar los bancos y no sólo plantar árboles.