«Hoy seguimos dando voces pronunciando los nombres de las víctimas, solicitando la justicia que se les debe, exigiendo que se eliminen los símbolos fascistas que llenan de vergüenza las calles y plazas de esta España cañí»
Dicen que los asesinos de las mujeres del Aguaucho, todas ellas originarias de Fuentes de Andalucía, un hermoso pueblo situado en la campiña sevillana, daban voces por las calles vacías después de vejarlas, violarlas y asesinarlas vilmente aquella tarde del 27 de agosto de 1936. Dicen que los asesinos de las mujeres del Aguaucho, una vez saciados de sangre y hombría, se pavonearon por el pueblo, enseñando la ropa interior de algunas de ellas como muestra de lo que habían cazado esa tarde.
Porque a lo que estos salvajes asesinos se dedicaron era precisamente a eso: a cazar como conejos a María Jesús Caro González, de 18 años de edad, a las hermanas García Lora, Coral y Josefa, de 16 y 18 años; a María León Becerril, de 22 años, y a Joaquina Lora Muñoz, de 18 años. A cazarlas y a tomar como botín de guerra el cuerpo de estas jóvenes mujeres. Una vez más. Repitiendo el esquema machista y sexista transmitido de generación en generación al guerrero desde el inicio de la humanidad: en las guerras, al enemigo se le mata; a la enemiga, se la viola. Así, esta hazaña se convierte en bandera de venganza para el violador y símbolo de humillación para el padre, hermano o esposo de la mujer vejada. Y por supuesto, para la misma mujer.
Una de las definiciones de la Real Academia Española sobre terrorismo dice así: «Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos». Me parece la mejor definición posible al caso que nos ocupa, porque el crimen del Aguaucho fue ejecutado por una banda organizada de criminales, arengados en su vil tarea por el general Queipo de Llano (enterrado, por cierto, en la Basílica de la Macarena de Sevilla), cuyo objetivo era crear terror y alarma social.
No nos equivoquemos. No pensemos en ellos como simples hombres, borrachos de alcohol y deseosos de sexo. Tampoco pensemos que eran psicópatas, personas sin escrúpulos. No. Eran y seguirán siendo a pesar de que ya no estén entre nosotros, criminales de guerra. Criminales que consiguieron su objetivo. Y vaya si lo consiguieron. Crear terror. Un terror que paralizase a la población, no solo de este pueblo, sino de los cientos y cientos de pueblos de nuestra Andalucía por los que los bárbaros dejaron cientos de fosas comunes, cientos de huérfanos y huérfanas, cientos de mujeres vejadas, y/o asesinadas. Objetivo cumplido.
El terror fue utilizado por el fascismo como una estrategia que tuvo consecuencias nefastas para la ciudadanía. Y no solo para los hombres y mujeres de aquellos convulsos años. Ese terror provocó en muchas familias un mecanismo de defensa bien conocido para las personas que nos dedicamos a la recuperación de la memoria histórica: el olvido y el silencio. Dos muros con los que continuamente nos topamos a la hora de recopilar información en nuestros pueblos. Mejor olvidar. Mejor no contar. Mejor no pronunciar el nombre de nuestros familiares y mejor que las generaciones que fueran naciendo no supieran qué pasó con ellos y ellas. Por si acaso los fascistas vuelven de nuevo y, a dentelladas de terror, vuelven a repetir lo mismo. Por suerte esto no pasó en todas las familias y muchas han trasmitido, envueltos en dolor y rabia, los recuerdos dolorosos de aquel tiempo.
Otro muro con el que las víctimas nos topamos, producto de la tan cacareada y modélica Transición española, es la impunidad de estos crímenes. Impunidad que vive y que corroe todos los estamentos «democráticos» de nuestro país, impunidad que impide llamar a los crímenes lo que fueron: crímenes. Impunidad que impide señalar a los verdugos y ejecutores como lo que son: criminales. Impunidad que provoca que las víctimas seamos ninguneadas en el Estado español y no seamos consideradas víctimas de terrorismo. Dicen que los asesinos de las mujeres del Aguaucho daban voces por las calles vacías del pueblo…
Qué metáfora más potente y cuánto nos acerca a la situación de hoy, en la que los hombres y mujeres, familiares o no de las víctimas del fascismo, seguimos dando voces pronunciando los nombres de las víctimas, solicitando la justicia que se les debe en los tribunales españoles y extranjeros, requiriendo que se abran las ignominiosas fosas comunes cuyos vientres albergan los restos de los hijos e hijas del pueblo, exigiendo que se eliminen los símbolos fascistas que llenan de vergu?enza las calles y plazas de esta España cañí que sigue devolviéndonos en eco las voces que reclaman por calles y plazas VERDAD, JUSTICIA Y REPARACIÓN.
Paqui Maqueda es presidenta de la asociación Nuestra Memoria.