La opinión crea su propio tiempo histórico. Es la Modernidad. En el reino de la opinión, donde lo personal se confunde con lo colectivo, existe una eterna contienda entre dioses y gigantes, entre tiranos y súbditos, entre legalidad y legitimidad, pero el problema es que no sabemos quién es quién. Difícilmente podemos saber a quién […]
La opinión crea su propio tiempo histórico. Es la Modernidad. En el reino de la opinión, donde lo personal se confunde con lo colectivo, existe una eterna contienda entre dioses y gigantes, entre tiranos y súbditos, entre legalidad y legitimidad, pero el problema es que no sabemos quién es quién. Difícilmente podemos saber a quién asiste la verdad, a quién el fraude, a quién la miseria moral. Porque es en el combate mismo, en el fragor de la cruda batalla, donde se decidirá en favor de unos u otros -y donde la victoria terminará confundiéndose con la justicia, como decía Kafka en El proceso. No hay perspectiva exterior que valga. En la lucha por la hegemonía hay que mojarse, vamos. El tiempo parece entonces poder contraerse hasta caber en una cáscara de nuez. El fin está cerca. Y así lo anuncia el coro de la «opinión pública», esa caterva de voces ya casi mítica -o tan mítica, al menos, como esa nación soberana bajo cuya estrella se vio forzada a nacer.
Pongamos el caso de Juan Luis Cebrián, por ejemplo -periodista de vocación, empresario de oficio y Padre de la Patria en sus ratos libres: «La más prolongada etapa de libertad» y «el más alto nivel de vida de su historia» llegaron en España, con la proclamación de la independencia de Catalunya, a su fin, según él. ¿Catastrofismo o vanidad? Su conclusión es demoledora: «En cualquier caso, la democracia hoy necesita ser salvada.» Para los defensores del statu quo, en el mayor peligro está lo que nos salva. Pero más impactante aún es el punto de partida de su reflexión: «Si la justicia no es fuerte, es preciso que la fuerza sea justa», dice ahí, refiriéndose a la «cita ya clásica del pensador francés», François Fenelon (1651-1715) que lo acompaña desde temprana edad en sus «reflexiones políticas […]. La alusión a la fuerza justa viene a cuento, por desgracia, ante el terremoto institucional, cívico y político que se ha desatado en Cataluña», opina Cebrián. La alusión a la fuerza.
Pero si nos limitáramos al reino de la opinión, o al de sus inquisidores profesionales, a lo sumo no haríamos sino obsesionarnos, aturdirnos constantemente con juicios burdos, precipitados. Escuchemos mejor la voz del Führer, que es precisamente quien -según Schmitt- protege el Derecho contra la huera legalidad: «Haremos cumplir la ley con toda la fuerza de la Ley», advertía Rajoy a principios del mes de septiembre. «Sin levantar la voz, con moderación, con proporcionalidad y con total firmeza y determinación». Puede parecer una incoherencia, una paradoja flagrante o incluso una especie de nuevo capítulo de la post-verdad: ¿Cómo es eso de que «la ley» -en minúscula- se va a hacer cumplir con «toda la fuerza de la Ley» -ahora en mayúscula? ¿Acaso no es la ley la que impera por sí sola en el Estado de derecho? ¿Acaso no es la propia ley la que dispone de medios y mecanismos suficientes para defenderse? Pero espera un momento: ¿qué resonancias son ésas? ¿Y toda esta vorágine de embustes, artimañas y juegos retóricos?
¿De verdad que no os huele a podrido en Catalunya? Sinceramente, a mí también. Y no es porque clame al cielo por el diálogo, por la negociación, por una democracia que necesita ser salvada, etcétera. Exijo una explicación, un argumento – uno bueno me basta- en favor de la idiosincrasia, la peculiaridad, la esencia misma de la ley (o de la Ley). ¿Dónde reside su fuerza? Y si la tiene, ¿por qué ha de ser impuesta «con moderación, con proporcionalidad y con firmeza y determinación»? ¿Por qué no por la fuerza y punto? Hay algo que debe de estar en proceso de descomposición, pues contra un poder que se justifica a sí mismo, no hay argumento que valga. Nos estamos viendo pues abocados a una compleja coyuntura en la que la Democracia, la Ley, el Estado de Derecho deben ser restaurados mediante su propia fuerza, en aras de su propia conservación, ante una amenaza al orden constitucional de dimensiones insólitas -y cuyo desenlace aún no estamos en calidad de advertir.
