Confieso que he vivido con una cierta incomodidad la polémica podemita sobre la articulación entre «las instituciones» y «la calle» porque, al contrario de lo que pretenden sus protagonistas, no traduce una voluntad de debate y clarificación sino de puro alineamiento -o encasillamiento- en el interior de una disputa de poder. Las disputas de poder, […]
Confieso que he vivido con una cierta incomodidad la polémica podemita sobre la articulación entre «las instituciones» y «la calle» porque, al contrario de lo que pretenden sus protagonistas, no traduce una voluntad de debate y clarificación sino de puro alineamiento -o encasillamiento- en el interior de una disputa de poder. Las disputas de poder, es cierto, se proveen de instrumentos de intervención y, cuando se combate al rival con discursos, puede ocurrir que, junto a enunciados simplificadores y manipuladores, se abra un margen de debate provechoso y enriquecedor. Así ha ocurrido en ciertos casos. Pero también es verdad lo contrario: cuando los discursos encubren luchas de poder tienden a empobrecerse, simplificarse y derivar en fórmulas propagandísticas.
Una de estas fórmulas es la que se ha impuesto con la ayuda de los medios de comunicación, empeñados en construir un relato novelesco que, como todos los relatos, busca espontáneamente un enfrentamiento binario: radicales contra moderados o rebeldes contra acomodaticios. Lo malo de esta fórmula no es que sea falsa; es que es extraordinariamente reductiva. ¿Dónde deben estar las fuerzas transformadoras? ¿En las calles o en las instituciones? La disyuntiva no sólo parece excluir uno de los términos sino excluir sobre todo un vasto espectro de la realidad social. ¿No debemos estar en las redes? ¿Ni en los medios de comunicación? ¿Ni en los bares? ¿Ni en los centros de trabajo? ¿Ni en las zonas rurales, esa «España vacía» de la que habla Sergio de Molino, abandonada de todos y, al mismo tiempo, política y electoralmente decisiva? El debate «calles versus instituciones» es, en realidad, un debate de vieja izquierda que el 15M primero y a continuación Podemos superaron de hecho. Es un mal síntoma -de retroceso y potencial derrota- que vuelva ahora con esta acucia. Las fuerzas transformadoras deben estar en todos los sitios donde se decida algo y eso incluye, sin duda, el Parlamento y la calle, pero también o, sobre todo, los bares y los pequeños territorios. Gramsci recordaba, citando con envidia el caso del filósofo Benedetto Croce, que un pensamiento -o sencillamente una pregunta- se vuelven «hegemónicos» cuando se citan en los cafés sin referencia al copyright: todo el mundo en Italia repetía frases de Croce sin saber que eran suyas y, aún más, sin saber de la existencia de Croce. Ese fue el «salto» que logró Podemos. El 15M proporcionó las fórmulas de un nuevo sentido común constituyente que encontró en la propuesta encabezada por Pablo Iglesias su materialización electoral. Si en dos años se ha pasado de «cero» a cinco millones de votos no es porque a las movilizaciones de Sol de 2011 se sumaran cuatro millones y medio de manifestantes sino porque todo el mundo, en los bares y en los consultorios médicos, en los estadios de fútbol y en las colas del INEM, empezó a utilizar con naturalidad inesperada frases (cifras de agregación colectiva) hasta entonces reprimidas o incluso prohibidas. Antes del «asalto» al Parlamento fue, sí, el «asalto» a los bares.
Ahora bien, no hay que olvidar, dos años después, que 5 millones de españoles han votado a Unidos Podemos para que esté en los Parlamentos y los Ayuntamientos y sería casi un fraude electoral decirles ahora que hay que abandonar o descuidar ese espacio y condicionar la participación en el proyecto a la mayor o menor disposición a protestar en la calle. Tampoco hay que olvidar que el Parlamento no es el lugar a donde va uno cuando quiere arrellanarse en un sillón, hablar en vano y transformarse rápidamente en «casta», sino el lugar donde se hacen esas leyes contra las que hemos salido a las plazas de nuestras ciudades -casi siempre en vano- a protestar y reclamar. Leyendo algunas mitificaciones de la «calle» casi se diría que la situación ideal -la más de izquierdas y revolucionaria- es la que mantiene a un PP feroz en el poder y a un grupo de esforzados militantes en la calle, casi en paralelo y que cuantas más leyes injustas apruebe el PP en el Parlamento más «derechos» conquistamos nosotros en la «calle». El Parlamento es el lugar donde hay que deshacer esas leyes para sustituirlas por otras más justas y de nada sirve quedarse en sus puertas gritando si Podemos pierde de vista que su cometido no es gritar -ni tampoco sentarse en el Parlamento- sino cambiar las leyes, como le piden esos todavía insuficientes cinco millones de votos obtenidos el 20D. Por eso hacen falta los que faltan para llegar más lejos.
