A nadie con un mínimo de consciencia reflexiva se le escapa la relevancia de la cultura en la determinación de la conducta de las personas. Pensamos a partir de una cultura y actuamos teniéndola como referencia. Existe ya cuando nacemos y constituye básicamente la atmósfera mental que respirarán nuestros cerebros, siendo determinante -con el permiso […]
A nadie con un mínimo de consciencia reflexiva se le escapa la relevancia de la cultura en la determinación de la conducta de las personas. Pensamos a partir de una cultura y actuamos teniéndola como referencia. Existe ya cuando nacemos y constituye básicamente la atmósfera mental que respirarán nuestros cerebros, siendo determinante -con el permiso de la configuración innata- en el formateado primigenio de nuestras mentes a través del proceso de socialización.
«Con frecuencia no sabemos por qué hacemos lo que hacemos» tituló David G. Myers un capítulo de su Tratado de psicología social, porque, en efecto, una parte considerable de lo que hacemos no es el resultado de una decisión meditada conscientemente, sino de un programa de conducta instalado en nuestro neocórtex definido por actitudes y creencias asimilados por imitación, hábito, refuerzo o cualquier otra forma de condicionamiento social. De modo que lo que son, en puridad, meras convenciones, resultado en la mayoría de los casos de procesos que nada tienen que ver con la racionalidad y el conocimiento de la realidad objetiva, acaban adquiriendo en la práctica la condición de entes de la misma categoría ontológica que los naturales, e incluso pueden alcanzar mayor poder causal que ellos; adquieren, por así decir, carga metafísica. Dicho con otras palabras: hay cosas que existen sólo porque creemos que existen. Diríase que son efecto de un delirio colectivo.
Cuando la atmósfera mental que respiramos todos los que compartimos un mismo espacio de convivencia es de composición homogénea no ha lugar a conflictos por causa de la diversidad cultural, porque la realidad social que todos reconocemos es la misma; lo que no es el caso en nuestro mundo global. Aunque los que convivimos en una misma ciudad respiremos el mismo aire (contaminado) no nos nutrimos de los mismos memes -en el sentido que estableció Richard Dawkins, a saber, las porciones de información cultural análogas a los genes en el ámbito biológico-, siendo la cultura de cada individuo conformada por el conjunto de memes que anidan en su corteza cerebral. La diversidad cultural es un problema entonces, porque conlleva que no todos los que formamos parte de una misma ciudadanía percibimos la misma realidad, ni procedemos del mismo modo sobre ella, ni le aplicamos los mismos criterios de valoración. Ante esta compleja coyuntura social no vale la solución fácil del relativismo cultural, tan propia de la condición posmoderna y que no impide ni resuelve por sí misma los conflictos que espontáneamente surgen en la ineludible convivencia.
Un espacio en el que uno puede observar desde un punto de vista privilegiado cómo se desenvuelve este engendro de la globalización que no es otro que la sociedad multicultural es la escuela pública, exponente de primer orden del ámbito común de la ciudadanía. Juzgue el lector por sí mismo a partir del siguiente episodio realmente acontecido en una de las aulas que por obligación profesional frecuenta el que suscribe, y que le fue referido quejosamente por una alumna de la ESO en la asignatura, precisamente, de educación para la ciudadanía. Según su versión -que daremos por válida a efectos del análisis que sigue- ella llevaba puesto un gorro de lana, que por cierto lucía en su cabeza mientras hablaba conmigo, en una clase anterior. Durante su transcurso el profesor que la impartía le pidió a la joven en un momento dado que se descubriese, pues no veía apropiado que llevara puesta la mencionada prenda en el aula. Ella preguntó que por qué tenía que hacerlo si una compañera suya -musulmana- presente en la misma clase cubría su cabeza todos los días con un hiyab sin que nadie le exigiera que se lo quitara, a lo que el compañero docente se limitó a responder que no era lo mismo.