Pero no nos entusiasmemos demasiado, ni tan deprisa. El anuncio del tan deseado fin, la recurrente alusión a la fuerza, la paradoja, son rasgos distintivos del pensamiento político occidental y de su sagrado, maravilloso «reino de la opinión». Elementos de una cuestión irresuelta, que sobrevive a toda contingencia y que, como un río subterráneo, discurre bajo la superficie de los acontecimientos. Es la pregunta por la fuerza de la ley: por el origen, la sede, el fin de esa violencia legal. Ni el teólogo católico Fenelon, ni el viejo y astuto Cebrián, ni ese honrado simulacro del Caudillo que es Mariano Rajoy pueden responder con visos de credibilidad a esta pregunta. Porque si os fijáis, lo mismo da decir «haremos lo que debemos hacer» que decir «es preciso que la fuerza sea justa». Lo mismo da abogar por el imperio de la Ley que por el de la Justicia -y sin embargo, no, en absoluto son idénticos. La opinión se ampara en el devenir histórico, en el espíritu de una hipotética libertad que celebra conquistas al tiempo que vaticina tempestades. Pero mientras tanto la guerra continúa, el conflicto está ya dado en las entrañas mismas de la Ley.
¿Son las elecciones del 21 de diciembre el llamado «mal menor«, como se han apresurado a decir algunas? ¿O es una «pequeña guerra» lo que se está librando en Catalunya -y por lo tanto habrá que mojarse? Y en ese caso, ¿mojarse cómo? ¿No será que la gran guerra -la verdadera guerra, la nuestra, la de cada día- es una guerra contra el Derecho mismo? En otro artículo postreferéndum podía leerse, a propósito, lo siguiente: «Es inconcebible que se pueda calificar de «error» o «torpeza» que las fuerzas del orden encargadas de ejecutar la resolución judicial de impedimento del «referéndum» cumplieran, precisamente, con su cometido. ¿Cuál es el error? -se pregunta- .¿Que usaran la fuerza? Oigan -continuaba el iluminado articulista-, un antidisturbios no es un filósofo de la palabra que aborde su tarea por el método deliberativo de disuadir con argumentos a quien con su comportamiento delictivo se apodera ilegalmente de locales públicos. La fuerza del orden interviene cuando el delincuente, persistente en su conducta, ya se ha desentendido de la fase deliberativa, que precisamente ha concluido con una resolución judicial que ha sido desatendida: por eso sólo queda el recurso de la fuerza […]». Y he aquí la verdad al desnudo, el juicio final, la respuesta que ansiábamos: «Porque el Derecho no es más que fuerza: es la regla que determina quién en un conflicto puede usar la fuerza y cuánta. Intelectualmente no se puede estar, como Pedro Sánchez, a «favor de la legalidad» pero en contra de su efectividad.»
Impecable. Sencillamente impecable. Y es que -lamento tener que reconocerlo- hoy somos testigos de la encarnación del poder mismo en la forma de un simple argumento -de uno dudosamente válido, pero en fin. Hay que saber llevarlo. Al menos podemos contentarnos con que somos las víctimas de alardes retóricos sin parangón alguno en nuestra historia reciente -o cómplices. Y de una historia, asimismo, de la que el mundo entero de la opinión global parece haberse hecho eco de paso. No en vano, al otro lado del Atlántico va despertando paulatinamente el interés del público el debate sobre la pertinencia o no de la nación (o de su independencia) en el siglo XXI. Y en las más altas instancias europeas, por su parte, fue el polaco Donald Tusk uno de los primeros en reaccionar a la Declaración de Independencia de Catalunya, diciendo lo siguiente: «Para la Unión Europea nada cambia. España sigue siendo nuestro único interlocutor. Espero que el Gobierno español favorezca la fuerza del argumento y no el argumento de la fuerza».
Más de lo mismo, como se echa de ver. ¿Qué haremos, en definitiva? ¿Votarem? ¿Votarem again? «Votemos, pues, para acabar con el régimen del 78, heredero del franquismo» -decía el químico y filósofo Santi López Petit aquel ya mítico 1 de octubre, o sea hace apenas un mes, en Lundimatin. «Votemos porque en estos momentos hacerlo constituye un desafío al Estado, y este desafío nos hará un poco más libres. Pero no olvidemos jamás el grito de «no nos representan», ni el hecho de que la lucha de clases continúa existiendo bajo la apariencia de aquello que es más homogéneo». ¿Cuál es esa apariencia? ¿La de un pueblo unido, la de una comunidad política soberana, la de una nación libre? ¿Qué os deparará a vosotros, hijos de la noche, esta lucha entre dioses y gigantes? ¿Qué desenlace os espera? Paciencia, paciencia. Dejemos que la alianza interclasista, esa táctica profana y popular prosiga su esforzada marcha hacia la gloria. La Gran Marcha, la Gran Yihad, la Guerra Santa, tiene lugar en la noche.
Y esta noche no ha hecho más que empezar.
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