Es difícil escribir algo que no tenga que ver con el proceso independentista en Cataluña y todas su largas y anchas consecuencias. Pero hay que intentarlo. La vida sigue rodando en las afueras de un conflicto que, como en aquellos viejos tebeos de la infancia, añade el suspensivo y emocionante continuará al final de cada […]
Es difícil escribir algo que no tenga que ver con el proceso independentista en Cataluña y todas su largas y anchas consecuencias. Pero hay que intentarlo. La vida sigue rodando en las afueras de un conflicto que, como en aquellos viejos tebeos de la infancia, añade el suspensivo y emocionante continuará al final de cada episodio.
Desde hace tiempo los acuerdos de la Transición están siendo cuestionados por buena parte de la ciudadanía. No todos los acuerdos, claro que no. Pero sí algunos, y de mucha trascendencia. Por ejemplo, la Ley de Amnistía de 1977. Ustedes recordarán -o se las habrán contado- aquellas masivas manifestaciones que discurrían por las calles al grito unánime de «Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomía». Se había muerto el dictador y los viejos tiempos daban paso a otros que suponíamos nuevos a estrenar, como dicen los anuncios de venta de coches. La libertad y los estatutos autonómicos fueron llegando poco a poco, muy poco a poco, pero fueron llegando. Es cierto que también poco a poco esas dos aspiraciones sufrirían recortes importantes.
Pero la Amnistía se quedó en una auténtica y flagrante engañifa.
Porque lo que se pedía con aquel grito era la amnistía para quienes habían sido represaliados por la dictadura y seguían todavía en las cárceles franquistas. Para esa gente se pedía la amnistía en aquellas manifestaciones. Sin embargo, lo que hubo fue una ley que juntaba vergonzosamente a víctimas y verdugos de aquella represión. Fue la primera ley de punto final que tuvimos en un país donde muy pronto nos empezaríamos a dar cuenta de que los viejos y los nuevos tiempos se parecían demasiado.
Reconocidos torturadores fascistas veían sus nombres -al mismo nivel de reconocimiento político y moral- junto a los de quienes por ellos habían sido torturados. Juntos y revueltos esos nombres al amparo de una ley que traicionaba una de las grandes esperanzas de la Transición: el juicio a los crímenes de la dictadura. La Ley de Amnistía que ahora cumple cuarenta años supuso, pues, la primera gran decepción para quienes confiaban en una revisión del pasado que devolviera la honorabilidad a la lucha por la República y a la resistencia antifranquista, una honorabilidad que el franquismo combatió con una crueldad casi patológica. Y fue una gran decepción porque la nueva ley volvía a humillar a quienes se habían pasado cuarenta años luchando contra la dictadura. Los asesinatos, las torturas, las cárceles no contaban para nada. Y los asesinos, los torturadores y los carceleros gozaban de una impunidad tan injusta como inmerecida. Una impunidad que todavía hoy, gracias a aquella Ley de Amnistía, siguen disfrutando.
El argumento para aprobar esa ley era extremadamente sencillo: si se le apretaban las tuercas al franquismo -aunque se hubiera muerto el jefe- vendría otra guerra civil. Nada menos. Otra guerra civil. Y se quedaron tan panchos los firmantes de aquella ley.
Siempre que se ha intentado juzgar a los represores franquistas se ha interpuesto la Ley de Amnistía de 1977. En otros países, que también la tuvieron, esa ley ha sido derogada. Aquí es imposible. No hay manera de cambiarla, de reformarla, no hay manera. Ahí sigue, como una de las cabezas incorruptibles de la isla de Pascua. Para intentar juzgar los crímenes del franquismo ha habido que recurrir a la justicia argentina, desde donde la jueza María Servini está haciendo lo imposible para que cambie el rumbo de estos tiempos en lo que se refiere a la impunidad de la dictadura franquista cuando ya hace cuarenta años de la desaparición del dictador.
Lo que pasa en realidad es que el dictador no ha desaparecido. Sigue ahí, con su alargada sombra tendida sobre buena parte de la sociedad (recuerden aquello del «franquismo sociológico» que decía Manuel Vázquez Montalbán) y sobre esos dos partidos que son el PP y Ciudadanos, tan a gusto ellos con una memoria tan indecentemente desdichada.
Ahora mismo, hay una iniciativa de diversos partidos que llevará al Congreso de los Diputados el debate sobre esa Ley de Amnistía. Se trata de reformarla para que sea inaplicable en los casos de crímenes contra la humanidad y para incluir en el Código Penal el principio de legalidad internacional que permita la investigación de esos crímenes. Al juez Baltasar Garzón le costó la expulsión de la carrera judicial por intentarlo. ¡Qué país!
La desmemoria no es buena para la salud democrática. Ni el olvido. Ni el silencio. Y sobre todo: la impunidad que disfrutan los jerarcas y represores franquistas es una anomalía histórica y moral. Nombrar lo que pasó y a sus protagonistas no es un ejercicio de revancha ni de venganza histórica. Aquella «media España» ocupada por el fascismo que describía el poeta Gil de Biedma tiene derecho a salir dignamente de esa ocupación.
Han pasado cuarenta años desde aquella Ley de Amnistía que nos legó la Transición. Si otros países en circunstancias parecidas -casi idénticas- han sido capaces de que los tiempos nuevos saquen la cabeza de la dignidad en el territorio siempre complejo del pasado, ¿por qué eso sigue siendo imposible en un país que se vanagloria de ser una democracia de primera clase?
A lo mejor -si vemos la dificultad que existe para derogar una parte de la Ley de Amnistía- es que esa democracia no es tan de primera clase. Digo yo que a lo mejor es eso. No sé si ustedes.
Fuente: http://www.eldiario.es/cv/opinion/ley-amnistia-impunidad-franquismo_6_706289370.html