Nada podía hacer sospechar a Federico Trillo que la paz de sus paseos por Belgravia, el barrio de los muy ricos de Londres, donde en tiempos se podía coincidir con Margareth Thatcher y si se tenía mucha suerte con Elle Macpherson, iba a verse interrumpida por los fantasmas de los 62 militares del Yak 42, […]
Nada podía hacer sospechar a Federico Trillo que la paz de sus paseos por Belgravia, el barrio de los muy ricos de Londres, donde en tiempos se podía coincidir con Margareth Thatcher y si se tenía mucha suerte con Elle Macpherson, iba a verse interrumpida por los fantasmas de los 62 militares del Yak 42, a los que no es fácil ahuyentar por mucha misa diaria que uno se trague en el Bromton Oratory o en la mismísima catedral de Westminster como acostumbra nuestro supernumerario embajador. Y es que era difícil prever que desde el cementerio de elefantes que es el Consejo de Estado surgiera un informe que denunciara 13 años después lo que era una evidencia antigua: que estuvo en manos del Ministerio de Defensa evitar sus muertes y el calvario de unas familias con las que nunca se hizo justicia.
Trillo, al que se recordaba en sus intervenciones parlamentarias siendo el azote de la corrupción socialista rodeado de gruesos tomos de jurisprudencia, pasaba por ser una rata de biblioteca cuando en realidad lo de la biblioteca le venía grande. Tras el accidente de Trebzon, cualquiera en su lugar habría dimitido y, tras pedir perdón, hubiera permanecido escondido bajo las piedras el resto de sus días. Pero Trillo no era cualquiera. A la ineptitud de permitir que los militares españoles viajaran en un ataúd con alas sumó después la indignidad de permitir un macabro reparto de sus restos a la carta más alta y más tarde la cobardía de descargar en varios mandos militares su propia responsabilidad. Si la conciencia le ha permitido proseguir adelante con sus enjuagues y hasta pasar por diplomático es porque, sencillamente, carece de ella.
El señor embajador, del que ahora todos piden su destitución cuando nunca debieron pasar por el aro de su nombramiento, encaja en algunas de las definiciones de miserable del diccionario de la Real Academia. Reprobado por el Parlamento, justificó su impunidad con el argumento de que las actuaciones de un Gobierno saliente no son revisables porque al perder las elecciones quedan sustanciadas sus responsabilidades políticas. A partir de ahí se convirtió en el confesor del PP, algo para lo que sin duda estaba preparado, y se hizo imprescindible como coordinador de la defensa de los implicados en la trama Gürtel.
Nunca se había visto que el portavoz de Justicia de un partido facturara a ese mismo partido desde su despacho de abogado, pero convencer a Camps de que dimitiera de la presidencia de la Generalitat por sus trajes a medida no tenía precio aunque Trillo se lo puso con el IVA correspondiente. Tampoco se había visto que un diputado pudiera forrarse como comisionista de una empresa de parques eólicos -una actividad que pronto se puso de moda entre sus colegas de escaño- por unos supuestos asesoramientos a los que la Justicia sigue la pista con su lentitud acostumbrada.
A Trillo había que recompensarle con un exilio dorado. Y tras descartarse la embajada en Washington, Margallo, que prometió que se había acabado aquello de mandar a los amigos al extranjero y que las legaciones serían ocupadas por diplomáticos de carrera o excepcionalmente por «personas extraordinarias», le concedió la de Londres, misión para que la hubo de tomar clases intensivas de inglés. Se supo entonces que el supuesto especialista en Shakespeare siempre lo había leído en la lengua de Cervantes. Manda huevos.
Desde entonces, el extraordinario Federico ha vivido como un marajá, sobre todo desde que pudo contratar a un mayordomo que repartiera el Ferrero Rocher en las recepciones. Para que la felicidad fuera completa, sólo le faltó colocar a su niña como responsable de Turismo de la propia embajada tal y como pretendía, pero la vida a veces es cruel y tiene esos contratiempos.
Sin siquiera presentirlo, a la vuelta de la esquina se ha topado con un pasado que es más difícil de enterrar que unos restos calcinados repartidos entre decenas de ataúdes, cerrados bajo siete llaves para que los familiares de los difuntos no pudieran percatarse de que rezaban a otros muertos. Vuelve inopinadamente y de nada sirve comprar silencios con esa caja B del partido, que tan bien conoce Trillo porque de ella salían sus sobresueldos, y que sirvió para pagar la defensa de los militares procesados por el accidente del Yak.
Antes de que el Consejo de Estado invocara a los fantasmas, Trillo se relajaba en Regent’s Park, rebuscaba en las librerías de viejo de Charing Cross y se permitía viajar al sur de Birmingham para conocer Stratford-upon-Avon, la localidad natal de Shakespeare. No habrá olvidado a Macbeth, su obra preferida, según reconocía en una meliflua entrevista que concedió en diciembre a la British Spanish Society. «¡Que huyan todos! -gritaba Macbeth-. Mientras el bosque de Birnam no venga a Dunsinane, no cederé al miedo». Pues bien, los árboles ya están en camino, Federico.
Fuente: http://blogs.publico.es/escudier/2017/01/04/anatomia-de-una-rata/