Ni que decir tiene que la respuesta no satisfizo a la alumna a la que se le hizo el requerimiento, seguramente porque ella no iba más allá de la constatación de la cruda evidencia de dos chicas en una misma situación ambas dos con sus cabezas cubiertas por prendas funcional y esencialmente equivalentes; de modo que si a ella se le exigía que se descubriese, la misma exigencia debía ser planteada a la compañera. Y sin embargo no era lo mismo. En efecto, se trataba del mismo espacio ciudadano en cuya atmósfera mental quienes en él conviven respiran el principio de la igualdad de los derechos que todos poseen como memes en sus cerebros, pero distintos universos simbólicos que legitiman a ojos del profesor que una alumna tenga derecho a cubrir su cabeza en clase y que la otra no pueda hacerlo.
He aquí la clave -a mi modo de ver- de este tipo de situaciones a las que la multiculturalidad nos aboca. Todo rasgo o hecho cultural no es sino la expresión de una experiencia colectiva. Ésta responde a una necesidad, deseo o tendencia que brota de nuestra naturaleza, pero que tiene su expresión y satisfacción de un modo artificial. Externalizado y objetivado ese producto humano, si va más allá del episodio personal y efímero, se sedimenta socialmente, cobra cuerpo visible para quienes conviven y se institucionaliza, es decir, queda fijado definitivamente mediante todo un sistema de pautas (normas, leyes, ritos…) y sanciones. Por este procedimiento lo que tiene carácter de convención es percibido como realidad objetiva -con existencia independiente del juicio subjetivo- de la misma condición ontológica que cualquier ente natural («reificación», que viene de «res», que en latín significa «cosa»). En la cultura musulmana, entre los memes que se hallan instalados en el neocórtex de la alumna que luce el hiyab en su cabeza, se hallan los que configuran la institución de la cobertura de la cabeza femenina la cual mantiene su eficacia como producto cultural debido a la legitimación que la explica y justifica. Para ello se requiere de la creación de universos simbólicos que todo individuo que comparte esos memes internaliza -es decir, incorpora a sus memorias semánticas- y la sociedad a la que pertenece mantiene activos mediante lo que se reconoce como tradición, cuyo rasgo esencial es, precisamente, el imperativo de la conservación de aquellos productos culturales que se asumen como valiosos por cuanto conforman el mundo de la comunidad y, por ende, también del individuo que en ella se tiene por integrado.
El caso de la alumna quejosa por lo que considera una discriminación de todo punto injustificable es prueba de un poder característico del ser humano en el que se fijaron Peter L. Berger y Thomas Luckmann, el cual da nombre a su libro La construcción social de la realidad. Sin entrar en las derivas epistemológicas de sus tesis, que forman parte de las posturas más radicales de la filosofía posmoderna el libro es la constatación de nuestra tendencia natural al delirio colectivo (o social, si se prefiere). El filósofo norteamericano John R. Searle, más recientemente, ha incidido sobre lo mismo desde una perspectiva naturalista, que permite un planteamiento más congruente con la posibilidad de verdades objetivas, y que yo prefiero por lo mismo y porque reconoce el papel decisivo del lenguaje a la hora de crear las instituciones que materializan el mundo que alumbra cada cultura (léanse sus ensayos sobre el tema elocuentemente titulados La construcción de la realidad social y Creando el mundo social. La estructura de la civilización humana).
Lo que se evidencia en cualquier caso es que somos animales delirantes, que construyen una realidad social para nosotros tan real o más en ocasiones que la mismísima realidad natural, de forma que un cataclismo bursátil puede ser más dañino y causarnos más pánico que un pavoroso incendio forestal o una pertinaz sequía (a esa cualidad tan humana la denominó Bertrand Russell «facultad mitogenética»). Searle distingue a este respecto entre los hechos brutos (el incendio forestal o la sequía) y los hechos institucionales (las operaciones financieras); estos últimos tan «objetivos» como los eventos naturales, pues su existencia no depende de opiniones subjetivas, sino de la carga metafísica que los hace independientes de cualquier opinión humana. Una clase de un instituto de educación secundaria es un hecho (institucional) con una gran proporción de carga metafísica, y en ella cada cosa está impregnada de un significado que trasciende la mera realidad «natural» de todos los elementos que la componen. Y todos los que participamos en ella tenemos que creer que eso que hacemos es una clase para que sea tal, lo que implica creerse un alumno o alumna y que los demás así lo reconozcan, creerse un profesor o profesora y que los demás lo reconozcan; y el hiyab es también de esas cosas con carga metafísica, que para ser tal ha de ser reconocido como tal por los demás, siendo de este modo en el sentido indicado por Searle una realidad «objetiva», pero no natural, sino institucional.
