Hace una semana en Arabia Saudita se apresó a uno de esos narradores orales típicos del mundo árabe, un heredero de los confabulatori nocturni que nos legaron la obra capital de la literatura fantástica, Las mil y una noches. El narrador fue apresado a causa de un relato donde un propietario pretendía expulsar a una […]
Hace una semana en Arabia Saudita se apresó a uno de esos narradores orales típicos del mundo árabe, un heredero de los confabulatori nocturni que nos legaron la obra capital de la literatura fantástica, Las mil y una noches. El narrador fue apresado a causa de un relato donde un propietario pretendía expulsar a una arrendataria de su tierra, proceso en el cual la viola.
La violada logra, sin embargo, matar al violador y a los nueve meses da a luz, lo cual origina que un representante de la religión venga a llevarse al bebé, entablándose una lucha donde muere dicho representante. Esto lleva a la entrada en escena de la policía, que golpea a la víctima hasta dejarla inconsciente (la policía de todo el mundo, al parecer, practica la misma metodología) y luego construye un montaje para inculpar a la víctima (la policía de todo el mundo, al parecer, practica la misma metodología) por el cual le coloca un cartel que dice «¡Viva el EI!». Llevan a esta mujer al juez, quien la condena a la horca, pero como la mujer del cuento es una maga, o si usted prefiere una bruja, logra engañar al juez, que se coloca a sí mismo la soga en el cuello y muere.
Los nobles señores, de moral irreprochable, que habían llevado a sus hijos a la plaza donde el narrador hacía su cuento, esos mismos que uno que vivió en el mundo árabe hace dos mil años trató de «sepulcros blanqueados», se levantaron indignados contra tanta violencia y acudieron al juez que dictó la obvia sentencia. Para acallar posibles objeciones, uno de los principales representantes de la adecuada forma de pensar, un teólogo de barba y turbante que vive, como buen perro guardián, a la sombra del poder, alegó que el criminal se tenía bien merecida la cárcel pues uno no debería decir lo que se le antojara y debemos poner un límite a lo que se dice toda vez que dañe a terceros o se haga apología del terrorismo.
Todo esto es repudiable y el amable lector estará de acuerdo conmigo. Ahora le pregunto si le resultaría igualmente repudiable si yo reconociera que todo lo que he dicho es irreprochablemente verdadero salvo un detallecito (a los escritores y a los políticos y a los maestros se les ha permitido mentir) y es que el lugar del crimen no fue Arabia Saudita sino una de esas tierras a las cuales los musulmanes regalaron su civilización. El teólogo del cuento, más preocupado en los límites a la libertad de expresión que en la libertad de expresión ¡Válgame Dios! es el filósofo Fernando Savater. Éste, me temo, es uno de esos hombres que puesto a elegir entre un motor y un freno para dar la vuelta al mundo, elegiría el freno sin dudarlo.
Este asuntillo de la cárcel para los titiriteros de Madrid que representaron su obra en pleno carnaval, tiene un trasfondo vinculado al temor que la derecha siente ante el avance de una fuerza nueva como Podemos y está directamente relacionado con la complejidad de las alianzas políticas habida cuenta que nadie tiene mayoría. En conclusión, la derecha no ha dudado en sacrificar a modo de chivos expiatorios a los titiriteros toda vez que pueda apelar a la España de «¡Vivan las caenas!» para empujar al PSOE a una alianza con ella. Pero ese trasfondo, innegable tiene otro más amplio, la arremetida autoritaria que azota al mundo occidental. Veamos las características de esta arremetida estudiando los argumentos que justifican el encarcelamiento de los artistas.
Savater arguye que la libertad de expresión debe tener un límite y pregunta si el líder de Podemos se opondría a que se encarcelara al autor de un libro como «Mi Lucha». La referencia a «Mi Lucha» en un personaje como Savater es inevitable y demuestra el carácter limitado de su imaginación, carácter subsidiario con su desprecio a la libertad de expresión.
Se ha reeditado hace poco en Alemania «Mi Lucha», en una edición acribillada de notas y prólogos y todo lo demás. ¿Es «Mi Lucha» el libro más perverso de la historia? Puede ser. Para mí es todavía peor, y cien mil veces más peligroso, «La República» de Platón (sin el cual «Mi Lucha» ni existiría) y puedo decir que es más peligroso porque pude leerlo, pues existe una cosa llamada libertad de expresión que permite que se publique un libro donde un sujeto argumente que es necesaria la mentira para mantener dominados a los ciudadanos, que los jefes deben administrarla como si fuese una medicina y donde propone que a través de trampas sofisticadas, los más perfectos procreen a los futuros ciudadanos. Me estoy refiriendo, por supuesto, al libro de Platón, no al de ese otro que no sabía ni escribir ni pintar ni cortarse el bigote razonablemente. Este Platón argumentaba a la postre que lo mejor para una ciudad era ser gobernada por los filósofos. Seguramente, que él mismo fuera filósofo no tiene nada que ver con la conclusión a la que arribó tan alegremente.
