Si la única salida es encarcelar a los cargos electos que representan a la mitad de los votantes, debe ser considerado un fracaso flagrante de la legalidad vigente
Se ha criticado mucho a Pablo Iglesias por hablar de «presos políticos». Ha dicho que se avergüenza de vivir en un país que encarcela a los opositores. Los aspavientos escandalizados con que se han recibido estas declaraciones no me parecen convincentes. Se dice que aquí no se encarcela a nadie por sus ideas políticas, pero es que las dictaduras tampoco lo hacen. Mi padre, por ejemplo, tenía sin duda ideas comunistas en su cabeza, pero nunca tuvo ningún problema con la legalidad franquista, porque nunca hizo cosas ilegales respecto a esa legalidad.
Los miembros del Govern encarcelados son presos políticos. ¿Qué si no? ¿»Políticos presos», como se repite machaconamente en los medios de comunicación y desde los cargos del gobierno? Ignacio González es un político que está preso por corrupción. Él no llevaba la corrupción en su programa electoral, no robó lo que robó por mandato de sus votantes y sus votantes -es de imaginar- no se corresponsabilizan de esos actos delictivos. Los miembros del Govern que han sido detenidos, cumplían sin embargo un mandato electoral y sus votantes sí que se corresponsabilizan de sus actos. ¿Se corresponsabilizan así de un delito y, si no se les detiene a todos y cada uno de ellos es tan sólo porque el voto en este país aún es (por el momento) secreto y eso hace a la justicia impotente para llegar «hasta el final» (lo que muchos portavoces del «a por ellos» ya empiezan a desear abiertamente)?
Si un cargo electo con unos cuantos centenares de miles de votantes detrás roba o desfalca es un delincuente común, porque sus votantes no se corresponsabilizarían de su delito. Pero si unos cuantos centenares de miles de votantes se corresponsabilizan de lo que ha hecho un político y ese político acaba en la cárcel, es un preso político, máxime si incluso ha ganado las elecciones. Después se pueden hacer todas las matizaciones que hagan falta y se supone que la ley tiene los medios para hacerlas. Entre «preso político» y «político preso» hay muchos casos híbridos e intermedios. No es lo mismo saltarse una ley que se considera justa (como cuando un político roba desde su cargo público) que hacerlo porque se considera injusta y te han votado precisamente para modificarla en aras de un ordenamiento legal más justo (supuestamente). En este caso, suele ocurrir que siempre hay de por medio un conflicto de legitimidades que, desde luego, no puede ser resuelto con la aplicación del mero Código Penal. Son situaciones de gran confusión legal, una confusión que, por ejemplo, ha sido magníficamente descrita por Ignacio Escolar. Siempre habrá recursos legales y políticos para hacer frente a esa complejidad, pero unos lo serán más que otros y es en esa cuestión de grado donde hay que poner el acento. Si el entero ordenamiento constitucional se pone manos a la obra de tal modo que la única salida es encarcelar a los cargos electos que representan a la mitad de los votantes, eso debe ser considerado un síntoma fatal, un fracaso flagrante de la legalidad vigente. Tal y como ha dicho el exministro de finanzas griego Yanis Varoufakis «una Constitución en la que se encarcela a cargos electos que persiguen pacíficamente una agenda política no puede ser democrática».
El panorama penal en el que hemos desembocado está muy lejos de ser un éxito, es el síntoma de un inmenso fracaso, no sólo político, sino también legal. Hay demasiadas matizaciones que eran necesarias y que se han arrojado al cubo de la basura. Todo esto no demuestra más que el hecho de que la ley está mal construida. Y este tipo de constataciones no suelen acabar bien. Es obvio que desde hace años se ha estado apagando el fuego con gasolina y hoy nos encontramos en esta situación excepcional y delirante. Mañana, sin duda, tendremos otras más graves aún. En otro artículo anterior ya insistí en que el axioma platónico-socrático de que la ley sólo se puede cambiar legítimamente por medios legales, vale en tanto y cuanto sea posible demostrar que existen esos cauces legales. Ni más ni menos. Y si surge la duda o se plantea un conflicto al respecto no hay otra manera de resolverlo que ofrecer esos cauces legales, y si no están claros, clarificarlos, y si no existen, inventarlos, lo más deprisa posible, además (en este caso, un referéndum pactado, habría sido, sin duda, una idea pasable). Esa es la única vía saludable por la que la política se relaciona con un ordenamiento legal. Todo lo demás es un fracaso y un calvario de aporías que tarde o temprano te estallan en la cara. Que es lo que, desdichadamente va a ocurrir. Los que estamos en contra de la independencia de Cataluña, los que, además, nos hemos sentido hastiados frente a toda esta insensatez que no ha servido más que para ocultar y silenciar los verdaderos problemas de este país (incluida Cataluña), contemplamos atónitos cómo se van sentando todas las bases para un conflicto terrible que terminará, desdichadamente, con la independencia. Es muy pesimista verlo así, pero, por estos procedimientos penales, es muy de temer el resultado.
