Retomo de Santiago Alba Rico1 el término «hiperdemocracia», que también usara en su momento, desde una opuesta perspectiva de elitismo demofóbico, Ortega y Gasset2. No obstante, en ambos casos remite a una especie de particular condición paradójica de la democracia. Del mismo modo que en algunos fenómenos a veces ocurre que «menos es más», en […]
Retomo de Santiago Alba Rico1 el término «hiperdemocracia», que también usara en su momento, desde una opuesta perspectiva de elitismo demofóbico, Ortega y Gasset2. No obstante, en ambos casos remite a una especie de particular condición paradójica de la democracia. Del mismo modo que en algunos fenómenos a veces ocurre que «menos es más», en el fenómeno democrático acontecería lo contrario: que en determinados respectos o circunstancias la democracia puede suponer paradójicos «excesos» en los que satisfacer la siempre deseable demanda de «más democracia» implicaría obtener, sin embargo, menos democracia. En esas condiciones, la demanda hiperdemocrática constituye una demanda falaz, y lo que aquí se pretende es definir tres formas concretas que suele adoptar esta falacia.
Estas líneas tienen su motivación inmediata en los debates y polémicas surgidos en el entorno de Podemos a partir de la iniciativa de Ahora en Común. Sin embargo, este tipo de debates han acompañado a Podemos casi desde el inicio de su itinerario democrático, e igualmente acontecen fuera de su entorno pues remiten al desarrollo y concreción de la propia democracia. Con este doble enfoque se apunta aquí el sentido de estas tres falacias de la hiperdemocracia: la falacia de la integración, la falacia del fin último y la falacia de la participación.
La falacia de la integración
La falacia de la integración, del consenso o de la confluencia está estrechamente emparentada con la falacia del término medio. Es sabido que Aristóteles3 establece la virtud ética o de la acción como el término medio entre los extremos del exceso y el defecto, pues es dicho término medio, en el ejercicio de las facultades propias, el que permite el mejor desarrollo de las mismas (comer, por ejemplo, resulta virtuoso o saludable hacerlo en cierto término medio, sin exceso ni defecto). El propio filósofo, sin embargo, advierte sobre la inadecuación de extrapolar este carácter virtuoso del término medio hacia cualesquiera otras acciones, y en especial sobre aquellas que son buenas o malas en sí mismas (el homicidio, por ejemplo, aparece como algo malo en sí mismo, carente de término medio virtuoso). De hacerlo caeríamos en la falacia del término medio, aplicando erróneamente el criterio de la virtud ética allí donde no corresponde y, por tanto, donde lo mejor no resulta equidistante, sino ubicado en un extremo.
De forma análoga, el consenso, la confluencia o la integración de distintas posturas aparece, por lo general, como algo positivo y deseable. Pero también ocurre que hay posturas irreconciliables, tesis contradictorias y diferencias nucleares. No todo es integrable y no siempre la supuesta integración es lo mejor y más deseable. Omitir este tipo de circunstancias puede llevarnos a caer en la falacia de la integración, buscando integrar lo contradictorio, insistiendo en obtener el consenso o la confluencia allí donde quizá no es posible.
Ejemplo de falacia del término medio, por desgracia demasiado habitual, es la reivindicación de imparcialidad o equidistancia en el ámbito del periodismo ante situaciones de opresión e injusticia, pues semejante neutralidad valorativa en la información, como ha denunciado Pascual Serrano4, solo implica complicidad, asentimiento tácito y omisión encubridora en el ejercicio de la desigualdad entre la víctima y el verdugo. No menos ilustrativa resulta la pretendida superación de la oposición entre izquierda y derecha políticas por un supuesto «centro» equilibrado e integrador, siendo esta una falacia, por cierto, atribuida a Podemos con errónea insistencia, confundiendo en dicha atribución el centro como categoría política regulativa con la centralidad del sentido común propio de la dimensión social.
De igual manera, en la transformación democrática de la sociedad a menudo se impone la elección entre estrategias políticas distintas e incompatibles, cuya imposible articulación coherente exige apostar por una u otra vía para eludir el agotamiento inoperativo propio de toda ambigüedad contradictoria. Este es el caso de la estrategia de la centralidad o verticalidad transversal, lanzada por Podemos y avalada democráticamente por la ciudadanía, frente a la estrategia del bloque o frente de izquierdas. No es objeto aquí discutir cuál de estas dos estrategias es mejor o correcta, pero sí señalar que la pretensión de reivindicar la confluencia entre ambas en aras de una «mayor» democracia yerra de pleno, pues allí donde la integración carece de consistencia la única opción democrática es la votación y elección de una desestimando la otra, tal como de hecho aconteció, y no la reivindicación de un imposible consenso. Y claro está que, una vez legitimada así la decisión, la hipotética pretensión de cambiarla sin previa votación revocatoria no destacaría precisamente por su cariz democrático, y sí más bien por la explícita ausencia del mismo.
La falacia del fin último
La democracia presenta una doble faz política de fin y medio. Es un fin en sí mismo, un objetivo prioritario de constitución y equiparación jurídico-política de la ciudadanía. Pero la democracia también es un medio, el instrumento político mediante el cual postulamos alcanzar mayor legitimidad y eficacia en la implantación de aquellas medidas de justicia e igualdad que deben conformar el objetivo explícito de la transformación social. Ambos aspectos -fin y medio- resultan relativamente independientes y, en determinadas ocasiones, incluso contrapuestos, siendo entonces inevitable priorizar uno frente al otro. En tales casos, además, no hay solución teórica a priori, pues sólo a partir de las circunstancias concretas tendrá fundamento la hipótesis, igualmente contingente, de cuál aspecto priorizar y cuál subordinar. La falacia del fin último, sin embargo, presupone que la democracia es siempre y solo un fin último político, nunca un medio, o bien que su dimensión política instrumental se encuentra esencialmente subordinada a su naturaleza de objetivo político, representándose así ésta de manera absoluta e incondicional.