Bien, ¿por qué defiendo el derecho irrestricto de Platón a decir los disparates más abominables? Por un lado porque nos permite entender a su época y a los filósofos que mamaron de él como de una vaca sagrada, pero más importante todavía es la necesidad de permitir que las ideas surjan libremente para que la humanidad las adopte, las rechace o las distorsione según sus propias necesidades históricas. La defensa de la libertad de expresión parte del principio del respeto a la inteligencia de la humanidad. Por otra parte no he logrado descubrir quién sería ese ser perfecto que podría detectar qué ideas serían beneficiosas para nosotros y cuáles peligrosas ¿El lector lo conoce? ¿Sería acaso, la mayoría? Una idea se hace carne en el hombre cuando las necesidades históricas la reclaman. Las únicas formas de desterrar una idea maligna es ora demostrando su malignidad, para lo cual es necesario rebatirla y conocerla; ora transformando las circunstancias históricas que la generaron. Si impedimos a la gente expresarse libremente, acaso por causa del miedo nos perdamos alguna forma de pensar que nos lleve a mejorar esta dudosa vida que llevamos.
«¡Pero todo debe tener un límite! ¡A ti no te gustaría que te difamaran». No hace mucho me tocó ser difamado por un sionista, a quien quedé agradecido por considerarlo un alto honor. Defiendo el derecho del difamador a tirarse a un pozo de excrementos con toda libertad. Para mí es suficiente castigo la fuerza de los argumentos, pero entiendo el derecho del difamado a llevar a juicio al difamador si quiere perder el tiempo de esa manera. Así que salvo ésta, la difamación, no acepto ningún límite a la libertad de expresión, entendida como la libertad de expresión de ideas, y si le pusiéramos límites a la libertad de expresión de ideas ya no podría llamarse libertad de expresión de ideas, sería un derecho a la expresión condicionada por el bien, por la mayoría o por la paz universal.
Mas he aquí que detrás del argumento de los límites a la libertad viene reptando el relativo a la violencia desplegada por los titiriteros en una obra para niños. Que la obra en sí no fuera pensada para niños no viene a cuento, pues lo importante aquí son las razones de esta arremetida intolerante que sólo aceptaría obras para niños ayunas de violencia, es decir, aceptaría esas obras que los niños sólo ven obligados por unos padres previamente derrotados. Una obra infantil (o para adultos) sirve de algo si incluye conflictos, luchas de valores y por lo tanto violencias que no son otra cosa que la proyección de las luchas interiores del espectador a escena. Los best sellers de la literatura infantil son los Cuentos de Grimm y Las mil y una noches. Originalmente a las hermanas de La Cenicienta la madre les cortaba los dedos de los pies y los talones para que encajara el zapatito, mas las medias blancas se teñían de rojo y las delataban. Para completar el castigo los pajaritos, amigos de La Cenicienta, las dejaban ciegas. El niño que escuchaba este cuento quedaba fascinado por el triunfo del bien y el castigo del mal. Luego los maestros y otros prohombres lograron atenuar los aspectos macabros del cuento primitivo, lo edulcoraron y lo castraron y lo hicieron algo más o menos inservible. En cuanto a Las mil y una noches, el cuento central que incluye infinitos cuentos habla de un tirano sanguinario y misógino que asesina a una mujer cada noche, hasta que la heroína lo engaña y logra curarlo y salvar a su pueblo con la fuerza de su poesía. En el reciente éxito adolescente Harry Potter aparecen violencias por doquier y mueren una cantidad de personas buenas, malas e intermedias. El propio Harry Potter es aborrecido en más de una ocasión y difamado. Es huérfano, pues han asesinado a sus padres, y todos los sinsabores y las violencias que debe sufrir y superar, incluyendo las torturas propinadas por la directora del colegio, explican la adhesión del público.
En síntesis, el argumento de la protección a la infancia basado en evitarle obras de arte que contengan violencia, es una paparrucha que no resiste al empuje del más leve airecillo y niega, para colmo, a Los tres chiflados, El Gordo y el Flaco, Tom y Jerry y La Biblia. Pero atención que viene la frutilla de la torta argumental dando saltitos: se usa un cartel que dice algo en defensa de ETA. Que sea un policía el que coloca ese cartel sobre la víctima, parece ser intrascendente. Nos topamos con algo muy, pero muy anterior al neanderthal, la incapacidad de comprender una simbolización. Tarantino fue acusado de racista por hacer hablar a un personaje racista de modo racista. ¿Cómo pretenden estas gentes que hable un personaje racista? Así que no hablamos ya de difamación. No hablamos de la exposición de una idea en un artículo periodístico. Hablamos de la condena a una expresión artística, el colmo del delirio autoritario, el deseo de dominar la creación más elevada y terapéutica del ser humano. Esta persecución se aúna a la que deben vivir los humoristas cada vez que hacen un chiste ofensivo para con los negros, los gordos, los flacos, los gais, los gallegos, los turcos o los judíos y se aúna a la persecución que sufre cualquiera que diga puto en vez de gay, negro en vez de afroamericano y bufarrón en vez de «hombre que satisface a otros hombres a cambio de dinero o bienes de algún tipo». Cuando el autoritarismo se mete con las palabras es indicativo de que estamos tocando fondo. Esa es la situación en la que estamos. Los guardianes de la democracia con la mano derecha bombardean a los bárbaros y con la mano izquierda nos arrebatan las libertades que hemos conquistado a costa de mazmorras, autos de fe, potros de tormento y revoluciones sangrientas. El retroceso de la civilización nos arrastra a la necesidad de defender los principios elementales que reconquistamos hace dos siglos. Y estamos recién en el inicio del reflujo que nos llevará a la Era Tenebrosa. Se trata de luchar por sostener el derecho a hablar, a usar del lenguaje con libertad, a reír, a liberar la imaginación y se trata en suma de luchar por mantener una tradición que lleva mucho más que dos siglos, el carnaval, ese reino mágico donde por un breve lapso cambia el eje del mundo y se subvierten todos los valores.
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