La oposición binaria calle/instituciones genera una doble ilusión. Una: la de que hay que escoger entre los dos polos (y sólo entre esos dos, olvidando todos los demás). La segunda: la de que realmente podemos escoger. En el Parlamento tenemos 71 diputados, insuficientes para la tarea asumida. Pero, ¿cuánta gente podemos sacar a la calle? La calle tampoco es nuestra. La calle está vacía. Para llenarla -si es que ése es nuestro propósito- habrá que trabajar en todas partes, incluido el Parlamento, un privilegiado espacio de visibilidad y convocatoria. De otro modo, volveremos al viejo atletismo moral de la vieja militancia premayista que convocaba en las plazas una y otra vez a las mismas 5000 personas, todas mayores de 50 años, mientras los gobiernos del régimen sólo dejaban de frotarse las manos con satisfacción para hacernos un corte de mangas. Me he pasado toda mi vida haciendo eso. ¡Gloria a nuestros héroes derrotados, a los infatigables, a los incorruptibles! ¡Un saludo a nuestros sabios y nuestros valientes! Pero, ¡bienvenidos también los cansados, los dolidos y cabreados, los vacilantes, los «alienados» que buscan aún su camino! No basta un chasquido de dedos de un líder carismático para que la «calle» se llene de gente. Y menos aún la sabiduría esclarecida y un poco displicente de esa vanguardia «desalienada» que ha sabido salir de la caverna y, tras contemplar la luz, ya no se acuerda de cómo se vuelve a ella. O que cree que sus puertas se abren con el sésamo del «comunismo como desenlace natural de la Historia», «el progreso de las fuerzas productivas» o «el proletariado como clase universal». Tanto la calle como el Parlamento hay que trabajárselos en las zonas intermedias, barrios, bares, lugares de trabajo, redes, medios de comunicación. Allí donde llega el capitalismo, que llega a todas partes, debemos estar nosotros, porque allí donde llega el capitalismo se decide políticamente nuestra vida. Pero este «nosotros» somos precisamente las víctimas, todas las víctimas y no sólo aquéllas cuya inteligencia o conciencia (o coraje y compromiso) son mayores que las del «nosotros» común.
(En este contexto, digámoslo de paso, el tono es importante. ¿Cómo no va a serlo? La verdad es revolucionaria. Pero la verdad no dice nada; hablan los hablantes y las relaciones entre ellos. El poder, por ejemplo, no grita; y si la justicia tiene que gritar es porque raramente se la escucha. La tendencia a gritar, atavismo izquierdista de los inaudibles, alimenta la ilusión de que si gritamos somos más justos. Ya no necesitamos gritar tanto. Ahora que se nos escucha, y hasta demasiado, hay que bajar la voz, decir la verdad sin aspavientos. Los aspavientos son más mediáticos que movilizadores. Si son noticia -digamos- es que no son «verdad». La pérdida de poder y la pérdida de tono se alimentan recíprocamente. Pensemos en el caso del diario El País, que va perdiendo los dos al mismo tiempo. Empezó a perder el tono cuando otros poderes amenazaron el suyo y, cuando empezó a perder lectores, perdió completamente el tono. El poder no grita. Gritamos cuando somos inaudibles -y entonces nos creemos justos- o cuando estamos a punto de perder la voz).
Pero nuestro propósito, recordémoslo, no es ni salir a la calle ni llegar al Parlamento. Podemos quiere transformar el mundo y, más modestamente, España. Ese mundo y esa España son capitalistas. Podemos es una fuerza anticapitalista. Pero es una fuerza anticapitalista en una Europa postrevolucionaria en la que el capitalismo funciona como una «civilización» incrustada en marcos de supervivencia, pautas de consumo y moldes tecnológicos que hacen impensable, y hasta indeseable, un «derrocamiento» fulminante de sus estructuras económicas. Este límite estructural implica aceptar dos realidades antropológicas. La primera es que el sufrimiento, muy repartido, no conecta de manera directa y transparente con la izquierda. El anticapitalismo no es ya o no sólo de izquierdas y esto abre posibilidades y amenazas. Hay anticapitalistas conservadores y hasta reaccionarios. Y, desde luego, cristianos y musulmanes. Si no todos los católicos apoyan al Papa Francisco, todos los seguidores del papa Francisco son anticapitalistas. Así que si no queremos que las víctimas del capitalismo busquen soluciones por la derecha, el anticapitalismo de Podemos no puede ser simplemente «de izquierdas».
El segundo límite antropológico tiene que ver con las manifestaciones concretas del capitalismo financiero postindustrial y sus ganchos neurológicos: es nuestra vida la que está atrapada en sus ganglios centrales. ¿Qué hacer contra el capitalismo? ¿Nombrarlo? ¿Condenarlo? ¿Conocerlo? No basta. A menos que creamos de manera irresponsable que en España y en Europa está en marcha una revolución popular anticapitalista y de izquierdas, conviene aceptar, como condición de toda acción posterior, que no vamos ganando, que vamos claramente perdiendo y que la tarea prioritaria no es la de acabar antes del próximo lunes con el capitalismo. Es mucho más probable que el capitalismo acabe antes con la democracia y con la humanidad misma. La tarea prioritaria, si queremos en el futuro transformar o revertir las condiciones de producción y distribución de los bienes generales, es la de -cito de nuevo a Wallerstein– frenar a la ultraderecha y amortiguar los daños del neoliberalismo; es decir, conservar la democracia y salvar vidas. Para eso hace falta el Parlamento, concebido como la plaza pública en la que desemboca la larga calle repoblada, con sus bares laterales y sus barrios y campos recuperados. Pero para esta pequeña, modesta tarea, hace falta-más que el fetiche «calle» o el fetiche «institución»- la construcción de una organización flexible, democrática, transversal e integradora. Un partido que no se construya a la medida ya de ese otro mundo posible aún lejano no podrá acometer la pequeña, modesta tarea de conservar la democracia y salvar vidas desde el Parlamento, ni tampoco la de movilizar a la gente en las calles cada vez que sea necesario -y va a ser necesario- salir a protestar. Lamento ser de nuevo cenizo y reiterativo: en Europa hay ya una revolución antisistema y es de extrema derecha. Si Unidos Podemos y las fuerzas del cambio no construyen una organización sensata, perderemos el Parlamento y perderemos la calle y el vacío que dejemos no lo ocupará una fuerza más revolucionaria, radical, anticapitalista y de izquierdas sino, como ocurre ya en el resto de Europa, el neofascismo, la xenofobia, el capitalismo nacionalista identitario y el colapso de la civilización.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/11/08/la-calle-las-instituciones-y-todo-lo-demas/9262
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.