En esa dimensión producto de nuestra capacidad delirante reside el ámbito de lo sagrado, el mismo en el que habita el «animal metafísico» que es la nación para los nacionalistas de toda laya (una institución más nacida en parte de nuestra capacidad mitogenética), y el mismo ciertamente que marca la diferencia en el caso del gorro contra el hiyab. ¿Quién puede competir contra el discurso religioso en poder legitimador (delirante)? La estructura de sentido que ofrece es su irresistible atractivo, y el núcleo de la misma reside en su distinción entre lo profano y lo sagrado que no admite cuestionamiento. La base en la que sustenta su institución del velo la estudiante musulmana de secundaria se compone de creencias que tienen un estatuto especial no compartido por ningún otro tipo de creencias. Mucho menos por aquéllas que podría aducir su compañera del gorro de lana. A este asunto dedicó Daniel Dennett su libro Rompiendo el hechizo, donde hablaba de la «creencia en la creencia», expresión con la que aludía al «hechizo» que los memes constitutivos de la religión causan en los cerebros humanos y que les confiere ese estatuto especial blindándolos contra la crítica naturalista.
Es importante no pasar por alto que todo esto que desvelamos mediante el análisis de la anécdota del instituto opera en el profesor implicado en ella; es lo que le hace discernir qué prenda tiene la apropiada legitimación y cuál no. Aquí incide de manera decisiva el multiculturalismo como un meme que parece hallarse en el juicio discriminador del docente. Cosa que no tendría por qué ser así, ya que cabrían otras posturas desde el etnocentrismo o un laicismo a la francesa que llevó a la persecución del llamado burkini en las playas.
Cuán complicado resulta manejarse en este universo de delirio colectivo que es la cultura -insisto- cuando el ecosistema de significados que dan sentido y justifican las conductas de los individuos es un medio heterogéneo en el que los memes compiten entre sí por hallar nicho en los cerebros. Como colofón al repertorio de casos que ilustran esa competencia entre universos simbólicos legitimadores reparemos siquiera brevemente en el pintoresco episodio de la concesión de la Medalla de Oro a la Virgen del Rosario, patrona de Cádiz, por parte de la Comisión de Honores y Distinciones del Ayuntamiento de la «Tacita de plata», gobernado por un partido que proclama su compromiso político con la laicidad. Por un instante se revela lo delirante del hecho al contemplarlo con los ojos de esa alumna con hiyab, que respira una atmósfera mental distinta a la de los 6000 gaditanos firmantes de la iniciativa ciudadana que culminó en la referida concesión: personas que representan a la ciudadanía de Cádiz en una institución legitimada por el universo simbólico del ordenamiento jurídico democrático del Estado al que llamamos España (otro delirio=hecho institucional) hacen suyo por unanimidad el sistema de creencias que permiten que tenga sentido el concederle a una imagen femenina tallada en madera una condecoración, símbolo a su vez de méritos y beneficios para una comunidad que en el caso de la Santísima Virgen tienen que ver con su intervención cuando el terremoto de Lisboa de 1755, gracias a la cual salvaron su vida muchos gaditanos, que no los lisboetas, que fallecieron a decenas de miles mientras que su hermosa urbe quedaba casi totalmente arrasada.
Aquí estamos, en fin, ante la mezcla de un universo sagrado con otro profano, folclórico (popular), que parece rebasar los límites de la legitimación religiosa para hallar asiento en lo étnico, en lo que conforma la identidad de una comunidad mediante instituciones que tienen pleno sentido si y sólo si se participa del delirio colectivo que -repitámoslo-, a todos los efectos sociales, tiene entidad objetiva. La medalla de oro -valiosa no por el oro, sino por su carga metafísica- que le será entregada por el alcalde señor González alias Kichi a la Archicofradía del Rosario para que ésta se la coloque a ese objeto con apariencia de mujer muy emperifollada que todos identifican con la Virgen del Rosario es el símbolo evidente de la incapacidad política para practicar la laicidad que, en este país donde se confunden los universos simbólicos de lo religioso, lo étnico y lo ciudadano, no es ciertamente un delirio pero sí una gran quimera.
José María Agüera Lorente es catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual
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