Esta aplicación de la legislación vigente a la que estamos asistiendo avivará el fuego en lugar de contribuir a apagarlo. Pero es que, además, y por el otro lado, contribuye a sembrar una sospecha que mina algo que siempre es necesario en un Estado de Derecho: la confianza de la población respecto a su ordenamiento legal. Cuando la legalidad no resuelve los problemas con sensatez política, se levanta la sospecha de que algo está mal ahí. La aplicación de la ley tiene que producir efectos pacificadores, no sacar de quicio los conflictos. Porque hay una posibilidad que siempre está sobre la mesa, la posibilidad de que la ciudadanía empiece a desconfiar de su legalidad, en lugar de estar orgullosa de ella. La ley tiene que demostrar a diario que es la ley y no la voluntad de una casta mafiosa y corrupta. Esta casta mafiosa, lo sabemos, hace ya mucho tiempo que la tenemos encima. Pero aún no sabemos si será capaz de secuestrar por entero el edificio de la legalidad en su provecho y este es el clavo ardiendo al que se ha agarrado Podemos desde el principio. Sin embargo, la utilización del Poder Judicial a conveniencia -como bien han expuesto Ignacio Escolar y Rodrigo Tena Arregui-, minando la separación de poderes, anulando el derecho al juez natural y desviando la competencia judicial, probablemente de manera ilegal, hacia la Audiencia Nacional, no augura nada bueno.
Si el PP (con el apoyo del PSOE y de C’s, por una parte, y el entusiasmo de muchos jueces que a su vez son del PP, por la otra) se apropia políticamente de la legalidad, se terminará por perder la última confianza en el ordenamiento legal y será la ley de la selva. El PP es un partido en sí mismo imputado y con centenares de cargos imputados o presos por corrupción. No puede presumir demasiado de ser portavoz de la legalidad. En verdad, el PP tenía que haber sido ilegalizado hace ya muchos años por la Ley de Partidos, por su apoyo terrorista a la banda de las Azores, causante de un desastre internacional en el que han muerto millones de personas. Pese a ello quedaba un rescoldo de legalidad. Y aunque, por ejemplo, las demandas para encarcelar a Aznar por crímenes contra la humanidad no tienden a prosperar porque, en efecto, hay cosas que a la «legalidad vigente» le vienen demasiado grandes, de todo modos, la población que en el 15-M declaró haber perdido su confianza en el bipartidismo, aún conservaba alguna confianza en la Constitución y en las instituciones. Pero eso también puede cambiar. Vamos de cabeza a la ley de la selva. Y si la armas y el ejército hubiesen estado medio repartidas, como en la antigua Yugoslavia, estaríamos al borde de la guerra civil. Es difícil presentar esta situación como una victoria de la legalidad y del Estado de Derecho.
El mismo proceso judicial que se está llevando a cabo para detener a los miembros del Govern, podría acabar en juicio por prevaricación contra la jueza de la Audiencia y el fiscal general, o por lo menos, tal y como muy bien ha explicado Carlos Enrique Bayo, en la nulidad de toda la causa una vez que sea revisada por los tribunales europeos que, para empezar, tendrán que decidir sobre el caso Puigdemont. Lo último es bastante probable. Lo primero sería bastante justo, pero algunos lo consideramos muy improbable, precisamente porque no tenemos esa fe ciega en los automatismos de la justicia, que sabemos muy bien que son finitos y precarios y se deben siempre a decisiones políticas de mucho más peso que la justicia procedimental. De modo que, probablemente, a Maza y a Lamela les pasará como a Aznar, que nunca responderán por sus actos frente a la justicia, por mucho que sus actuaciones hayan causado daños personales y políticos de extrema gravedad.
El escritor Jorge Alemán acaba de colgar un comentario que creo que resume perfectamente la situación. No me resisto a citarlo: «La política se inventó porque el Derecho no es un automatismo que funciona solo. Existe siempre una brecha irreductible entre legalidad y legitimidad que siempre sobrevuela la historia de las naciones. El gobierno español, de procedencia franquista, se ha querido pertrechar con la Justicia procedimental para atropellar la Democracia. No soy independentista, pero al fascismo, aun cuando esté disfrazado de Estado de Derecho, siempre lo considero lo primero a tener en cuenta como adversario. No a los presos políticos en España».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.