Existe a nivel mundial una disolución creciente del sentido de comunidad, estimulada de diversos modos por los grandes centros del poder mundial. Esto se manifiesta en la intolerancia (racial, religiosa, clasista y/o ideológica) hacia personas que son, o se consideran, diferentes, eliminando cualquier posibilidad para la convivencialidad y dando lugar a crímenes de odio que […]
Existe a nivel mundial una disolución creciente del sentido de comunidad, estimulada de diversos modos por los grandes centros del poder mundial. Esto se manifiesta en la intolerancia (racial, religiosa, clasista y/o ideológica) hacia personas que son, o se consideran, diferentes, eliminando cualquier posibilidad para la convivencialidad y dando lugar a crímenes de odio que se propagan ante la mirada cómplice y/o indolente de quienes ejercerían algún tipo de autoridad (instigándolos muchas veces), haciéndolos ver como una situación normal que no merece demasiada atención. La concentración monopólica tanto del conocimiento como de la información ha facilitado modelar la política y la vida sociocultural, en general, de la humanidad, a tal punto que todo debe calibrarse y adaptarse de acuerdo a los patrones que identifican a la cultura occidental, representada por Estados Unidos y sus aliados europeos, estableciendo su hegemonía sobre el resto del planeta.
De acuerdo a lo determinado por el sociólogo polaco-británico Zygmunt Bauman, el mundo actual se encuentra envuelto en lo que él denominara modernidad tardía (también conocida como modernidad líquida), caracterizada por una economía capitalista global que no distingue, ni pretende distinguir, fronteras y, de serle siempre posible, recurre a la guerra como opción válida para imponer sus intereses; una modernidad que requiere la privatización creciente de los servicios públicos (otrora en manos del Estado) y donde se manifiesta la tendencia a resaltar como valores básicos ideales el individualismo y, por efecto de éste, la falta de solidaridad, dando fin al compromiso mutuo que se mantuvo presente en la cultura y en la historia de una gran parte de la humanidad. Cuestión ésta que tiende a ampliarse cada día gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación en auge, desarrolladas, justamente, bajo el patrocinio capitalista. De esta forma, los sectores dominantes se aseguran de obtener también una plusvalía ideológica mayor a la obtenida por los grupos de poder del pasado, al mismo que se permiten destruir los cimientos históricos, educativos y culturales de los pueblos a fin de congregarlos en torno a una misma forma de concebir el mundo.
Así, en contraste con lo que caracterizara durante siglos a muchos pueblos de la Tierra, especialmente a los de nuestra América, «el sistema alienta -refiere Javier Tolcachier en su artículo Las nuevas narrativas revolucionarias- una lógica individualista, atomizadora, competitiva y excluyente que aumenta el grado de segmentación y un emplazamiento mental donde la felicidad aparece ligada al éxito, la fama y la singularidad. El ideal es ser diferente, aunque todos crean exactamente lo mismo. La verdad común es reemplazada por verdades particulares, en las que entronca el aparato publicitario, el misil teledirigido de la posverdad a medida. La generalización es pecaminosa y fútil, lo «cool» es lo específico y especial. Todo ello debilita las opciones colectivas, sobre todo, las asentadas en pertenencias y permanencias orgánicas, que hoy son reemplazadas por el vaivén de mareas sociales huracanadas, pero impermanentes». De esta forma, quienes detentan el poder (lo mismo que aquellos que aspiran obtenerlo) prometen soluciones simples a problemas intrincados, generalmente dejando de lado la importancia del sentido de comunidad que habría de existir y consolidarse en cualquier sociedad para concentrarse en el interés privativo de cada persona, lo que eventualmente tendrá sus efectos negativos respecto a la organización autónoma y solidaria de los sectores populares.
El axioma del prócer y presidente mexicano Benito Juárez, «la paz es el respeto al derecho ajeno», debiera entenderse también como el respeto al derecho de los «otros» a ser tratados realmente en pie de igualdad, sin que salga a relucir ninguna muestra de discriminación. Su comprensión y discernimiento contribuirían, sin dudas, a que los seres humanos, en un sentido bastante amplio, puedan finalmente convivir en paz, haciendo realidad todos aquellos ideales que han nutrido sus aspiraciones compartidas de morar en un mundo cada día mejor. Lamentablemente, este es un asunto de primera importancia que es obstaculizado -de variadas formas- por los diferentes paradigmas impuestos por la ideología de las élites dominantes, llámense nacionalismo, Estado, mercado o religión (y sus derivaciones); los cuales han sido los detonantes principales de cada conflicto ocurrido en la larga historia compartida de la humanidad.
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