Cabe señalar que esta condición política dual de fin y medio trasciende la democracia y remite a dimensiones del propio estado de derecho, que reconoce así la posibilidad del «estado de excepción», donde la división de poderes queda parcial o temporalmente suspendida ante la insuperable urgencia de determinadas circunstancias medioambientales, bélicas o económicas. Cualquier suspensión de la división de poderes, por precaria que sea, constituye un riesgo en sí misma. Sin embargo, en situaciones concretas, entendemos que el tiempo implicado en la gestión burocrática de decisiones a través suyo implica un riesgo muy superior. Consideramos así la división de poderes también desde una perspectiva instrumental y, cuando en las circunstancias señaladas adopta un claro carácter obstaculizador, estimamos conveniente su anulación transitoria.
Volviendo a nuestro tercio, resulta evidente hasta qué punto Podemos se ha visto obligado a seguir un ritmo frenético constante desde su mismo nacimiento, apurando al límite cada fecha electoral, para configurar una alternativa sólida de poder institucional, y cómo en este proceso a contrarreloj ha sido preciso equilibrar el compromiso democrático interno con la premura de los plazos. De manera forzosa, este equilibrio ha debido limitar los procesos democráticos más allá de lo deseable en un contexto ideal. Pero las críticas por ello recibidas a menudo olvidan que quizá no había mejor alternativa. Toda cesión en el proceso de configuración de una estructura política emergente corre el riesgo de no poder revertirse. Pero toda demora actual en ese mismo proceso arriesga nada menos que la opción de acceder al poder institucional y transformar -democráticamente además- la propia sociedad. Según intento argumentar aquí, apreciar lo primero y desestimar lo segundo implica una suerte de fetichismo hiperdemocrático concretado en la falacia del fin último, ignorando que la democracia también es un medio cuyo valor instrumental debe ponderarse en función del contexto, y que «la prudencia consiste en saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y tomar por bueno el menos malo»5.
La falacia de la participación
Aunque suele establecerse la división entre democracia participativa y representativa, también puede afirmarse que toda democracia tiene su fundamento último en la participación ciudadana, pues la propia democracia representativa obtiene su legitimidad sólo a partir de la participación popular en la elección de los representantes políticos, así como también en su control y posible revocación. De esta manera, la participación de la ciudadanía en la totalidad de asuntos que atañen al bien común constituye el ideal regulativo de la democracia.
No obstante, en la realidad social concreta la participación democrática evoluciona según la forma de campana o curva de Gauss: cuantas más posibilidades hay de participación más aumenta la participación efectiva, pero esta dinámica sólo permanece constante hasta cierto punto a partir del cual se invierte la tendencia y acontece justo lo contrario, que a mayor número de mecanismos participativos más aumenta el abandono generalizado de los mismos. La mayoría de la gente sí quiere participar en los asuntos que les atañen si se les brinda la oportunidad real de hacerlo. Pero la mayoría de la gente no puede participar constantemente sobre asuntos cuyos detalles ignoran y para cuyos debates no tienen tiempo, recursos y, a menudo, tampoco ganas de participar. Muchas de estas limitaciones, desde luego, podrían paliarse mediante mecanismos de muy diversa índole que permitan incrementar la igualdad y libertad de todas en nuestra vida social y cotidiana. Pero este complejo camino, que sin duda debemos transitar, presenta hoy por delante un largo recorrido y, aun así, carecerá siempre de punto final, pues siempre topará con limitaciones insoslayables, de naturaleza social y personal, por mucho que logre desplazarse el horizonte de las mismas.
La falacia de la participación olvida todo este fenómeno descrito, mistifica la participación democrática en detrimento de la representación, identifica la posibilidad participativa con su materialización efectiva y presupone un ilimitado campo de ampliación democrática basado en la participación. Pero lo cierto es que, sin el desarrollo paralelo de sólidas medidas coadyuvantes para las condiciones de vida actual, la ampliación de las opciones participativas más allá de cierta cota, al exigir una disponibilidad y motivación de las que carece la mayor parte de la ciudadanía, reduce el campo de la participación democrática al limitado círculo del micromundo activista. La falacia de la participación es un ejemplo paradigmático de aquellas ocasiones en las que satisfacer una demanda ciega de «más democracia», en este caso participativa, supondría materializar, sin embargo, menos democracia real.
Notas:
1 Santiago Alba Rico, «El lío de Podemos y los tres elitismos» (Cuarto Poder, 4 de octubre de 2014: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2014/10/04/el-lio-de-podemos-y-los-tres-elitismos/6325 ).
2 José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (Madrid: Alianza, 1979).
3 Aristóteles, Ética Nicomaquea, Libro II, Capítulo 6 (Madrid: Gredos, 1993).
4 Pascual Serrano, Contra la neutralidad (Barcelona: Península, 2011). Cabe objetar que Serrano identifica neutralidad e imparcialidad también con objetividad, mientras que en las situaciones de injusticia acontece una vulneración de valores y derechos objetiva y descriptible como tal.
5 Maquiavelo, El príncipe, Capítulo XXI (Madrid: Tecnos, 1988).
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